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El triunfo de los mercaderes sobre la literatura

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Siempre que se habla de literatura (como siempre que se habla de casi cualquier cosa) está lo específico y lo accesorio. Lo específico, en este caso, son los libros; ni siquiera los autores, ya que no necesariamente sus opiniones importan como lo que efectivamente escriben. Y que me perdonen, pero tampoco sus vidas deberían ser lo interesante. Sin embargo, a cierta prensa ¿cultural? le encanta hablar de todo aquello que entra en el terreno de lo accesorio ya que es una manera de darse corte sin tener que pasar por la muchas veces penosa circunstancias de tener que leer los libros. Aunque las razones también pueden ser otras e incluso peores.

De las muchas subcategorías accesorias que existen, los editores ocuparon durante mucho tiempo un lugar del todo desproporcionado a su importancia. No voy a abundar aquí en el magro 10% de derechos de autor que estos intermediarios les pagan a los autores (y eso, en el mejor de los casos). Tampoco a su trato, muchas veces comparable al de los mayoristas de grasa animal. Hablo más bien de sus pretensiones de elegancia y cultura, acaso alentados por los medios de comunicación. 

Véase, por ejemplo, el patético caso de Jorge Herralde: creó una editorial exitosa, pero la termina entregando a otro editor extranjero porque, en cuarenta años de trabajo, fue incapaz de formar a otros editores españoles que pudieran continuar con su labor. Su éxito, entonces, consiste en habernos convencido de que su fracaso es interesante. 

Podrá argüirse que se adelantó a los demás. Eso también es relativo. Bastaría con pensar en los ejemplos de Joaquín Mortiz, en México, o de la familia Muchnik y Fabril Editora, en la Argentina, o sin ir tan lejos, recurrir al recuerdo de Carlos Barral, en España. En todo caso, lo que sí demostró Herralde es haber sido un pícaro bastante astuto. Supo venderle a los progresistas españoles de la década del sesenta (esos que consumían las películas con José Sacristán) la dosis de marxismo requerida. De ese modo se aseguró un lugar desde el cual, como suele pasar con los cultores de la izquierda, pasar a ser otra cosa. Más adelante, y siempre con astucia, adoptó el modelo de algunos de los editores antes nombrados, pero lo reforzó poniéndose  de acuerdo con Christian Bourgois y con Feltrinelli para que los mismos libros que “triunfan” en Francia y en Italia, también "triunfaran" en España y Latinoamérica, haciendo que la profecía se autocumpliera. No es lo único: también publicó a un significativo número de latinoamericanos que funcionaron como arietes en sus respectivos países, abriendo asimismo la puerta de la publicación local a precios más accesibles que los que llegaban a América los libros españoles. Tuvo así presencia en todas partes. Y, mientras Planeta o Alfaguara se planteaban estrategias para un único país, sin que un libro de Planeta Argentina viajara a México o sin que un libro de Planeta México viajara a la Argentina (idem para Alfaguara), Anagrama estaba en todas partes y multiplicada por diez. Sin ir más lejos, recuerdo la participación del chileno Pedro Lemebel en la Feria de Guadalajara de 2008: luego de una lectura espectacular, todo el mundo acudió al stand de Planeta a comprar los supuestos libros que Seix Barral  de Chile había llevado a México. No estaban… Y los pocos que habían llegado, estaban en el stand de la Cámara Chilenade Editores y desaparecieron de inmediato. Mientras eso pasaba, otros autores latinoamericanos presentes en la FIL firmaban sus libros en varios stands que efectivamente tenían los libros de Anagrama. Bien por Herralde. Ahora, la pregunta, en  todo caso, es si todo esto tiene algo que ver con la literatura. Porque, supongo, este relato es el tipo de narración que podría interesar en una convención de viajantes de comercio o de vendedores de Tupperware, pero, de ninguna manera, en el ámbito intelectual de ningún país.

Más allá de todas estas anécdotas de mercaderes –que, según se ha dicho, hacen al mercado, pero no a la literatura–, todo indica que, a pesar de los muchos esfuerzos de Juan Cruz por contarnos qué sintió cuando leyó a éste o a aquél otro, las verdaderas estrellas del mundo accesorio de las letras hoy son los agentes; vale decir, esos otros intermediarios, cuya función consiste en sacar el máximo provecho para los autores proponiendo sus libros a cuanta editorial se les aparezca en el horizonte, utilizando todo tipo de métodos y, en oportunidades, perdiendo de vista al autor y a sus eventuales lectores. Así, la noticia de que Andrew Wylie está por asociarse con Carmen Balcells ocupa las páginas centrales de muchos diarios. El País, de Madrid, por ejemplo, un diario del Grupo Prisa, hasta hace poco dueño también de Alfaguara, ya lleva varios artículos publicados, ocupando un espacio que sólo sirve para publicitar a los agentes, sin ocuparse realmente de la literatura. 

Uno de esos artículos establece dos listas de representados. Los de Wylie son Jane Bowles, Saul Bellow, V. S. Naipaul, Vladimir Nabokov, Antonio Tabucchi, Jorge Luis Borges, Philip K. Dick, Salman Rushdie, Art Spiegelman, Milan Kundera, Mo Yan, Orhan Pamuk, Lou Reed, Antonio Muñoz Molina, Philip Roth, Royal Shakespeare Company, Roberto Saviano, Susan Sontag, Henry Kissinger, The Andy Warhol Foundation, John Updike, Roberto Bolaño, J. G. Ballard, William Burroughs, Guillermo Cabrera Infante, Italo Calvino y Allen Ginsberg, entre otros. La lista de Balcells, absolutamente monolingüe, incluye a Gonzalo Torrente Ballester, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Camilo José Cela, Carlos Fuentes, Pablo Neruda, Álvaro Mutis, Miguel Delibes, Juan Goytisolo, Rosa Montero, Terenci Moix, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Vázquez Montalbán, José Luis Sampedro, José Ángel Valente, Isabel Allende, Miguel Ángel Asturias, Vicente Aleixandre, Ana María Matute, Juan Marsé y Javier Cercas, también entre otros. 

Como se podrá observar, hay en ambas listas nombres muy importantes y otros un tanto precarios. Se trata, en muchos casos, de autores de gran éxito; o, dicho de otro modo, escritores que han tenido ventas importantes o sostenidas, lo cual, nuevamente, poco tiene que ver con la literatura y sí mucho con el mercado y sus estrategias. Una lectura atenta de los nombres permitirá comprobar que la mayoría de ellos, al menos en el mundo de la lengua castellana, se dividen entre el Grupo Planeta, Alfaguara y Anagrama. Entonces, ¿interesa realmente que este tipo de información conste en las páginas culturales de cualquier diario? ¿No debería estar más bien en los suplementos económicos, donde se lee que tal o cual empresa compró a tal o cual otra, o que tal grupo se fusionó con ese o aquel otro? Porque así planteadas las cosas, da la impresión de que la literatura se reduce a esos pocos nombres y nada más. También que, hasta que un escritor no tiene un agente o no publica en una de esas editoriales elegantes, no existe. Se trata, claro, de supersticiones que sólo les sirven a los agentes a la hora de negociar con los editores y a los editores a la hora de vender más libros. Entonces, a qué engañarse, esta gente cada vez más sale de las escuelas de administración de empresas antes que de los ámbitos naturales de la literatura. Por eso, mientras los traductores se ocupan de hacer el scouting, los que antes lo hacían ahora están revisando planillas de ventas y discutiendo con las distribuidoras. A ver si me explico: es una perversión. También, un asco.

No hay que seguir agendas ajenas, sino confiar en las propias

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Releída la entrada del día de ayer, uno bien puede decirse que todo eso tiene remedio, que las cosas no tienen por qué ser como son. En primer lugar, porque uno puede salirse del sistema que proponen las grandes editoriales, los editores, los agentes y otras subespecies del mundo del comercio. Un ejemplo: más allá de que V.S. Naipaul, Martin Amis o Paul Auster sean promocionados como "grandes escritores" están sus libros, que nos hablan de que se trata de "escritores correctos". A ellos, por caso, opondría los nombres del canadiense Alasdair MacLeod (1936-2014) y del irlandés John McGahern (1934-2006).

El primero publicó dos libros de cuentos y una novela, todos ambientados en su Nueva Escocia natal. Maestro de escritores, MacLeod, como Rulfo, no necesitó escribir mucho más para ser consagrado por sus pares como uno de los mayores autores de la lengua inglesa. A principios de 2000 fue publicado por RBA en España, con traducción por una vez buena del finado Miguel Martínez Lage. Por alguna extraña conjunción de factores (falta de publicidad, incomprensión por parte de los reseñadores, inadecuación a la moda del momento, etc.) pasó sin pena ni gloria y llegó a Latinoamérica para instalarse en las mesas de saldo. Hoy es posible leer a este gran escritor por monedas y sin tener que tolerar la cháchara que, por ejemplo, se usa para promocionar a Jeffrey Eugenides.

John McGahern es considerado en su país el más importante narrador de la segunda mitad del siglo XX. Su reputación, de hecho, ha traspasado las fronteras de Irlanda al punto que en una lista de las 100 mejores novelas en inglés publicada hace unos años por el diario The Guardian, aparecía con tres títulos, dos de ellos ubicados en el 6to. y 9eno. lugar. McGahern, muchas veces considerado como "el Chejov irlandés", es el gran maestro de Claire Keegan, otra de las grandes narradoras de lengua inglesa de la actualidad. En España, la editorial Circe publicó El pornógrafo y Entre mujeres dos novelas (por cierto, muy mal traducidas) y una maravillosa memoir que no recibió prácticamente atención alguna. En la Argentina la editorial Adriana Hidalgo publicó The Dark (pésimamente traducida) y una excelente edición de los Cuentos completos, acaso lo mejor y lo más sustantivo de la obra de McGahern. Corresponde aclarar que las ediciones españolas llegaron también a las mesas de oferta y si uno hace el esfuerzo, se puede adivinar detrás de esa mala prosa castiza la potencia de un gran narrador. 

¿De qué hablan estos ejemplos? De una verdad de Perogrullo, de que es necesario dejar de aceptar que los editores, los agentes y los reseñadores ad hoc dejen de infligirnos sus agendas para así empezar a seguir las nuestras propias. Que esa gente siga usando los espacios profesionales de las ferias del libro del mundo entero, que se cocinen en su propia sopa y que, en lo posible, los olvidemos para usar ese espacio que pretenden ocupar en nuestras mentes con lo que éstas decidan leer. Por caso, tal vez valga la pena preguntarse, antes de comprar el último de Amis, si uno leyó todo Joseph Conrad, o todo Henry James, o, más cerca en el tiempo, por ejemplo a Kingsley Amis, padre de Martin y mucho mejor escritor. 

Así como ni MacLeod ni McGahern vienen respaldados por un gigantesco aparato de prensa ni entran en la agenda de prácticamente nadie, hay cientos de escritores verdaderamente importantes cuyos libros esperan ser leídos- Muchos están en las mesas de saldos, a valores más cercanos a lo que nuestros bolsillos pueden y deben pagar. Otros, en cambio, son los que,  con entusiasmo y mucho esfuerzo, suelen publicar las jóvenes editoriales independientes, aquéllas que todavía no se contaminaron con la charlatanería de Frankfurt ni con la ignorancia de las cámaras del libro nacionales que muchas veces nos hacen olvidar que, más allá de los negocios, todos empezamos a leer y a traducir guiados por el deseo y buscando algún tipo de experiencia con la belleza y el conocimiento, así como también consuelo.   

Un Marlowe hasta ahora inédito en castellano

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El encuentro de ayer del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires estuvo dedicado a  hablar de la traducción de Dido, reina de Cartago, de Christopher Marlowe realizada por Mónica Maffía. Como además de traductora es directora teatral, fue muy interesante conocer cómo traduce y cómo trabaja para la escena. Quien desee saber más, puede enterarse en http://www.ustream.tv/recorded/48390732
  
Mónica Maffía inició sus estudios teatrales en Londres (Royal Academy of Dramatic Art, British Theatre Association) obteniendo el título de Bachelor of Arts (Honours) en Teatro y Literatura Inglesa. (University of Middlesex) – Completó el doctorado en la Universidad del Salvador.

Ha traducido las siguientes obras de teatro, todas estrenadas:
Del inglés:
Dido, reina de Cartago de Christopher Marlowe – (Primera traducción mundial al castellano. Publicada como Edición Aniversario por el 450º aniversario del nacimiento de Marlowe, en formato e-book y próximamente en papel por Ediciones Nueva Generación (2014)
Los Persas de Esquilo – (Teatro El Tinglado- 2013)
Top Girls de Caryl Churchill– Teatro Real (Córdoba abril 2012 – Bs.As. Teatro La Comedia octubre2012)
Eduardo III de Shakespeare –Teatro IFT (2009) y Teatro La Comedia (2010)
La Violación de Lucrecia de Shakespeare – Estrenada en Librería de Mujeres. Con el auspicio del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (U.B.A.) y el Instituto Hannah Arendt y el apoyo del Instituto Nacional del Teatro (2006)
Secretos de amor de Ophelia de Steven Berkoff, estrenada en el Teatro La Comedia (junio 2004)
Mercurio vs. Los Alquimistas de Ben Jonson, co-producción Fundación Konex y U.B.A. (febrero 2004)
Silencio y La Parada de Harold Pinter, estrenadas Centro Cultural Rojas (2003)
Dúo en mi de Tom Kempinski, obra de teatro producida en el Auditorio Bauen (1999) y en el Teatro Andamio 90 (2000)

Del francés:
La Improvisación de Versalles de Molière. Estrenada en La Tertulia.Conauspicios de la Embajada de Francia y la Alianza Francesa y el apoyo de Proteatro
Los Persas de Esquilo - Teatro El Tinglado (2013)

Del alemán:
La Señorita Julia de A. Strindberg. Estrenada en versión aggiornada como “La Señorita” en Corrientes Azul. Con el apoyo de Proteatro (2005)

También tradujo poesía:
“Sonetos” de Shakespeare, formaron el espectáculo ¡¡¡Shhh!!! estrenado en el British Arts Centre (2002), después en el Teatro del Sur (2003) y en mayo 2004, en Gandhi.
“Las Campanas” de E.A.Poe para el espectáculo de la Dirección General de Bibliotecas Poe, inventor de pesadillas (1999)


Una invitación que compartimos

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El Traductorado en Alemán del IES en Lenguas Vivas “Juan R. Fernández”, la Universidad Nacionalde San Martín y el Seminario Permanente de Estudios de Traducción tienen el agrado de invitar a la charla de Berthold Zilly“La 'transgermanización' de tres clásicos latinoamericanos: Domingo F. Sarmiento, Euclides da Cunha, João Guimarães Rosa”

Viernes 6 de junio de 2014, 18:30, IES en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”, Calos Pellegrini 1515, Salón de Conferencias (charla en español)


Berthold Zilly realizó estudios de filología románica y germánica en las universidades de Bonn, Caen, San Pablo, Berlín (Freie Universität, FU). Se doctoró en 1976 con una tesis sobre Molière. Entre 1974 y 2010 fue profesor de literatura latinoamericana y de lengua portuguesa en la FUde Berlín, entre 2004 y 2010 también en la Universidad de Bremen, siempre con enfoque especial en la cul­tura brasileña. Actualmente es profesor visitante en el posgrado en Estudios de Traducción de la Universidad Federalde Santa Catarina (UFSC), en Florianópolis. Tradujo clásicos latinoamericanos al alemán, por ej.: Os Sertões de Euclides da Cunha, Memorial de Aires de Machado de Assis, Civilización y barbarie de Domingo F. Sarmiento. Está preparando una nueva traducción de Grande Sertão: Veredas, de João Guimarães Rosa. Practica la traducción como parte integrante del estudio de lenguas y literaturas extranjeras. 

¿Les suena?

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Pablo Moíño Sánchez (Madrid, 1980) es narrador y jefe de redacción de la Revista de Erudición y Crítica. La siguiente columna fue publicada por El Trujamán el 3 de junio pasado.

                     La dignidad

Un día de verano te escriben de una editorial. Les han hablado de ti y quieren trabajar contigo en algunos libros. Ahora mismo ya podrían enviarte uno, te dicen, si estás interesado y disponible.

Como te pasas el día conectado por si las moscas, como ahora tienes poco trabajo, como te gusta mucho traducir, el primer impulso es responder volando, no vayan a arrepentirse y a avisar a otro traductor, algo como: «sísísísísísísísí :) :) :) :)». Pero piensas en tu dignidad y decides que mejor contestarás dentro de una hora. O dos.

En los cinco minutos siguientes navegas, es un decir, por internet, o abres la nevera, o te vuelves a lavar los dientes, o intentas trabajar en eso otro que tienes colgando. A los cinco minutos decides que el mensaje lo enviarás dentro de una hora, o dos, pero que mejor ir escribiéndolo ya.

Empiezas a escribir: no solo estás disponible, gracias, sino muy interesado en lo que publican; simplemente te gustaría saber cuáles son las condiciones, aunque la propuesta te interesa mucho. No, así no. Borras, rehaces, te pones digno, como si no los necesitaras. Depende, dices: depende de las condiciones, gracias. Pero tampoco es ese el tono. Borras. En fin: cuando terminas de escribir el mensaje, ya ha pasado una hora y media.

Te contestan enseguida, a los tres minutos, con el título, el autor, la tarifa y la fecha de entrega. Dudas si es un mensaje seco o simplemente apresurado. Por las faltas de ortografía, parece apresurado. Pagan, por otra parte, bastante poco. Decides negociar.

Empiezas a escribir otro mensaje: el libro tiene muy buena pinta, estás de acuerdo con la fecha límite, pero te preguntabas si sería posible negociar la tarifa, gracias, saludos. Para algo tan sencillo inviertes aproximadamente seis horas. Por el camino se han caído largos párrafos sobre la dignidad del traductor que no venían al caso.

Pasa ese día, y el siguiente, y el siguiente. No te contestan. Eso por listo, suspiras. Vaya.
A los cinco días vuelves a escribirles. Hola: he tenido problemas con el correo electrónico últimamente, así que es posible que no hayáis recibido mi mensaje de la semana pasada. Lo vuelvo a reenviar por si acaso. Gracias.

Te contestan a los dos minutos. Sí, sí lo recibimos, pero los planes editoriales han cambiado un poco; te escribiremos la semana que viene.

Después de pensarlo un poco, vuelves a escribir para decir que vale. En realidad lo haces para que tu mensaje quede en su bandeja de entrada y no se les olvide.

Pasan varias semanas. Escribes algún correo que te rebota: ausente por vacaciones. Es verano, no tienes trabajo: dudas, te agobias, casi te lamentas.

Mes y pico después, mensaje de la editorial. Que siguen interesados en que traduzcas el libro, pero que no pueden subir la tarifa. Y que la fecha límite ha cambiado. Ahora tienes la mitad de tiempo que antes.

Medio llorando, escribes un correo larguísimo sobre la dignidad, y también sobre el verano. Acabas borrándolo otra vez. Simplemente contestas que no, que tú habías pedido que te mejoraran las condiciones y te las han empeorado, y que así no trabajas.

Para tu sorpresa, te contestan a la media hora. Está bien, te dicen: dejamos la tarifa y la fecha tal como tú decías.

No te lo puedes creer. Te sientes orgulloso de ti. Esto es porque he peleado, dices. Ha merecido la pena esperar todo el verano para esto. He peleado y lo he conseguido, dices. Y empiezas a traducir. En condiciones dignas.

Traduces, pasa el tiempo, acabas el libro, lo entregas, entregas la factura, te dan las gracias. Pasa más tiempo, ya deberías haber cobrado, escribes para preguntar, ya no contestan. Vuelves a escribir. Pasa más tiempo. A los dos meses te dicen que la editorial ha decidido no publicar más libros durante un período de tiempo indefinido.

Tú, que otra cosa no pero buen lector eres un rato, comprendes lo que significa eso.

Escribes, espumas, pataleas.

Dignamente.

Fin.


"El énfasis de la literatura japonesa por lo fragmentario, episódico, visual

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Encargado  de Cultura en@La_Segunda y editor general de@luchalibro, Ramírez Figueroa–tal su firma– entrevistó al traductor español Carlos Rubio, de paso por Santiago de Chile, a propósito de la literatura japonesa que traduce y publica.

Palillos, sushi y “nada de iluminaciones místicas”

La literatura japonesa siempre ha estado allí, aunque para Occidente (y Latinoamérica) sólo explota cada cierto tiempo y con sólo algunos representantes. El último consagrado ha sido Hakuri Murakami, antecedido de Kenzaburo Oé y, especialmente, Yukio Mishima. Sin embargo, acceder a otras obras fundacionales o cuentos incorporados al canon nipón en castellano era casi imposible. Allí entra la gran apuesta de Satori Ediciones. Fundada en España el 2008, se ha convertido en el gran puente entre Japón y el mundo hispano. Carlos Rubio, es uno de los principales prologuistas y traductores de Satori, además de dirigir la colección “Maestros de la literatura japonesa”. Un especialista que recibió el 2010 la medalla del mérito cultural del gobierno de Japón y que ha publicado ensayos como “El Japón de Murakami”, además de hacer clases en la Universidad de Tokio, Berkeley (California) y Complutense (Madrid).

¿Cómo conectó usted con la cultura oriental, específicamente la japonesa? ¿Fue un proceso personal? ¿O hubo un momento de iluminación particular?
Me enamoré de la cultura oriental por los palillos y el sushi. Fue en mis años de estudiante en Berkeley, en los años setenta. Me pareció muy difícil y misterioso eso de poder comer con dos palillos tan finos. Esa idea delicada y sutil de no agredir los alimentos cortándolos o perforándolos en la mesa con cuchillos y tenedores como se hace en Occidente. Quise aprender a usarlos. Y como además, el sushi de un restaurante cerca de la universidad era barato, me aficioné a la comida japonesa.

Después vinieron amigos japoneses que conocí entonces y me regalaron alguna novela de Mishima, tan popular por entonces en Estados Unidos como ahora lo es Haruki Murakami, y también de Kawabata. Después vino un librito sobre el tiro al arco japonés, de Eugen Herrigel. Esa filosofía de apuntar al blanco con la flecha con un corazón limpio del deseo de acertar me pareció hermoso y profundo. Y la ejecución, cuando lo ví, me pareció bellísimo, como un ballet.

Todavía hoy, cuarenta años después, sigo practicando el tiro al arco japonés. En fin, creo que mi interés fue el resultado de la confluencia de varias circunstancias en mi vida, pero me gusta destacar la de la comida. Nada de iluminaciones místicas, sino la realidad cruda y cotidiana del alimento.

Como a menudo ocurre con los amores que más duran, puedo decir que mi enamoramiento de la cultura japonesa ha sido y se ha sustentado hasta hoy en la buena comida japonesa.

¿Cuales cree que son las particularidades de la literatura japonesa en relación a la occidental?
Me parece una iluminadora del contraste entre la literatura japonesa y la occidental una frase del filósofo japonés Nishida Kitaro: “la cultura japonesa es una cultura de la emoción; la occidental, del intelecto”. Creo que estas palabras aportan mucho de una manifestación más de la cultura japonesa como es la literatura. En términos generales la apreciación estética de una poesía, relato o drama japonés posee un componente emocional y sensorial, no analítico ni intelectual, creo que más fuerte que en la literatura occidental.

La filosofía griega nos enseñó la lógica y la metafísica. El monoteísmo cristiano a desconfiar de los sentidos. Estas dos fuentes de nociones culturales –leamos o no filosofía griega o seamos o no creyentes cristianos- impregnan profundamente nuestra forma de apreciar los productos culturales.

Pues bien, en Japón, aunque experimentó el racionalismo confuciano desde hace más de mil quinientos años, y el influencia del cristianismo hace ciento treinta, esas dos fuentes no han dejado mucho poso en la sensibilidad de los japoneses a la hora de apreciar sus obras literarias.

También se puede destacar, como otro elemento diferenciador, el énfasis de la literatura japonesa por lo fragmentario, episódico, visual. Ahí está un buen ejemplo: el haiku, que es el producto literario mejor exportado por Japón a Occidente, el bonsái de su literatura, con sus 17 sílabas en donde ni siquiera hay cabida para emociones ni ideas, solo para sensaciones, para fotografías instantáneas de la realidad percibida con los ojos.

Es probable que este gusto por lo visual tenga que ver con el esfuerzo constante que un japonés realiza durante bastantes años por dominar el espacio minúsculo pero complejo de un sinograma, de un kanji. Contra la abstracción mental del alfabeto latino, la estilización pictográfica y puramente visual del sinograma japonés de origen chino.

Una tercera consideración importante al respecto es la tendencia japonesa a preservar lo tradicional fundiéndolo con lo nuevo, a hallar vigencia y actualidad a formas literarias muy antiguas. En Occidente, aunque tengamos respeto por tales formas, no las sacamos casi nunca de los libros de historia y del polvo de los museos. Ahí tenemos, por el contrario, el caso de los numerosos cultivadores japoneses que hay hoy de una forma poética como el “waka” tan arcaica. El teatro noh, un teatro con un fuerte sentido religioso, surgido en el siglo XIV, todavía se representa en Japón hoy día. ¿Se representan en la Españade hoy autos sacramentales de Calderón de la Barca? Y valores estéticos de la época de Heian (s. IX-XII) siguen nutriendo obras literarias de rabiosa actualidad, como alguna novela de Haruki Murakami, aunque al mismo autor no le agrade reconocerlo.

El catálogo de Satori es generoso y diverso. Si pudiera mencionarme un puñado de obras y autores para construir un itinerario, ¿cuales serían?
Satori Editorial está haciendo un esfuerzo muy loable por difundir la literatura y la cultura japonesa en su joven catálogo de solo cuatro años. Además, es fiel al principio ético de traducir literatura desde el original japonés, una práctica que por desgracia todavía no siguen algunas editoriales, incluso las más grandes, en pleno siglo XXI. Del catálogo de Satori puedo destacar tres obras: El santo del monte Koyaun libro de terror sutil de Izumi Kyoka, La vida de un idiota y otras confesiones del genial Akutagawa, también de Satori es notable la novela Una extraña historia al este del río de Nagai Kafu, el más libertino de los escritores japoneses modernos, una historia bañada de indecible nostalgia por el Tokio de comienzos del siglo XX que era sepultado por la embestida de la modernidad.
Pero si no deseamos separar demasiado los pies de la tierra, Satori acaba de publicar Fukushima: Vivir el desastre sobre la percepción muy iluminadora del desastre de hace dos años y medio Takashi Sasaki, un profesor retirado de lengua española. Saliendo de Satori, me permito recomendar, como libro introductorio sobre literatura japonesa moderna porque da muchas claves del comportamiento social de los japoneses y de lo doloroso que pudo ser para muchos japonesas el proceso, todavía en marcha, de la modernización (léase occidentalización), la obra, intensa y poética, de Natsume Soseki llamada Kokoro (editorial RBA). Es un libro deslumbrante por el cual podemos iniciar nuestro recorrido de la literatura moderna. Se aprecia mejor a Murakami después de haber leído este libro (o también El caminante de Soseki, precisamente en el catálogo de Satori).

Fuera de la modernidad, no puedo dejar de mencionar la obra fundamental de la mitología y de la religión autóctona japonesa: Kojiki (Trotta, 2008) publicada en el año 711 pero que contiene los mitos, leyendas y encantadoras canciones del Japón ágrafo de los albores de su civilización. La conozco bien porque su traducción, al lado de la profesora Rumi Tani, me ocupó tres años y creo que es la obra semillero de los valores e incluso temas de la posterior literatura japonesa. Por ejemplo, el mito de la “mirada prohibida a la mujer” que sale en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami ya aparece en ese venerable libro. En realidad, parece que no hay nada nuevo bajo el sol.

¿Hasta que punto influyó el encuentro de Japón con la cultura estadounidense tras la II Guerra Mundial? Pienso en autores más pop como Yoshimoto o Murakami cuyos libros fueron abrazados en los ´90 por la gran industria.
La nueva constitución japonesa de 1947 fue, tras el amargo reconocimiento de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, para el pueblo japonés el reconocimiento de que el país iba a absorber una segunda oleada de occidentalización (después de la masiva de las últimas décadas del siglo XIX). Esta vez la corriente vendría del Pacífico, de Estados Unidos. El modelo social era el del país vencedor. Las películas americanas , la música de jazz y la imagen de soldados norteamericanos dando chicle o dinero a los niños japoneses empobrecidos de la posguerra ofrecieron a muchos japoneses de entonces una prueba inmediata de la validez y riqueza del modelo.

Era un hechizo agridulce para los mayores porque les recordaba viejas heridas del pasado. Los padres de los dos autores que ha mencionado, Haruki Murakami y Banana Yoshimoto, especialmente los de la generación del primero, nacido en 1949, pusieron en funcionamiento la proverbial diligencia del pueblo japonés, el coraje de levantarse con la mirada al frente todos los días, y la capacidad organizativa de todo un pueblo para dejar atrás el pasado y afrontar el examen formidable de la recuperación de la auto estima nacional.

Un examen con nota de sobresaliente en la década de los sesenta cuando Japón, erguido con gallardía tras la postración de la dura posguerra, sorprender al mundo con unos Juegos Olímpicos en el 64, la Expo de Osaka en el 70, la concesión de un Nobel en el 68. Pero estaba el otro lado de la moneda. La juventud de los sesenta, entre ellos Murakami, deseaba disociarse a toda costa de un pasado tenebroso, deseaba no ser absorbida por el modelo social y productivo de Estados Unidos que no podía satisfacer muchas de sus aspiraciones, un modelo bajo el cual, además, no podían ejercer la conciencia individual en una sociedad, todavía entonces, fuertemente jerarquizada.

Expresión del descontento de esa actitud fue el radicalismo de los movimientos de reivindicación estudiantiles de finales de los sesenta que alcanzó a otros muchos países del mundo. Era la expresión sincera y apasionada de que el modelo no servía. Heredero espiritual de ese movimiento, que se llamón Zenkyoto en Japón, es Murakami y, en mucha menor medida, Yoshimoto, cuyo padre, por cierto, fue activista de mismo.

Haruki Murakami, en concreto, que abraza la cultura pop americana y muchos de sus iconos, refleja en su obra de los años ochenta y noventa refleja la implacable decadencia de la identidad individual de los miembros de la generación Zenkyoto. Una de sus creaciones literarias iniciales, el Ratón (como se observa en La caza del carnero salvaje y en dos novelas no publicadas en español, Kaze no uta o kiike, de 1979 y en 1973—nen no pinbooru, del año siguiente) expresa la impotencia y callada rebeldía de un superviviente de ese movimiento de los años sesenta. Detrás de Ratón, deambularán una cohorte de personajes solitarios o al borde de la fuga por el mundo fragmentado y socialmente deconstruido del Japón de los ochenta y noventa. Su enemigo es el mismo que el de los movimientos de los sesenta: el sistema implacable. Es un mundo en cenizas cuya alma, bajo los oropeles de plástico de la cultura pop y del consumo exacerbado, exploran tanto Murakami como Yoshimoto.

¿Cómo dialoga la literatura japonesa con la escrita en nuestro idioma? ¿Hay puntos en común?
Claro que los hay, a pesar de las diferencias apuntadas. Las dos exploran -desde diferentes ángulos, perspectivas sociales e históricas, y distintas tradiciones culturales- esta herida absurda que es la vida, exploran las contradicciones del ser humano en su sociedad, exploran las peripecias del viaje siempre mítico que realiza el ser humano hacia su conciencia. Identidad de grandes temas, diversidad de planteamientos y sensibilidades [LL]




El proceso y un problema kafkiano en Ecuador

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El siguiente artículo, firmado por el escritor ecuatoriano Leonardo Valencia (1969), fue publicado en diario El Universo, de Ecuador, el 3 de junio pasado. Se habla en él de un curioso proyecto del Consejo de la Judicatura de Ecuador donde, aparentemente, no se le hace justicia a los traductores.

Kafka y el derecho del traductor

Hay muchas ediciones de los libros de Kafka. Quien fuera un discreto abogado checoslovaco, de lengua alemana, y que murió publicando apenas unos cuantos libros breves, nunca llegó a ver el éxito mundial de sus novelas póstumas, como El desaparecido (durante mucho tiempo titulada América), El castillo y El proceso. Los mejores traductores del mundo se han volcado a este autor que ha planteado tantos retos y dificultades, así como estímulos para el gran arte de la traducción. En el ámbito de lengua española, los más recientes traductores de Kafka han sido Miguel Sáenz, Juan José del Solar (recientemente fallecido), César Aira, Renato Sandoval y Rodolfo Hásler. Entre los más prestigiosos y anteriores han estado nada más y nada menos que el gran escritor argentino J. Rodolfo Wilcock, entre otros traductores como Feliu Formosa o J. D. Vogelmann. Es decir, hay toda una lista de maestros de la traducción, oficio que con el paso de los años y el reconocimiento de sus derechos, no solo en cuanto a pago por su autoría intelectual, ha logrado también un reconocimiento público de su trabajo, incorporando sus nombres hasta en la misma portada de los libros. La razón es evidente: una traducción literaria es una recreación del lenguaje y del mundo del autor a la lengua de destino. La dedicación del traductor exige no solo un talento idiomático sino una cualidad creadora de alto rigor.

Menciono esto porque tengo en mis manos una reciente edición ecuatoriana de la novela El proceso de Kafka publicada en la colección “Literatura y justicia”, emblemático nombre para un proyecto que difunde obras que vinculen la literatura con la labor que lleva adelante el Consejo de la Judicatura de Ecuador. En la contraportada de las ediciones, y específicamente en la que tengo, hay un par de leyendas que señalan los objetivos del proyecto editorial: “Vincular los aspectos que subyacen en la condición humana con las normas y sanciones que las rigen”, y poco después: “La expiación y la culpa, la equidad y la solidaridad como la prueba más alta del concepto de justicia”. En la página interior de créditos consta una larga lista de participantes del proyecto, desde el presidente del Consejo de la Judicatura, los vocales, el consejo editorial, el director de la colección, el editor general, el director de la Escuelade la Función Judicial, y luego lo indispensable: el crédito de fotógrafos, diseño, revisión bibliográfica, equipo periodístico, revisión y corrección de textos. Incluso aparecen los nombres del “Apoyo administrativo Editorial”, el “Apoyo Técnico Gaceta Judicial” (sic). Muchas personas. Aunque son muchas, digamos que está bien que vayan todas.

Pero no hay ni una sola mención al traductor del libro. Es decir, quien ha hecho la parte más importante del trabajo y que tiene derechos legales sobre el reconocimiento económico y público de autoría. Nada, ni una línea. Apenas se menciona que “Libresa S.A. cede los derechos de traducción de la obra” por esta única edición. Pero ninguna mención al traductor. Reviso entonces la edición de Libresa del mismo libro –la de julio de 2011– y tampoco encuentro ninguna mención al traductor. Reviso algunas de las traducciones de Kafka al español y no encuentro ningún parecido, hasta que doy con una de un tal R. Kruger, publicada hace más de treinta años por la editorial española EDAF, que sí se parece, palabra a palabra, con la que publica la colección del Consejo de la Judicatura.

¿Quién será R. Kruger? ¿Vivirá? ¿Sabrá que en un país muy lejano de su país de origen se han publicado miles de ejemplares de su traducción y que no consta su nombre por derecho de autor de traducción? Quiero suponer que legalmente se le habrá pagado, y en cualquier caso eso ya es tarea del mismo Consejo de la Judicatura que, de ahora en adelante, estará atento de que la editorial Libresa publique los nombres de los traductores de la vasta lista de libros traducidos que hace circular por Ecuador.

Hay que felicitar al Consejo de la Judicatura por tan hermoso proyecto –salvo este error grave de omitir el traductor– porque ha hecho mucho más que el Ministerio de Cultura que todavía no logra apoyar solventemente a la industria del libro ecuatoriano o poner en funcionamiento eficaz una red de bibliotecas (¿o es tarea del Ministerio de Educación? Entonces, ¿para qué un Ministerio de Cultura?). En resumen, cuando los funcionarios se llenan de discursos de integridad y de eficacia y de grandes reformas en el sistema judicial pero no cuidan el derecho nada menor del traductor de un libro que es quien ha cargado todo el trabajo, ¿dónde queda lo kafkiano del asunto? El prologuista de la edición ecuatoriana de El proceso de Kafka, el abogado Néstor Arbito Chica, hace un buen prólogo –donde menciona su trabajo en la reforma judicial– y consta su breve biografía junto a la de Kafka en la solapa. Supongo que el mismo prologuista se interesará por aclarar este olvido del traductor y sacarlo a la luz de un largo “proceso” editorial en el que se ha olvidado su derecho incuestionable. Supongamos que R. Kruger esté muerto, su derecho lo tendrán sus herederos, y si no hay herederos, al menos el reconocimiento público de su nombre. Quiero suponer, en honor a Kafka, que esto no se convertirá en otro largo proceso kafkiano donde se olvide el propósito básico: el derecho de cada uno de los hombres frente a un aparato descomunal que busca deshumanizar a cada individuo y controlar, sin cuestionamiento ni disensos, toda una sociedad. Ahora que hay un interesante grupo de traductores ecuatorianos, su derecho a la difusión y la concienciación social de su autoría es un principio a defender sin pretextos ni justificaciones.

Una traducción literaria es una recreación del lenguaje y del mundo del autor a la lengua de destino. La dedicación del traductor exige no solo un talento idiomático sino una cualidad creadora de alto rigor.


"La lengua francesa no es precisamente la china"

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La Revista de Libros (RdL) publicó el siguiente comentario del narrador, guionista y periodista español Robert Saladrigas a propósito de diversas versiones de Marcel Prousten castellano. Tal vez resulte interesante leerla luego de revisar la entrada de este blog correspondiente al 7 de agosto de 2010, firmada por Herbert E. Craig, y la entrevista con el traductor Mauro Armiño del 7 julio del mismo año.

Los riesgos de traducir a Proust


No me parece descabellado partir de la idea de que una obra de tan colosal envergadura como A la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, es, al menos en teoría, intraducible. Lo presentí ya la primera vez en que tras hacer acopio de toda mi osadía, invertí varios meses leyéndola en su lengua original. De todos modos, debo admitir que antes me había iniciado en la traducción por entonces única y hoy clásica de Pedro Salinas (los dos primeros volúmenes de la serie debidos exclusivamente a Salinas y el tercero completado a la muerte del poeta por José María Quiroga Pla), proseguida en los cuatro últimos libros por Consuelo Berges. De manera que a los esfuerzos de Salinas y sus colegas debo la fascinación por el texto endiablado de un autor que siempre ha ocupado un espacio de privilegio en mi galería de mitos literarios. Al transitar ahora por los dos nuevos y simultáneos intentos de traducción, uno a cargo de Mauro Armiño (Por la parte de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, acompañados por una cronología biográfica de Proust, tres utilísimos diccionarios sobre amistades y relaciones del autor, personajes y lugares de la obra y un copioso cuadro de notas) y el otro de Carlos Manzano (Por la parte de Swann), el somero cotejo de ambas versiones me llevó a la reflexión de que en lengua española Proust ha sido aparentemente afortunado por el interés que desde el principio desveló su obra pero al mismo tiempo, curiosamente, nunca ha conseguido el privilegio de beneficiarse de una exclusividad que según creo reclamaba a gritos. Su obra sigue desafiando la audacia de los traductores decididos a medir sus talentos fajándose, como los buenos gladiadores, con un adversario rocoso y una empresa monumental y compleja hasta estimular la paranoia, que al margen del entusiasmo, de los conocimientos que inviertan en ella, al menor descuido verán cómo su labor va a ser severamente cuestionada. Sin embargo, desde que Salinas se enfrentó por primera vez a La recherche... en 1917 (el primer volumen de la serie, Du cotê de chez Swann, había aparecido en las Ediciones Bernard Grasset de París en 1913), que recuerde se han comprometido con la obra, parcialmente o en su totalidad, José María Quiroga Pla, Fernando Gutiérrez, Consuelo Berges, Carlos Pujol, Jesús Albiñana y, por último, Mauro Armiño y Carlos Manzano, todos ellos con diferente predisposición y resultados. Lo cierto es que ninguno ha conseguido soslayar la polémica, quizás porque la perfección es sin duda una quimera o porque la tarea sea en la práctica poco menos que irrealizable. De todos modos y pese a que la versión de Salinas ha sido discutida e incluso en ocasiones desautorizada, conviene dejar sentado que marcó la pauta de las sucesivas y posteriores traducciones y lo hizo en una época en que la filología francesa todavía no se había pronunciado acerca de algunos de los problemas suscitados por el estilo de Proust; en consecuencia, no había trazada la línea maestra a seguir en el complicado trasvase de la novela a otras lenguas. Pero lo que me sorprende a estas alturas es que una obra que entraña cuantas dificultades se le quieran atribuir, en el curso del tiempo no haya motivado la devoción absoluta de algún traductor dispuesto a volcar sobre ella todo su tiempo, saberes y energías. Joyce, por poner el ejemplo de un autor también determinante y para mí aún más hermético, tuvo la inmensa fortuna de encontrar en lengua catalana a un joven filólogo, Joaquim Mallafré, decidido a dedicar ocho años de su vida a la obsesiva tarea de modelar una versión de Ulisses que sin dudarlo considero bastante superior a la francesa de Valéry Larbaud pese a que, como es sabido, éste la hizo bajo la tutela y las sugerencias del mismo Joyce. Lamento no sentirme capaz de legitimar en igual medida la traducción al castellano de José María Valverde, que, por supuesto, no invalida la primera de José Salas Subirats, aparecida en México, aunque durante bastante tiempo los ávidos lectores españoles de Joyce la consideráramos insatisfactoria. En el caso de Proust, sus traductores –exceptuando a Salinas– resulta que han llegado a La recherche... probablemente imantados por sus fulgores pero no con la vocación expresa de obligarse a sobrevivir sin mayores apremios ni ataduras en sus aguas turbulentas. Consuelo Berges se había consagrado casi por entero a la obra de Stendhal; Fernando Gutiérrez tradujo desde El doctor Zhivago de Pasternak (a partir de la edición italiana de Feltrinelli) a El Gatopardo de Giuseppe Tomasi de Lampedusa; el mismo Carlos Manzano ha desembocado en Proust tras forjar su oficio en Henry Miller primero y salvando después los terribles acantilados, por cierto paradójicamente  antiproustianos, de Céline... Ante tales ejemplos me pregunto sinceramente si es posible instalarse temporalmente en el vasto imaginario de Proust mediante un simple cambio de registro, sin tomarlo como único punto de referencia y tras haberlo explorado, desmenuzado, asimilado en sus numerosos afluentes, emprender el proyecto de adaptarlo a la lengua propia con la ineludible articulación de un estilo determinado que sea trasunto del original y, a la vez, resulte incuestionablemente veraz para quienes van a acceder a él desde otros supuestos filológicos. ¿Es acaso una idea descabellada cuando se trata de Proust, Joyce, Faulkner, Rilke o Hermann Broch, artistas copiosos que no sólo desbordan cualquier parámetro al uso sino que son fundadores de sus propios códigos lingüísticos y narrativos? Con la respuesta en suspenso, retomo el asunto que ha motivado la reflexión. Disponemos de dos nuevas traducciones de A la recherche... que al coincidir en el tiempo (por extraños azares de estrategia editorial) no arrojan luz sobre la cuestión sino que, al menos así lo considero, contribuyen a su relevancia. Para empezar, ambas versiones se muestran divergentes a partir del mismo título global de la obra. Mauro Armiño ha traducido A la recherche du temps perdu por A la busca del tiempo perdido, en tanto que Carlos Manzano opta por mantener el clásico de En busca del tiempo perdido. Por supuesto que no me siento legitimado para establecer matices en materia de filología castellana, pero tengo la impresión de que si bien el vocablo busca expresa correctamente la acción de buscar, antecedido por la preposición y el artículo, es decir, a la busca, creo que posee un significado ––¿estoy equivocado al aventurar que me suena más aplicable al terreno de la cinegética?– en todo caso distinto a la intención que Proust vertió en su A la recherche... Imagino que tal vez esa duda mía puede ser objeto de controversia. De todos modos, me parece que la sutileza a la hora de interpretar el título revela las ópticas diametrales con que los traductores han enfocado sus respectivos tratamientos del texto proustiano. Recuerdo haber leído que en el acto de presentación en Madrid de su trabajo, Mauro Armiño señaló que en la obra de Proust «las oraciones son muy largas y perversas y el español no está acostumbrado a este tipo de sintaxis». Lo que atañe a la naturaleza de las oraciones proustianas es algo archisabido. Evidentemente se refería a los culebreantes párrafos, engarzados con las célebres frases subordinadas, que han obligado a desistir a tantos lectores (españoles pero también incluso franceses) habituados a la comodidad de los estilos lineales. Sin embargo y pese a su advertencia, lo paradójico es que la versión de Armiño se caracteriza precisamente por su respetuosa fidelidad a las formas de la «más endemoniada» de las prosas francesas. ¿Más laberíntica y escurridiza que la de Paul Valéry en Monsieur Teste? Lo cierto es que en ningún momento Armiño trata de «dulcificar» o «resolver» de manera complaciente las derivas del texto. De habérselo propuesto es muy probable que hubiera desvirtuado irreparablemente el armazón estilístico que, por un lado, sostiene y por el otro substancia la obra. Por su parte, Carlos Manzano se ha decantado por la adaptación de los períodos proustianos a la sintaxis castellana, tal vez como vía para allanar en la medida de lo posible su lectura. Eso le conduce a reemplazar las subordinadas por incisos, señalados con guiones, y a echar mano de frases hechas y algunos vulgarismos para verter expresiones que en el tránsito pierden los matices originales. El propósito es sin duda loable y, en última instancia, refleja una toma de partido que naturalmente conlleva sus riesgos. Porque si bien no voy a negar que el texto se hace algo más próximo a la sensibilidad del lector español, tampoco negaré que la escritura de Proust, al ser alterado el orden que la sustenta, ve cómo su tensión interna se relaja. Me pregunto si en definitiva el trueque resulta verdaderamente rentable para alguien. O dicho con otras palabras: desde el apriorismo de que toda traducción comporta pérdidas irreparables, en lo que se refiere a la novela de Proust cuando uno decide entrar en ella sabe de antemano a lo que se expone –lo mismo sucede con las obras de Faulkner, Musil o Broch– y, una vez aceptado el reto con todas las consecuencias, quizás no sea aconsejable que nos alivien de sus escollos. Al fin y al cabo vencer por cuenta propia los obstáculos de la lectura forma parte del compromiso con la obra y el genio de su autor. Veamos gráficamente reflejado lo que acabo de señalar, mediante el cotejo de un fragmento cualquiera de Du cote de chez Swann que elijo dejándome guiar más por el azar que en función de su esencialidad. He aquí cómo fue construido por Proust: «Destiné à un usage plus spécial et plus vulgaire, cette pièce, d'où l'on voyait pendant le jour jusqu'au donjon de Roussainvill-le-Pin, servit longtemps de refuge pour moi, sans doubte parce qu'elle était la seule qu'il me fût permis de fermer à clef, à toutes celles de mes occupations qui réclamaient une inviolable solitude: la lecture, la rêverie, les larmes et la volupté. Hélas¡ je ne savais pas que, bien plus tristement que les petits écarts de régime de son mari, mon manque de volonté, ma santé délicate, l'incertitude qu'ils projectaient sur mon avenir, préoccupaient ma grand'mère au cours de ces déambulations incessantes de l'après-midi et du soir, où on voyait passer et repasser, obliquement levé vers le ciel, son beau visage aux jouès brunes et sillonnées, devenues au retour de l'âge presque mauves comme les labours à l'automne, barrées, si elle sortait, par une voilette à demi relevée, et sur lesquelles, amené là par le froid ou quelque trîste pensée, était toujours en train de sécher un pleur involuntaire.» En la versión de Mauro Armiño queda así: «Destinada a un uso más específico y más vulgar, esa habitación, desde donde de día se veía hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió mucho tiempo de refugio, sin duda porque era la única que me estaba permitido cerrar con llave, para todas aquellas ocupaciones que me exigían una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y el placer. ¡Ay¡, ignoraba que mi falta de voluntad, mi salud delicada, y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro entristecían más a la abuela que los leves descarríos del régimen de su marido, durante su incesante deambular de la tarde y de la noche, cuando se veía pasar una y otra vez, oblicuamente alzado hacia el cielo, su hermoso rostro de mejillas morenas y arrugadas, vueltas con el paso de los años casi malvas como los campos arados en otoño, cruzadas, si salía, por un velo recogido a medias, y en las que siempre estaba a punto de secarse una involuntaria lágrima puesta allí por el frío o algún pensamiento de tristeza». Y por último, desde el prisma de Carlos Manzano: «Aquel cuarto, destinado a un uso más especial y vulgar y desde el que durante el día se llegaba con la vista hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió por mucho tiempo de refugio –seguramente porque era el único que me permitían cerrar con llave– para todas mis ocupaciones que reclamaban una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y la voluptuosidad. Por desgracia, no sabía yo que –mucho más tristemente que los pequeños incumplimientos del régimen por parte de su marido– mi falta de voluntad, mi delicada salud y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro preocupaban a mi abuela, durante aquellos paseos incesantes de la tarde y de la noche, en los que veía pasar y volver a pasar –con el perfil alzado hacia el cielo– su hermoso rostro de mejillas morenas y surcadas de arrugas –que con la edad se le habían vuelto casi malva, como las tierras labradas en otoño– y cubiertas, cuando salía, con un velito a medias alzado y en las cuales había siempre, secándose, una lágrima involuntaria, provocada por el frío o por un pensamiento triste». Hay otra cuestión que sí me produce desconcierto. Es de dominio público que la tradición concede suma importancia a la frase con que Proust arranca el ciclo. Los más severos proustianos coinciden en el criterio de que con admirable sutileza el autor condensa en su brevedad las reglas del tiempo que serán determinantes a lo largo de todo el espectro narrativo. Pues bien, he aquí la primera frase de Proust: «Longtemps, je me suis couché de bonne heure». Se establece así con absoluta claridad que el narrador rememora, desde el presente en que escribe, el hábito que explícitamente inserta en un tiempo pasado, lejano, tal vez remoto. Por alguna razón que no consigo explicarme, Mauro Armiño construye la oración de la siguiente manera: «Me he acostado temprano, hace mucho». Además de forzar la sintaxis hasta extremos chirriantes, la frase de Armiño incurre en la contradicción de situar casi en tiempo actual o se sobreentiende que muy próximo, una acción que fue llevada a cabo hace mucho. Y prosigue ya en el tiempo verbal que corresponde: «A veces, nada más apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Estoy durmiéndome"». ¿Por qué semejante inicio forzado, absurdo, decididamente erróneo, que al leerlo produce auténtico sobresalto? Debo confesar que me asombra. Por el contrario, Carlos Manzano sí se ajusta a los esquemas bien señalados de la frase: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Me duermo"». Como puede advertirse, dejando a un lado la conflictiva oración inicial, el cotejo de la siguiente aporta sólo muy leves variaciones. Sin perder de vista la diferencia de enfoques a que hacía referencia más arriba, esta es la tónica dominante en ambas traducciones: en cualquier párrafo que elijamos para comprobarlo, los matices nos descubrirán alternativas a nuestro juicio acertadas junto a otras que por lo menos nos atreveremos a calificar de dudosas e incluso de insatisfactorias. Se ha dicho que las versiones de Armiño y Manzano no pueden aspirar a equipararse con la de Pedro Salinas, porque ninguna de las dos alcanza su altura. Opinión respetable pero me temo que no equitativa. Presumo que Manzano y Armiño emprendieron la traducción a partir de las ediciones de La Pléiade de JeanYves Tadié (1989) o las más recientes debidas a Jean Milly, ambas con un valioso aparato filológico al servicio del mejor entendimiento del texto proustiano. Salinas se vio obligado a trabajar sin soporte externo alguno, diría que a pelo, exclusivamente confiado en el dominio de los resortes de la propia lengua que no era ni mucho menos susceptible de amoldarse a los registros de Proust, origen como ahora es obvio, pero no entonces, de una nueva categoría estilística en el ámbito del francés literario. Por tanto, el esfuerzo tremendo que debe ser reconocido a los traductores de hoy –ambos siguen empeñados en la aventura de completar la obra– no es óbice para admitir que operan desde una situación en principio ventajosa respecto a Salinas, pero a la vez más comprometida por cuanto vienen obligados a asimilar los avances filológicos y académicos ya consolidados y a dotar sus respectivas versiones de la indispensable unidad de estilo que hasta ahora ninguna otra ha poseído y tanto se echa en falta. De manera que no se trata de superar lo que ya ha sido superado por el tiempo y el incesante aporte de orientaciones, sino de fijar métodos de trabajo y ajustar con la máxima precisión estructuras que, a ser posible, hicieran definitivo el trasvase a la lengua castellana de una de las más grandes obras de la literatura de todas las épocas. ¿Quiere decirse con esto que Marcel Proust acabará por ceder antes o después a los denodados intentos de quienes no vacilan en medir sus fuerzas con él a sabiendas de los riesgos que asumen? Lo considero probable, pero tampoco me atrevería a vaticinarlo. Sigo pensando que cualquier traducción realmente ambiciosa responde a un ideal de difícil alcance, aunque conviene plantearlo como un logro necesario desde la perspectiva de su utilidad. De todos modos, prefiero no olvidar las sensatas palabras que el poeta Josep Carner (extraordinario traductor de Charles Dickens al catalán) dedicó al asunto con saludable ironía y pragmatismo: «Aprendan lenguas. Eso tiene dos grandes ventajas. Una es que podrán traducir y la otra que, siendo conversadores en lenguas ajenas, prescindirán de las traducciones». En resumidas cuentas, la lengua francesa, la lengua en que Marcel Proust escribió A la recherche du temps perdu, no es precisamente la china.

No jodan: cerrado por inicio del Mundial

En los ochenta primeros años del F.C.E.

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Una breve entrevista de Julieta Roffo con José Carreño Carlón, actual director del Fondo de Cultura Económica de México, publicada en la revista Ñel 3 de junio pasado.

Los libros van de la metrópoli a la periferia

Entre el 3 y el 7 de septiembre habrá fiesta en la Ciudadde México: será para celebrar el 80° aniversario del Fondo de Cultura Económica, esa editorial que Daniel Cosío Villegas fundó en 1934 para proveer de bibliografía a los estudiantes de Economía de la Universidad Nacionalde México y que ocho décadas después tiene en su catálogo unos 10 mil títulos publicados, cuenta “entre los suyos” a 62 autores que han ganado el Nobel de Literatura y se convirtió en uno de los nudos centrales de la producción de libros en América latina. Se trata también del sello que reeditará en versiones “aniversario” clásicos de clásicos como El Capital, de Karl Marx, La democracia en América, de Alexis de Tocqueville, que festejará, de paso, el centenario de Octavio Paz, y que cuenta con Ricardo Piglia entre sus compiladores actuales. José Carreño Carlón, director de la editorial desde enero de 2013, dialogó con Clarín desde México sobre esa editorial a la que los amigos y los lectores le dicen, con cariño, “el Fondo”.

–¿Cómo se sostiene el prestigio editorial durante 80 años?
Una de las claves está en la congruencia con el correr del tiempo, en mantener la fidelidad con los orígenes. El Fondo de Cultura mantuvo una línea editorial constante: se ocupó de la provisión de libros de vanguardia para la vida académica, para alumnos y profesores. Y esa línea se mantiene hasta hoy. Siempre fue una referencia para la Economía y la Historia, luego para la Antropología, el Derecho y la Ciencia Política: fue ampliando su campo de acción. Ahí aparece otra clave de su prestigio y su duración: la editorial vino a resolver necesidades en el mundo universitario. Otro de los problemas que la editorial intenta resolver, y que creo que está en vías de satisfacerse, es la formación de un mercado latinoamericano del libro: que lo producido en Chile esté en México y en Argentina, que es donde el Fondo más ha trabajado. Está por abrirse una nueva filial en Ecuador; son pasos para asegurar la circulación regional.

–¿Qué otros pasos pueden darse para consolidar este mercado latinoamericano?
Creo que tiene que ser una idea colectiva, y no de una editorial sola. Desde el Fondo quisimos aprovechar el inicio de la novena década para lanzar una consulta por la región: recibimos muy buenos aportes. Desde Buenos Aires, por ejemplo, Gabriela Adamo –hoy ex directora ejecutiva de la Feria del Libro porteña– propuso armar una red de traductores. Esto tuvo que ver con las constantes críticas que reciben las traducciones españolas. Las grandes editoriales con sello aparentemente español, como Alfaguara o Planeta, o lo que hoy es Penguin Random House, llegaron a Latinoamérica pero no resolvieron el problema de circulación de libros: no la horizontalizaron. Se armó un sistema post-colonial en el que los libros iban y venían de metrópoli a colonia pero no se movían entre distintos países de la región: los gatos vinieron a comerse a los ratones.

–¿Cómo dan pelea los ratones en un mercado tan concentrado?
Creo que la concentración muy alta es un problema pero también una ventaja: en nuestro nivel no se da una competencia tan feroz como la que ocurre entre gigantes; aparecen alianzas estratégicas e intereses comunes, y eso nos da una ventaja competitiva. No jugamos a “suma cero” sino que apostamos a las fusiones.

–¿Cuánto influye el libro electrónico en el futuro de las editoriales, sobre todo en las que no tienen escala global?
En el Fondo todavía no hay un gran consumo de descargas. Ya hay unos mil títulos digitales de los cinco mil que tiene el catálogo actualmente en circulación, y al año se suben unas cien o doscientas novedades. Aspiramos a tener todo el catálogo en pocos años y a ir haciendo grandes campañas de promoción. Una de las cosas que más ayuda al crecimiento del libro digital son los sistemas educativos que proveen a los chicos de computadoras o tabletas: ese es el público que habrá que satisfacer con ebooks dentro de unos años.


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Traducir la imaginación

II Taller sobre traducción y edición de literatura infantil y juvenil

 Destinado a traductores y editores argentinos de literatura infantil y juvenil, con la participación de autores y profesionales invitados del país y del extranjero. Del lunes 21 al miércoles 23 de julio de 2014, en el marco de la Feriadel Libro Infantil y Juvenil de Buenos Aires. 

CONVOCATORIA ABIERTA HASTA EL VIERNES 27 DE JUNIO

Luego de los excelentes resultados de la primera edición de Traducir la imaginación. Taller de traducción y edición de literatura infantil y juvenil en 2013, la Fundación TyPAabre una nueva convocatoria. En esta ocasión será un taller de tres jornadas que reunirá en Buenos Aires a traductores y editores locales y extranjeros de literatura infantil y juvenil. La convocatoria está abierta a editores y traductores argentinos del alemán, del francés, del inglés y del portugués especializados en la traducción de este género al español. El taller es de jornada completa.

La traducción de literatura infantil y juvenil es un campo cuya especificidad permanece poco explorada en cuanto a formatos, lenguajes, imaginarios y circulación. Iniciar intercambios profesionales en este sentido es importante para promover su crecimiento y garantizar su calidad, y resulta enriquecedor tanto para el mercado editorial como para los traductores, que se enfrentan en soledad a problemáticas comunes.

 Así, el taller propone una reflexión conjunta entre editores y traductores sobre cuestiones relacionadas con la traducción, la ilustración, la edición y la publicación de literatura infantil y juvenil en el país y en el extranjero. Incluirá una serie de charlas con profesionales del sector y módulos de trabajo sobre textos en concreto.
 
OBJETIVOS

Reflexionar sobre los problemas específicos que presenta la traducción de la literatura infantil y juvenil.
Fomentar el intercambio de experiencias de traductores argentinos de literatura infantil y juvenil con editores argentinos y extranjeros.
Dar cuenta del escenario editorial local en el campo de la literatura infantil y juvenil y conocer mercados extranjeros.
Promover la traducción de literatura infantil y juvenil argentina a otros idiomas y la venta de derechos de autor.
Promover la traducción de literatura infantil extranjera.
DESTINATARIOS

Traductores de habla hispana con experiencia en traducción de literatura infantil y/o juvenil del alemán, del francés, del inglés y del portugués al español. Se dará prioridad a quienes estén trabajando en la traducción de una obra destinada a ser publicada (no excluyente). 

Editores argentinos de literatura infantil y juvenil.
 
Editores y traductores extranjeros (por invitación).

La participación es gratuita, previa selección. El taller se desarrollará durante tres jornadas completas y forma parte del 8.º Encuentro de Profesionales del Libro Infantil y Juvenil, en el marco de la Feria del Libro Infantil y Juvenil de Buenos Aires.

¿CÓMO POSTULARSE?

Para los traductores y editores argentinos:
 
Enviar a letras@typa.org.ar la Solicitud de Inscripción completa. La  misma se puede descargar  la página web de la Fundación TyPA  
 
En caso de estar trabajando en una traducción de literatura infantil y juvenil, se solicita adjuntar al formulario hasta 5 páginas de la traducción y las correspondientes del original (ver detalles de formato en la ficha de inscripción).

CONVOCATORIA ABIERTA HASTA:  27 DE JUNIO
ANUNCIO DE LOS PARTICIPANTES SELECCIONADOS:  30 DE JUNIO

Organizadores:

Fundación TyPA

Con el apoyo de: 
Fundación El Libro
Avina Stiftung
Pro Helvetia

Y la colaboración de: 
Casa de Traductores Looren, Suiza

Una Emily Dickinson uruguaya

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Con firma de Mercedes Estramil, el viernes 13 de junio pasado, el Cultural, del diario El País, de Uruguay, publicó la reseña a 50 poemas, de Emily Dickinson, traducido por la poeta Amanda Berenguer, y recientemente descubiertos en un fondo de la Biblioteca Nacionalde Montevideo.

Criatura hogareña

Hay vidas que son novelescas en su aparente quietud. Es el caso de Emily Elizabeth Dickinson, nacida el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, Massachusetts, en la casa paterna donde pasó el resto de su vida, escribiendo sin darse a conocer más que entre unos pocos íntimos, hasta morir en 1886, a los cincuenta y cinco años, para luego ingresar a la posteridad como una de las dos mayores voces poéticas estadounidenses del siglo XIX (la otra fue la de Walt Whitman). 

En parte paraíso, en parte cárcel elegida, el hogar acomodado y protestante de los Dickinson le dio a Emily una vida desahogada junto a sus dos hermanos, Austin y Lavinia. El varón se casó y vivió en una casa contigua con quien sería la mejor amiga de Emily, Sue Huntington. Lavinia permaneció soltera y fue la responsable primera (junto con Mabel Loomis Todd, amante de Austin) de que la obra de su hermana no quedara oculta en un baúl. Atendiendo al dato frío, Emily repartió su vida entre el estudio —lo más que podía estudiar una mujer a nivel académico en esa época— y la reclusión hogareña, dedicándose a la botánica, a cuidar a sus padres, a leer y a escribir. Un perfil que ella misma calificó como sencillo y austero.

Quizá para colorear esa imagen se tejieron otras, con la evidencia mínima de la información real, la más caudalosa de su correspondencia y la dudosa y metafórica de los datos que su propia poesía aportó. Bajo esa luz, Emily se enamoró por lo menos en dos oportunidades de hombres que vio poco más de dos veces, y sintió un amor intenso y correspondido por su propia cuñada, a quien veía o con quien se carteaba todos los días. Ciertas o no y con justicia o sin ella, esas posibilidades vuelven más atractiva la figura de la “reclusa de Amherst”, como se la llamó. Podrán funcionar como anzuelos para capturar lectores, pero seguramente estos se darán de cara contra una realidad que excede el cotilleo sentimental: la poesía de Emily Dickinson es pura, cerrada, y misteriosa. 

A DOS VOCES
A excepción de unos cinco poemas, la obra de Dickinson fue editada póstumamente, y ese mismo destino corrió la traducción que de algunas de sus poesías hizo la poeta uruguaya Amanda Berenguer (1921-2010) a lo largo de dos décadas, en su mayoría realizada a partir de la edición inglesa de Thomas H. Johnson publicada en 1955. Emily Dickinson. 50 poemas surge tras clasificar en la Biblioteca Nacionaluruguaya el archivo familiar que donó Álvaro Díaz Berenguer, hijo de Amanda y del profesor y escritor José Pedro Díaz, y surge como un libro bienvenido, que más que una traducción es un encuentro entre poetas. La edición es cuidada y presenta dos prólogos esclarecedores; uno de Ignacio Bajter y otro armado en base a dos antiguas notas de José Pedro Díaz (1921-2006). La selección respeta el título dispuesto por Berenguer si bien incluye en realidad 54 poemas, y respeta el criterio de traducción y lo que pudieron ser errores u olvidos. También se marcan al pie las distintas posibilidades de traducción que manejó la poeta, así como se establece bajo el texto en inglés la probable fecha de composición y la primera de publicación.

El prólogo de Bajter señala la presencia de cambios y omisiones, pero ya se sabe que no siempre se leen los prólogos y menos con atención. En el poema "1437", por ejemplo, falta traducir el verso “How trivial is life!”, magnífica sentencia que le da dimensión no sólo a ese poema —pues la trivialidad de la vida, así como su grandeza, son una constante en Dickinson—, y que hubiera sido pertinente colocar a pie de página. Otras veces Berenguer no traslada las mayúsculas ni los guiones originales, dato que tampoco se señala expresamente en cada caso. Aun así, esta debe ser una de las traducciones más fieles al original; no trata de “normalizar” la poesía de Dickinson sino que respeta la excentricidad de su formulación y la adopta como propia (algo, que, en menor medida, también había hecho Silvina Ocampo). Berenguer debió, de algún modo, como poeta pura y profunda que fue (Quehaceres e invenciones, Composición de lugar, La Dama de Elche), meterse en la piel de aquella huraña mujer y a la vez eterna chiquilina de Amherst, y respirar sus versos hasta que se hicieran naturales a ella. El resultado es un libro denso que crece con cada relectura y que deja con ganas de seguir leyendo a Dickinson, autora de más de mil setecientos poemas y a quien el ruido de la fama no motivó en absoluto, y no por desconocer su existencia. “Qué triste —ser— Alguien!” dice en el poema "288".

EL SILENCIO
Leerla no es tarea sencilla. No contribuye el estilo que escogió ni el mito sobre su persona. De ella se conjeturan demasiadas Emilys para poder ser todas: virgen, histérica, lesbiana, agorafóbica, hija ejemplar, mujer enamoradiza, poeta full time, ama de casa soltera, artista rebelde, talento limitado por su época, víctima de una sociedad puritana. Sobre su exigente poesía hay un consenso mayor. Borges la consideró intelectual y conceptual, desdeñosa de la “dulzura del verso”. En todo caso, poseía una dulzura, sí, pero limitada por una autoimpuesta distancia emocional, vertida desde una impresionante economía de recursos, y carente de explicaciones. Dickinson dejó solos sus versos, tan solos que ni siquiera los acompañó al exterior bajo la forma de una publicación efectiva. De algún modo los cultivaba para sí misma, como cultivaba las flores de su hogar, y luego los enterraba en un baúl. 

Sobre sus elecciones formales sólo se pueden arriesgar inverificables hipótesis, pálidas conjeturas. Si los guiones sustituían un sistema de puntuación tradicional, o si alertaban de una continuidad posible o señalaban hacia lo no dicho —como sugiere Antonio Muñoz Molina— no se sabe. Si las mayúsculas eran un boleto agregado a la abstracción que de todos modos presidía su obra o si eran algo más, tampoco. Ni qué alcance interpretativo tenía su sintaxis entrecortada o la aparente inconclusión de algunos poemas. O qué fondo había de confesión en su poesía no lineal y críptica, pero punzante en su profundidad psicológica.

El libro Emily Dickinson. 50 poemas da una tenue imagen de ese abismo (en parte porque, en números, no llega a significar ni el 3% de su obra), pero enfrenta al lector a la experiencia genuina de leer verdadera poesía. La que no busca gustar, ni entretener, ni coincidir con el lector ni retarlo. Sus grandes ejes temáticos —el tiempo, el amor, la soledad, la muerte, la naturaleza, la poesía, Dios— se despliegan sentenciosos desde una sabiduría atemporal no exenta de ironía y humor. Como en el poema "813": “Este quieto Polvo fue Caballeros y Damas/ Y Mozos y Muchachas—/ fue risas y juegos y Suspiros/ y Vestidos y Rizos. / Esta Pasiva Plaza, una activa mansión de Verano/ donde Flores y Abejas/ cumplen su Circuito Oriental/ luego todo cesa, como estos—”. O en el "1472": “La visión del cielo de verano/ Es poesía/ Aunque ella nunca repose en un libro./ Los verdaderos poemas huyen.” Ni siquiera de estos poemas que parecen fáciles y obvios se puede asegurar que lo sean. La voz de Dickinson es más desesperada y tenebrosa de lo que asoma, trepa más allá de las obviedades para situarse en otro lugar donde la superficie es apenas parte de lo tocado y queda mucha intangibilidad debajo. La huida de los absolutos —sean estos el verdadero poema o el amor o la felicidad— fue sublimada quizá con la serenidad hogareña que Emily eligió, pero desbordó en su obra a la manera de un singular y honesto canto elegíaco que trascendió las modas y el tiempo.



Una mesa redonda en Eterna Cadencia (I)

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Nacho Damiano convocó a tres traductores argentinos para una mesa redonda sobre traducción en la librería Eterna Cadencia. La desgrabación de la charla fue colgada del blog de EC., en la entrada del 29 de mayo pasado.

En el mundo de la traducción nadie olvida (I)

Como parte del ciclo Jueves de Eterna Cadencia, Guillermo Piro (traductor de italiano, escritor y periodista cultural), Omar Lobos (traductor de ruso, investigador académico y profesor universitario de literaturas eslavas) y Alejandro González, (traductor de ruso, sociólogo, profesor de español en Rusia y especialista en la obra de Dostoievski) visitaron la librería para debatir acerca de los diferentes paradigmas de la traducción como oficio. La mesa estuvo coordinada por Nacho Damiano, y aquí presentamos la desgrabación de ese encuentro.

Nacho Damiano:Quería arrancar la mesa con una idea que saqué de una entrevista que le hicieron a Omar. Una misma frase (escrita originalmente en ruso) fue traducida en distintas ediciones como: “Dejado que hubo Fiódor Pávlovich de su mano a Mitia, que tenía a la sazón cuatro años, diose mucha prisa a casarse en segundas nupcias”, o “Fiódor Pávlovich, al liberarse de Mitia con cuatro años, muy pronto después de aquello se había casado por segunda vez”, y una tercera posibilidad: “Fiódor Pávlovich se deshizo de Mitia y se casó de nuevo”. ¿Por qué traigo esto a la mesa? Para remarcar a importancia de la mano del traductor en un texto. Ustedes son personas muy distintas, Alejandro viene de la Sociología, Omar viene de las Letras, Guillermo también viene de las Letras y además es poeta y periodista cultural. ¿Cómo describirían en cada caso el oficio del traductor? ¿Cómo ingresaron en ese universo?
Omar Lobos: Yo estudié primero Letras, y después se sumó el ruso, y más adelante, a la fuerza, se sumó la traducción. Fue una exigencia, algo que yo no tenía como horizonte inmediato. El editor de Colihue me forzó –esa es la pura verdad– a traducir Crimen y castigo. Yo le había manifestado tímidamente: “Me gustaría traducir algún cuentito”, pero un día me llamó por teléfono y me dijo: “Tenés que traducir Crimen y castigo”. “Es una locura, no, no, no lo voy a hacer”, “Bueno, hablemos de nuevo en seis meses. Chau”. El ingreso fue así de fortuito y de compulsivo, cosa que le agradezco siempre, que haya apostado por mí  y que me haya empujado al abismo “y ahí arreglate”. Porque, la verdad, el camino fue muy interesante aunque muy tortuoso, no fue nada fácil. Traduje unos cuantos meses, (ocho, nueve), y cuando revisé el trabajo vi con horror que era un asco, un desastre.

ND: ¿Por qué? ¿Qué falencias veías?
OL: No había cuestiones de mala comprensión, no estaba allí el problema. Tampoco había dificultades sintácticas, más o menos redacto decentemente. El editor de Colihue me había dicho: “Sabés el idioma, sabés redactar. Listo, traducí”. Bueno, no es tan fácil. ¿Dónde estaba el problema?, ¿por qué esto está mal, feo? El problema era que la traducción no sonaba, lo que tuve que empezar a hacer es poner el oído a la música del original y tratar de reproducir algo de esa música en el castellano.

ND: ¿Alguien que no maneje el ruso se hubiera dado cuenta de este “no sonar” de la traducción o sólo vos podías verlo? Es decir, ¿se alejaba de la sonoridad propia del original o es un tema específico de la lengua castellana? 
OL: Y… estaba fea, torpe, sin música. Había que ver qué decía Dostoievski, y aplicar en castellano la fluidez necesaria para que se asemeje la musiquita. En eso estuve trabajando un año más, en la musicalización de lo que había traducido.

ND: En tu caso, Guillermo, te imagino más arriesgado. No sé por qué.
Guillermo Piro: En mi caso, yo quería ingresar en el mundo de la traducción y, como suele ocurrir, no sabía que sabía italiano. Cuando me fui a vivir a Italia me di cuenta de que sabía más de lo que creía. Me parece que siempre, por cada uno que quiere entrar en el mundo de la traducción, hay alguien que quiere salir, siempre hay como cierta necesidad de reemplazo. Yo creo que casi siempre en las primeras traducciones, y lo compruebo con lo que está contando Omar, está la mano de un benefactor, de alguien que sabe con certeza que no vas a hacer bien el trabajo, pero te exige que lo intentes igual.

ND: ¿Lo ves como condición necesaria, primero hacerlo mal para aprender a hacerlo bien?  
GP: Si vos querés ingresar a este mundo, el editor es la puerta, entonces te exige que lo hagas de todos modos, aunque después haya que hacer revisiones y demás.

ND: ¿Qué fue lo primero que tradujiste?
GP: Me habían pedido que tradujera algo de Losada que no quise traducir, que eran los cantos de Leopardi. No, no se pueden traducir; sigo creyendo que es algo intraducible. Como traducir la Divina comedia, no se puede. No me importa quién la haga, tiene que estar necesariamente mal hecha. A menos que la hagas en prosa, no sé, pero de otro modo no se puede traducir…

E: Si querés podemos discutirlo, pero me parece que en prosa, estaría aún peor traducida.
GP: Borges podría traducir a Leopardi, Octavio Paz quizás también podría, pero no creo que mucha gente más. Leopardi podría traducir a Leopardi, y Dante podría traducir a Dante. Pero otra gente o sé, hay cosas que son demasiado grandes. Me negué a hacerlo, porque me parecía que iba a hacer una porquería. Estoy convencido de que en el mundo de la traducción nadie olvida: metés la pata una vez y perdiste. Después, Alberto Díaz (quien me había ofrecido muy gentilmente esa traducción) se fue de Losada y vino Jorge Lafforgue. Él quería traducir El gatopardo, porque había traducciones pero eran todas españolas. De hecho, había una traducción que sigue siendo la mejor, mucho mejor que la mía, que es una de un argentino, Ricardo Pochtar, cuya versión es irremplazable, es genial. Es el que tradujoEl nombre de la rosa al español, indirectamente todos lo conocen, lo han leído. Es perfecto, es un traductor excelso. Mi traducción, obviamente, es muy mala. Al punto que yo le había pedido al editor de Losada que, si en algún momento iban a reeditarla, yo la arreglaba, gratis. Pero bueno, no lean esa traducción, siempre en la primera traducción uno comete todos los errores posibles, para eso están las primeras traducciones. Me enteré de que la primera traducción que hizo Gandolfo para Minotauro, Paco Porrúa se la pagó y no la editó: lo hizo traducir otra vez, de tan mala que era. Increíble. Pero no me sorprende, porque es así.

ND: Bueno, un poco es lo que dijo Omar, de hecho, él ni siquiera quiso presentar la primera versión.
GP: Sí, pero yo la presenté igual. Y hoy la miro y digo: “Ay, Dios”. Cometí todos los errores posibles. El problema que tiene el italiano, que no tienen las lenguas que no son latinas, es que es tan similar que te engaña. En ruso, en alemán, estás obligado a reconstruirlo todo, no hay modo de que te equivoques. En italiano a veces decís: “Esto es español”, pero alguien lo lee y dice: “¿Qué es esto?”. Por mucho tiempo tuve la fijación con una palabra muy habitual –lo cuento como ejemplo–,  que es el adjetivo “empeñativo”, algo que requiere empeño. A mí me suena español, pero es mentira, no existe. Pero bueno, lo que ocurre en la traducción, como lo que ocurre en el ajedrez, es que lo errores los cometés una sola vez. Es muy difícil reincidir en un error grave, porque si lo descubrís, si alguien te lo hace notar o si lo recordás, no volvés a caer.

ND: ¿Y vos Alejandro? ¿Cómo ingresaste a este mundo?
Alejandro González: De manera muy fortuita también. Estudié ruso porque sí, podría haber sido coreano tranquilamente.

ND: ¿Pero estudiaste porque querías traducir o por interés personal?
AG: No, para nada, yo sólo quería leer a los rusos en el idioma original, pero con el correr del tiempo ni siquiera ese fue el objetivo, me calentó el propio idioma. Uno no sabe por qué hace las cosas, uno las hace. Vamos todos vendados por la vida. En un momento empecé a estudiar francés y me di cuenta de que tenía facilidad para los idiomas, como como en ese momento estaba muy metido con los rusos dije: “¿Por qué no ruso?”. La lengua sí me gustó, porque hay algo específico del idioma ruso… No sé los que vienen de Letras, que quizá ya chocaron con eso antes en latín, en griego, en estructuras de lenguas antiguas, pero para mí era la primera vez. Y me sedujo mucho el tema de la declinación, la complejidad del idioma, todo lo que hay que pensar para armar la frase: “Voy a la esquina a comprarme una aspirina y vuelvo”, todo lo que hay que poner en juego para poder decir eso en ruso: acusativo, futuro, inflexión, verbos de movimiento. El ruso viene de las lenguas eslavas, del gran tronco indoeuropeo, pero propiamente no tiene un antecedente. Se maneja con caso, declinación compleja: los sustantivos, los adjetivos, cada uno declina según su lógica, tiene tres géneros: masculino, femenino y neutro. A mí esa complejidad me sedujo, la mayoría de la gente la rechaza. Cuando empecé a estudiar éramos veinte, y el primer nivel lo terminamos nada más que cinco. Mucha gente se acerca al ruso por curiosidad, pero cuando se dan cuenta de lo que hay que remar…

ND: La curiosidad no alcanza.
AG: Francés, italiano, inglés, yendo dos veces por semana a un curso, y más o menos haciendo la tarea, aprendés. Con ese método, ruso no aprendés, es como el árabe. Si no la remás mucho, si no te metés en tu casa un sábado a la noche, no salís a ningún lado y te quedás estudiando gramática rusa, no camina. Si no te agarra un poco de obsesión, no llegás nunca. Podrá leer un diario, decir algunas cosas, hablar sin declinar, pero no mucho más. Es como hablar con infinitivos en español, se puede, pero bueno, no es lo mismo. Bueno, yo venía por ese lado, paralelo a la carrera de Sociología y trabajaba en Avellaneda, en la Municipalidad. Enel 2003 cambia el gobierno, yo ya sabía que me iba a quedar sin trabajo. Y también me convocaron de la editorial Colihue, que es la que nos bendijo, nos bautizó. En mi caso, no me pidieron que traduzca literatura, como yo venía por el lado de la Sociología, les interesaba un texto de Psicología, Teoría social, esas cosas. Y se dio la misma situación que mencionaba Omar, me dijeron: “¿Querés traducir esto?”. Yo tuve cierta duda, pero dije que sí porque necesitaba el trabajo. Y así empecé. No tuve los problemas que tuvieron ellos, porque mi primera traducción no fue literaria.

OL: Pero vos tuviste que reconstruir el original, un problema que nosotros no tuvimos. Eso implica todo un trabajo de lo que sería crítica textual, para reponer lo que falta. Primero, el trabajo de armar un original fidedigno a partir del cual recién la traducción propiamente dicha. ¿Cuánto tiempo estuviste chequeando con él o con Trotski, o con Vigotsky, cuánto tiempo te llevó recomponer, decir: “Bueno, está bien, esto es Pensamiento y habla, esto es Literatura y revolución, ahora me pongo a traducir”?
AG: Claro, la traducción literaria y la traducción científica son como diferentes campos dentro de la traducción. Vos no estás generando un texto estético, ahí la cuestión es la coherencia conceptual, ver cómo vas a definir cada concepto, eso es lo más difícil, tomar ese tipo de decisiones. Son las primeras cuarenta páginas, después ya el resto va, porque no te presenta problemas de lengua.

OL: Tenés otros problemas porque, en el caso de Vigotsky por ejemplo, tenías la historia de determinado concepto, arrancando del título mismo, que aparece controvertido en la traducción de él. Me parece que ya no es la cuestión estética, pero sí por la historia que ese texto tiene en la ciencia occidental.

ND: Claro, recuerdo una entrevista que le hicieron al traductor de Heidegger al español en la que decía que saber alemán casi es lo de menos, lo que tiene que saber el traductor es la filosofía de Heidegger.
AG: Tiene que ser filósofo. En mi caso yo dije que sí, porque este texto lo conocía bien, lo había leído. Y así me acerqué. Después, a pedido mío, traduje a Dostoievski, y se fue dando poco a poco. Otras editoriales se interesan, buscan traductores de ruso, somos muy poquitos. Le fui encontrando la veta.

ND: Me quedé con algo que dijo Guillermo con respecto al traductor deEl nombre de la rosa: que quizás no se dieron cuenta pero ya lo conocen, lo leyeron. Pensaba en ese rol medio fantasmagórico que tiene el traductor, y en el hecho de que uno como lector no tiene más alternativa que someterse a la traducción. Si no manejamos la lengua original, no nos queda otra que “creerle” al traductor. ¿Se podría hablar de coautoría, de que el escritor original escribió un texto y el traductor basándose en ese escribió uno distinto, autónomo? ¿A la larga estamos leyendo a los traductores, las obras que nos encantan son textos del traductor?
AG: Yo comparo la traducción con la música, es como escuchar tres versiones de la misma obra de Mozart. Cada director le va a dar tonos diferentes, matices diferentes, y las tres son válidas. Digamos que ontológicamente ninguna es superior a la otra, ni siquiera la original. El problema que suele rondar en el tema de la traducción es la relación entre original y copia, es un fantasma que siempre está. Si uno logra vencerlo, para mí es como si me dan una partitura de Bach y yo hago mi versión como director de orquesta. Y al que le gusta le gusta; y al que no, no. Hay gente que la valorará: “Ah, acá hay un recurso técnico interesante”, “pusiste de relieve a algo que en la partitura es más secundario, y eso da una lectura un poquito distinta”. Pero es todo siempre dentro de una misma cosa. 

ND: Pero eso sólo lo podés detectar si tenés el conocimiento de las dos lenguas, o si leíste varias traducciones de un mismo texto. Cuando yo leo un texto traducido quizás no me doy cuenta de la capacidad técnica del traductor, justamente porque para mí ese es “el texto”. Con respecto a lo que decías vos, yo no lo llamaría copia, me parece que son versiones…
AG: Sí. O interpretaciones.
GP: Perversiones. Son perversiones.
AG: No estoy de acuerdo.
GP: Yo sueño con que en alguna traducción mía pongan “perversión de Guillermo Piro”.
AG: Existe la idea de que la traducción nace con el signo menos. Y no estoy de acuerdo, es un texto original. Claro que es una coautoría, ¿por qué no? Soy coautor. Algún lector puede elegir una traducción por sobre otra, eso te demuestra la coautoría. Es simplemente una cuestión de sintonía fina con el traductor, las dos valen. Ahora, en cuanto a la conciencia del lector de que está leyendo traductores, ese no es mi problema. Y hasta qué punto el lector problematiza esa cuestión de que está leyendo una traducción, bueno, la gente en general no lo problematiza, dice: “yo estoy leyendo a Flaubert”. Y, no, nunca leyó a Flaubert si no lo leyó en francés. Pero sí está leyendo a Flaubert de alguna manera, porque está participando de esa obra. Incluso, en las críticas literarias que aparecen en los diarios, muchas veces no se menciona al traductor.

GP: “La maravillosa prosa de Thomas Bernhard”.

AG: Claro, ¿de qué prosa me hablás si lo estás leyendo en español?

GP: Los los libros de Bernhard están casi todos traducidos por Miguel Sáenz, y ahí se nota esto que estamos hablando. Todos tienen una especie de pauta lexical, incluso sonora, que es única. Salvo una que no está traducida por Miguel Sáenz, que editó Cátedra, que se llama Los comebarato. Y si vos la lees, no parece una novela de Bernhard.

ND: Porque te acostumbraste a Sáenz. En España, la mayoría de las películas no se subtitulan, sino que se doblan. Y el que hace la voz de Bruce Willis hace siempre la voz de Bruce Willis, lo que genera el extrañísimo fenómeno de que los españoles le atribuyen a Bruce Willis la voz del doblador: “Bruce Willis suena así”.
GP: En ese sentido, a veces pasan cosas muy particulares. Por ejemplo, ¿vieron la película Megamente? Doblada es mejor, mucho mejor. Tiene más brillo, tiene más énfasis, más simpatía, más comicidad. Es mucho mejor la voz del portorriqueño, que no sé quién es, que hace la voz, no solo del principal sino de todos los personajes. Yo la había visto muchas veces con mi hija y probé, porque me encanta esa película, verla en lengua original y duré diez minutos. Y me pasa, trasladándolo al ámbito que nos incumbe, que yo llego al extremo en que hay ciertas lenguas que solo las puedo leer traducidas, aun cuando puedo leerlas en original. Porque, por ejemplo, el portugués para mí tiene un efecto de comicidad que me aleja del texto. Entonces yo no puedo leer a Pessoa en lengua original, porque me parece que está hablando Carlitos Balá. En cambio, cuando lo leo en español, encuentro gravedad, encuentro seriedad, encuentro sustancia. En portugués, me diluyo y me voy. La comicidad tiene algo inexplicable, a todos no nos causa gracia lo mismo. Incluso desde chico me resultaba insólito que hubiera gente a la que le gustara Pepe Biondi, que a mí siempre me dejó estupefacto. Pero es algo que no tiene explicación. A mí el portugués me resulta cómico, entonces solo lo puedo leer traducido. Y estamos hablando del más grande poeta del siglo veinte. Es muy raro.

OL: Respecto del tema de la coautoría, sí, a mí me parece que el rol del traductor es un rol fantasmagórico. En el sentido de que, como dicen mis compañeros acá, no se lo percibe, salvo alguien que lo esté estudiando. Pero en general el público lector está leyendo a Dostoievski o está leyendo a Flaubert o a quien sea. A mí me parece que eso está bien. Y de hecho nosotros hemos leído a los clásicos en traducciones que hoy nos parecen malísimas, y sin embargo nosotros nos enamoramos de esa obra en esa malísima traducción. La literatura es el “cómo”, estamos de acuerdo, pero hay “qués” muy potentes en la literatura. Crimen y castigo va a resistir la peor de las traducciones, el “qué” de Crimen y castigo es muy poderoso, la va a resistir. De todas maneras, la cuestión de figurar o no, los traductores no estamos para figurar en la tapa disputándole ningún lugar al autor. Lo que tiene uno que hacer bien es hacerle la mayor justicia posible, más allá de que el público lo note o no lo note. Y nuestro espectro creativo, no es creativo a partir de la voluntad creadora, es una creación ceñida, trabajosa. Es como el escultor que para dejar la figura va sacando las esquirlas del mármol para tratar de llegar a la forma que ya está en algún lugar de su cabeza. Nosotros tenemos que, de ese bloque que es el original, ir dejándole la forma más justa, la forma que debe ser. Lo más probable es que solamente nosotros percibamos todo ese trabajo. Y la satisfacción (o la disconformidad) es nuestra. Y a lo mejor el otro, el público no lo nota, no dice: “Uy, qué mala que es esta…”. La lee y listo. Nosotros somos los que decimos: “No, esto está mal, esto no es así”, porque conocemos el original y sabemos que no le hace justicia. Creo que hay verdadera creación, pero en ese sentido. 

ND: Un poco lo que decía Alejandro, es más una cuestión de interpretación, el traductor crea pero basándose en la partitura que ya está escrita.
OL: Los creadores, los grandes directores… Podés decir: “como hizo Ormandy el último movimiento de la Patética de Tchaikovski no lo va a hacer nadie”. Y ¿cómo, si la partitura es la misma? Estoy diciendo una arbitrariedad a medias, bueno, pero Ormandy, como él ejecuta, interpreta, recrea, o lo que sea, el último movimiento de la Patética nadie va a llegar hasta ahí. Y bueno, claro que Ormandy es un creador, no hay dudas de eso. Iba a contar una anécdota que ya he contado en otras oportunidades: en un curso, no me acuerdo si era en las clases de español o en un taller que estaba dando a mis alumnos en la Universidad de Lanús, comparé tres ediciones de Crimen y castigo, tres fragmentitos, para que simplemente vieran las diferencias y opinaran a ver qué les parecía. Todos votaron, y les parecía mejor la que para mí era la peor versión. Esto es, la más arreglada, la más edulcorada, la más traidora si se quiere, de todas las versiones, porque era como la más prolijita. Y la peor, la más desmañada, la más torpe, la menos trabajada era la mía. Yo no les dije quiénes eran los traductores ni nada, simplemente comparábamos prosas. Y yo que creía que le estaba rindiendo más justicia a Dostoievski, porque digo: “Acá está jadeando, Raskolnikov acaba de cometer el crimen”, entonces la prosa original es muy entrecortada, jadeante, se levanta, se para, vuelve; las frases están interrumpidas por comas, circunstanciales de modo, vacilaciones. La otra traducción, mostraba a un Raskolnikov paseando muy tranquilo por la habitación. Ellos más bien eligieron esa, porque les sonaba más linda, los tranquilizaba. Y ahí queda bien claro que no hay nadie atrás del lector para explicarle: “No, acá tiene que estar entrecortado, porque en la versión rusa…”. Así y todo, no me desmoralizo. 

(continúa mañana)


Una mesa redonda en Eterna Cadencia (II)

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Mesa redonda convocada por Nacho Damiano en la librería Eterna Cadencia, con Guillermo Piro, Omar Lobos y Alejandro González

(viene de ayer)

En el mundo de la traducción nadie olvida (II)

ND: Eso me lleva al próximo tema, ¿qué es lo que ustedes consideran lo más importante a la hora de traducir? ¿Recrear cierto clima, ser fiel a la semántica, mantener un estilo, una musicalidad, todo a la vez?
GP: Todo a la vez. Y te obsesionás puntualmente con cosas específicas, yo hace años que quiero traducir un poema de Gadda que en un momento dice: “Sul tavolo di formica”, en la mesa de fórmica, “una formica”, una hormiga. Si lo traducís como: “en la mesa de fórmica, una hormiga”, es una estupidez galopante. Lo otro no deja de ser una estupidez, pero por lo menos es una estupidez de Gadda. Entonces, ¿qué hacer? Yo no me suelo obsesionar de un modo flaubertiano con las palabras, por eso odio traducir poesía, porque te obliga a esta especie de ejercicio. “En la mesa de hormigón, un hormigón” es una posibilidad, pero no me convence del todo. No me gusta mucho cambiar “una mesa de fórmica” por “una mesa de hormigón”.
ND: Además, no es lo mismo.
GP: Pero el tema es justamente ese: no importa. A esta altura no me importa de qué material es la mesa.

ND: Si tuvieras que traducirlo, ¿qué harías?
GP: Lo que hago es no hacerlo, porque me cuesta tomar una decisión. Si hoy tuviera que hacerlo, elijo cambiar “la mesa de fórmica” por “la mesa de hormigón”.

E: O sea, menos fidelidad a la semántica para respetar el juego de palabras.
GP: Nunca tengo demasiada fidelidad por la semántica en poesía. Es diferente cuando traducís ensayos o incluso cuando traducís novelas. A menos que estés traduciendo a Gadda, que es como el Joyce italiano, o lo que sería como traducir a Cabrera Infante a otro idioma, que es como nuestro Joyce, o a Arno Schmidt, que es el Joyce alemán. Toda lengua tiene su chistoso continuo, que está continuamente haciendo juegos de palabras.

ND: Claro, como traducir Adán Buenosayres al alemán.
GP: Claro. A mí, particularmente, la traducción de obras grandes, Ermanno Cavazzoni, Wilcock, me parece un arte frustrante, todo el tiempo.

ND: Porque sentís que siempre estás debiendo algo.
GP: Siempre me quedo atrás. A veces digo: “sí, pude”. ¿Se acuerdan de una novela muy linda de Stephen King, que creo que se llama Misery? Donde el narrador cuenta que cuando eran chicos jugaban un juego que se llamaba “el tú puedes”. Era sentarse alrededor de una fogata con los amigos y contar una historia y los demás dictaminaban si el personaje había conseguido captar la atención de todos o no. Y el narrador dice: “Yo siempre podía”. Bueno, yo traduciendo siento que no puedo nunca, que siempre falta algo, que siempre hubiera sido mejor otra opción.

ND: ¿Incluso en prosa?
GP: Sí. Traduciendo a tipos muy grandes siento eso. Ermanno Cavazzoni hace algo en italiano que me resulta hasta difícil de explicar: utiliza una lengua oral que no existe, no es una lengua oral “real”, la inventó él. Pero uno la lee y piensa que es una lengua oral escrita. Pero no, no habla nadie así. Es muy muy gracioso, es simpático, pero terriblemente difícil de conservar en una traducción. Lo mismo me pasa con Wilcock… Lo que hacía Wilcock, dado que era argentino, ganaba elegancia escribiendo en italiano, trasladando al italiano expresiones absolutamente naturales porteñas, rioplatenses, que en italiano suenan, lo comprobé, muy elegantes: “Fuimos a su casa, hasta comimos y todo”. En español, yo lo traducía literal. En cambio, en italiano suena como una cosa muy excéntrica, porque la expresión “Abbiamo mangiato e tutto” no existe, es una rareza, casi un juego de palabras.

ND: Eso genera esa sensación de pérdida que mencionabas antes.
GP: Yo la tengo siempre. Muy de vez en cuando siento una especie de victoria incondicional cuando me doy cuenta de que pude, de que efectivamente lo conseguí. Pero no puedo casi nunca. Incluso traduciendo un largo poema de Wilcock, que se llama La parola morte, hay un momento donde él hace un acróstico. El acróstico saben lo que es, ¿no? La inicial de cada verso hace una palabra. Pero la palabra “morte”, a diferencia de la palabra “muerte”, tiene cinco letras. Entonces tuve que inventar un verso, le agregué un verso. No me acuerdo bien qué decía, era una enumeración.
ND: Bueno, la cuestión de la coautoría está absolutamente respondida en este caso.
GP: En este caso, este poema traducido terminó en una cátedra en Pisa como el ejemplo máximo del traductor que necesita ya no solo traducir, sino intervenir absolutamente el texto. Igual, el verso pasaba desapercibido, era una simple enumeración, lo único que necesitaba era que empiece con una letra en particular. Pero me sentí muy orgulloso, porque funcionaba perfectamente. Es muy probable que quien lea ese poema traducido ni se dé cuenta de lo que pasó.

ND: ¿Y en el caso de ustedes? El ruso es una lengua que desconozco absolutamente, por lo tanto es una pregunta completamente sincera. Pienso en especial en las novelas del siglo diecinueve, ¿qué buscan recrear, ¿el clima, el ritmo, la semántica? ¿Cómo traducís una novela rusa del siglo diecinueve?
AG: Es todo a la vez, como decía Guillermo. Pero, a ver, dos cosas. Cuando trabajo con literatura, para mí, el objetivo es traducir emociones, el lenguaje está en función de lograr esa emoción. Quizás porque el ruso no es tan parecido e imagino que es más difícil si uno traduce del italiano, porque te induce la lengua, la forma. En realidad, si vos pensás la traducción como un proceso en el que primero tenés que desverbalizar lo que está ahí para luego volver a verbalizarlo en otra lengua, te ayuda más traducir de lenguas alejadas, que de lenguas en las que la forma te empuja. Porque en francés, en italiano, en portugués, “hay cuatro personas sentadas alrededor de una mesa” se dice más o menos igual, pero andá a decirlo en árabe. Vos captás el mensaje y después decís “esto en español se dice así”, pero te influye mucho menos.

ND: La semántica sería un poco la que está dominando todo.
AG: Me suena muy intelectual lo de “semántica”, yo pienso en emociones. Por ejemplo, lo que decía Guillermo: ¿en función de qué está eso de “una mesa de fórmica, una hormiga”? ¿Cuál es el efecto que quiere generar en ese momento? Me parece que esa es la pregunta que uno tiene que hacerse como traductor, y en función de eso, elegir cómo lo recreo en mi lengua. Yo no tengo problema en cambiar referentes, a no ser que en esa obra en particular la hormiga sea decisiva. Si es la hormiga atómica, el héroe, bueno, ahí tenés un problema. Pero si es un mero juego, un guiño del autor, yo ahí puedo poner no “la mesa”, sino “la escalera”. En español pongo lo que a mí me da este juego, busco una palabra, un animal, un insecto; puedo ir de lo más próximo e ir alejándome. Quizás ahí no importa que sea una mesa, ni que sea de fórmica, ni que sea una hormiga. Lo importante es qué quiere hacer el autor: ¿es un  guiño, es una broma? Lo que intento es detectar qué está haciendo el autor en su lengua y yo trato de hacerlo en la mía, me valgo de lo que el idioma me ofrece. Yo traduzco más que nada imágenes, pienso en imágenes y emoción todo el tiempo: ¿acá qué hay? ¿Ironía, sarcasmo? ¿Es agresividad? Mi mujer es rusa, lo que para mí es una ayuda, sobre todo cuando traduzco teatro. Ahora justamente estoy traduciendo teatro, encima siglo diecinueve, la mayoría de las expresiones coloquiales han cambiado. A veces uno no entiende tres palabras, una expresión, una réplica. Pero ¿acá qué está diciendo? ¿Te está mandando al demonio? ¿O es una ironía, un comentario? Bueno, eso es lo que a mí me importa. Una vez que yo tengo clara la intención comunicativa, ahí yo busco cómo resolverlo en español. En cuanto a la pérdida, tengo resuelto este problema. Sé que como traductor yo llego hasta un punto, quien quiera más que estudie ruso. Yo no voy a echar sobre mí la culpa del lector que me diga: “no, pero en realidad ahí hay un juego de palabras”. Bueno, léelo en ruso, viejo, ¿qué querés que te diga? Estudiá ruso, si sos un lector de esa naturaleza, vos tenés que estudiar ruso.

ND: Si estás discutiendo con el traductor, traducilo vos.
AG: Claro, eso lo decía Ortega y Gasset: “La mejor crítica de traducción es otra traducción”. A mí por eso no me gusta mucho leer crítica de traducciones porque es fácil. Voy a contar una anécdota. No somos muchos los traductores que hacemos crítica de traducción. En un congreso de traductores, cerca de Moscú, intervino un muchacho que no era traductor. Y él tomó una palabra de Tolstoi –que es cierto, lo demostró–, que es una palabra que adquiere una densidad semántica específica en Tolstoi, propia del lenguaje de él. Y ponía un montón de ejemplos de cómo a lo largo de la obra de Tolstoi esa palabra iba adquiriendo diferentes matices. Todo un  trabajo filológico muy puntilloso. La conclusión a la que había llegado él es que un traductor… escuchá la estupidez que dijo: un traductor, antes de traducir una obra, tiene que leer toda la obra completa de ese autor para no cometer errores, para saber que esa palabra en Tolstoi tiene un significado específico.

ND: Tardás quince años por traducción.
AG: Vos imaginate que Eterna Cadencia me diga que quieren traducir Chéjov. “No, esperá, dame cuatro años que leo todo Chéjov, hago una especie de glosario y recién ahí empiezo”. Es un absurdo. Se tarda menos en aprender ruso que hacer algo así. A la traducción hay que pedirle hasta un punto, el lector que le exija más es un lector que ya tiene la competencia para estudiar el idioma. Si sos ultra consciente de lo que sucede a la hora de traducir, bueno, ¿qué mejor consejo? No lo digo como algo negativo, sino todo lo contrario: estudiá ruso, porque sos un tipo que va a apreciar eso, y te vas a dar cuenta de que yo llegué hasta donde pude, humildemente. Después está el lector común, el que se compra un libro para leer en Villa Gesell en enero, y seguramente a ese lector mi trabajo le sirva, porque no está pensando si ahí está el verbo correcto, está leyendo una obra. La culpa no la pongo en mí. Honestamente, hay que hacer lo que uno puede de la mejor manera. Y ya digo, el que quiera más… es problema de él, no mío.

ND: ¿Y en tu caso, Omar?
OL: Lo que sucede, sobre todo traduciendo prosa, es la tentación de lo puramente semántico. Decir: “Bueno, a ver, ¿qué está diciendo aquí?”. Para mí, como decía Alejandro, lo semántico en el sentido de qué es lo que cada palabra significa es absolutamente lateral. Digamos, hay traductores que no traducen el término cariñoso “palomito”, un término cariñoso de trato muy habitual en ruso. Ponen “querido”. “No, porque ‘palomito’ en castellano no significa nada, y para los rusos es un término cariñoso”, entonces ponen “querido”. A mí me parece que ahí estamos despreciando la letra, cualquier lector va a comprender en qué contexto se lo dice. Al contrario, estamos dando marcas culturales, identitarias, formas de trato, que son pura riqueza. La empobrecemos poniéndole “querido”, le estamos quitando un elemento que es de la superficie del texto, privilegiando algo que va por debajo. Yo defiendo que la prosa de una traducción, por lo menos las mías, queden tirantes, que no sean formas cómodas, que –sin transformarse en un cascote torpe– tengan tironeos internos. Un ejemplo, en Crimen y castigo: “La mañana que siguió a la fatal para Piotr Petrovich conversación con Dúñechka y Puljeria Alexándrovna trajo su efecto despabilador también para Piotr Petrovich”. Entonces, traducido al castellano: “la mañana siguiente –coma– después de la conversación con Dúñechka y Puljeria Alexándrovna  –coma–  Piotr Petrovich también se despabiló”. Tengo un amigo colega que decía: “No, pero en lugar de decir ‘la mañana que siguió a la fatal para Piotr Petrovich conversación’ tendría que ser ‘a la conversación –coma– fatal para Piotr Petrovich…”. Pero, si el castellano se aguanta esa tirantez sin que nadie diga: “no, esto es agramatical”, ¿por qué cambiarlo, si así escribe Dostoievsi? La sintaxis nuestra lo soporta perfectamente. Y, bueno, yo mantengo ese arco que hace Dostoievski, sobre todo en obras que han nacido oralmente, porque Dostoievski las ha dictado. El efecto de dictado sin duda ha dejado su marca en lo que después se plasmó en el papel, ese aspecto de repetir cada frasecita y leerla a ver cómo suena en ruso, y después que eso se contagie en alguna dosis en lo que queda en castellano, a mí me parece lo más importante, y lo más atractivo, y lo más poético. Aunque estemos hablando de prosa, es poesía. Los rusos además tienen otra relación con lo referencial que la que tenemos nosotros. Dostoievski decía: “Yo soy poeta, soy más poeta que artista, por eso el tema me viene y después a lo mejor no lo puedo resolver bien. Porque ese es el problema que yo tengo, yo soy poeta”. Gógol a su novela Almas muertas le pone “poema” y él está creando algo, y no hay un referente atrás al que estén atados. Están moldeando una materia que es el lenguaje.

ND: El doble también tiene el subtítulo “poema”, “Poema de Petersburgo”.
AG: Pero ahí ya viene por otro lado, no es una cuestión de género, me parece a mí.

OL: Claro, ahí está la intención de pegarse al romanticismo, como a él lo criticaron respecto al realismo, él decía “de qué realismo me hablan? Esto es un poema. Esto es mi cabeza. A mí siempre me están achacando que yo tomo temas como que no fueran reales, ¿qué quieren? ¿Con el realismo burocrático voy a dar cuenta de la realidad? Para mí eso no es realismo”. Como decía Gógol: “Dame un tema, que yo después me arreglo”. Ahí empieza la verdadera tarea del poeta. A propósito de lo que contaba Guillermo, un amigo un día me propone alegremente, porque había arrancado con una editorial, traducir para el año siguiente toda la obra completa de Akhmátova. Yo había traducido unos poemas de Akhmátova, por lo que tomé un libro al azar, y encontré uno cuya traducción es más o menos: “Vivo como un cucú en un reloj / no envidio a los pájaros en los bosques / me dan cuerda y yo hago cucú / ¿sabés una suerte semejante? / solo a un enemigo se le puede desear”. El poema en ruso dice: [recita el poema en ruso, cuya rima es muy clara]. Entonces, ¿dónde está el poema? El poema está en todas las “u”, muy fáciles en ruso, en los acusativos femeninos y demás, y en algunas terminaciones verbales. En castellano son muy difíciles las “u” y las sucesiones de “e” y de “u” acentuadas. Ese poemita, que desde entonces me sigue ¿cómo se traduce?

ND: Veo que lo viven casi como una maldición. Te imagino un domingo a la mañana levantándote y pensando en cómo traducir a Anna Akhmátova.
OL: No, no es para tanto. Sí, un día encontrás algo y vas y lo anotás. Pero sí pasan estas cosas, este amigo mío, que me vino con la propuesta de: “Publiquemos las obras completas de Akhmátova el año que viene”, al ponerle algunos ejemplos, se amilanó un poco.

E: Cambiando de tema, Guillermo, me meto con el italiano específicamente. Es un idioma, si mal no entiendo, en el que hay mucho regionalismo. Yo me acuerdo el trabajo que hace John Kennedy Toole en La conjura de los necios, en donde hay un personaje que creo que es costarricense, y hay un trabajo enorme del autor en el que juega con regionalismos centroamericanos (y en español), que en la traducción española de Anagrama desaparece absolutamente. ¿Vos cómo resolvés los regionalismos italianos en el español?
GP: Primero expliquemos un poco por qué ocurre esto. La lengua italiana se convierte en lengua nacional a fines de 1800. En términos de una lengua esto es hace cuatro días. Decidieron que la lengua que iba a ser la lengua nacional era la lengua de Dante, que es el dialecto Toscano, el dialecto de Florencia. Porque allá lo que ocurre es que a diferencia de kilómetros hay modismos y cosas distintas. Es una cosa muy loca.

ND: Andá a Sicilia y directamente es un idioma distinto.
GP: El dialecto Florentino es el dialecto nacional, lo que quiere decir es que, como esto ocurrió hace relativamente poco, nadie habla italiano. Nadie quiere hablar italiano, porque todos quieren demostrar que son de otro lado. ¿Cómo lo resuelvo? Yo lo naturalizo, no hago esas distinciones porque me resulta demasiado complejo. Por ejemplo, Arno Schmidt trabaja mucho en alemán con los dialectos alemanes, y en la traducción que hace Jaime Siles de El corazón de piedra, como es una especie de road movie, un alemán en Alemania del este en 1954 creo, que roba un libro de una biblioteca. Él va a consultar un libro y de pronto se da cuenta de que nadie lo está mirando; es un libro que él desea mucho, y empieza a jugar a que se lo lleva. Llega a la puerta y se da cuenta de que nadie lo está deteniendo. Entonces se va con el libro en la mano, abajo del saco. Y tiene miedo de viajar en micro, tiene que volver a Alemania, entonces hace dedo en la ruta, y tiene un largo viaje con un conductor de camión que habla en un dialecto. Y Jaime Siles en español lo hace hablar como un andaluz. Absolutamente ridículo. Esas son las cosas que digo que perdés. A menos que, como explicaba él antes, haya una connotación y tenga un sentido particular el hecho de que alguien hable mal. Entonces vas a tener que ingeniártelas. Porque si el narrador en algún momento hace referencia a lo mal que habla este tipo, vos vas a tener que recrearlo porque sino no se va a entender. Igual, lo que hacen los italianos cuando escriben en italiano es poner pequeñas dosis de regionalismo, en general lo hace el narrador mismo. ¿Cómo lo puedo explicar? Por ejemplo, en italiano se dice: “ho fame”: “Tengo hambre”. Un romano jamás va a decir así, va a decir: “c´ho fame”. Porque él quiere que los demás sepan que él es romano, que él no es de otro lado. Y en el único lugar donde se dice: “c´ho fame” es en Roma. Entonces, los narradores romanos escriben “c´ho fame”, no “ho fame”. Y significa “tengo hambre”, no hay mucha vuelta. No puedo respetar eso. Es una de las cosas que promueve esa sensación de frustración de la que hablaba antes.

AG: Ahí hay un último recurso, que muchos odian, que es la nota al pie. Quizá no al pie, pero en forma de epílogo, nota del traductor, comentario del traductor. Entonces algunos detalles de ese tipo, que quizá al lector le interese, puede dar cuenta: “Un romano que quiere dar cuenta de su romanidad ante el resto de los italianos”.

ND: ¿Cómo hace un traductor para que la nota al pie no sea más larga que el propio texto? Yo me imagino traduciendo y me volvería loco con estas cosas que menciona Guillermo. Mi libro sería una gran nota al pie en la que explicaría por qué uso cada una de las palabras que uso, lo que me convertiría en un pésimo traductor.
AG: Yo creo que la nota tiene sentido donde la traducción ya no llega.
GP: Tenés que ser consciente de que la nota al pie es una confesión de derrota, no una demostración de tu erudición. Mi modo de laburar es: si querés el nombre del traductor en la tapa, ponelo, pero una vez que el libro empieza, tiene que  desaparecer. Tengo la impresión de que cuando el traductor interviene con una nota al pie es como esos tipos que caen a una fiesta sin que nadie los invite. Vos estás leyendo y de pronto decís: “¿este tipo qué quiere? ¿A qué vino?”. Me parece mejor hacer notas, si son necesarias, al final. O hacer una nota introductoria contando los problemas que tuviste, pero el traductor está para plantear soluciones, no para contar sus problemas al lector. Tomo el ejemplo de este excepcional traductor argentino que es Pochtar, el que mencionaba al principio. Hay un momento increíble en El gatopardo en el que el príncipe de Salina tiene una relación muy compleja con un peón de la estancia, que lo conoce desde que nació. Cuando hay otras personas presentes, el peón lo trata con reverencia al príncipe. Pero cuando están los dos solos le pega, le dice “tarado”, porque lo conoce de chiquito. Entonces hay una escena, en la que después de mucho tiempo de verlo funcionar de un modo muy respetuoso, los tipos están solos cazando, y hablan de otro modo. Y acaba de haber elecciones, y perdió el partido que el príncipe pensaba que iba a ganar, o que le convenía que ganara, pierde por unanimidad. Entonces Don Chicho le dice al príncipe: “hubo fraude en las elecciones”. El príncipe le dice: “no, no hubo fraude”. “Sí, hubo fraude, porque salió el voto por unanimidad y yo voté en contra”. Entonces, el príncipe sufre una especie de conmoción, porque tiene una prueba fehaciente de que efectivamente hubo fraude. En italiano la expresión que existe es: “ingoiare il rospo”, que es “tragarse el sapo”. No hay nada que traducir para nosotros, porque conocemos la expresión, la usamos. Pero lo que hace maravillosamente Lampedusa es que, mientras Don Chicho habla en segundo plano, Salina está tan odioso que no lo oye. Presta atención, en cambio, a cómo se traga el sapo, el sapo se materializa en su boca. Son cinco líneas, dice: “Al principio las patitas resbalaban un poco, pero él las masticaba, masticó los cartílagos”. Hasta que al final todo el sapo fue a parar a su estomago. Se materializa y todo el relato que le hace don Chicho, si lo ves cinematográficamente, se enmudece. Y se lo ve a Don Chicho moviendo la boca pero no lo oye más, es genial. Está narrado de tal modo que vos notás eso, que el príncipe de Salina deja de oírlo y presta atención a lo que ocurre dentro de su boca. En español, acá en Buenos Aires, no surgió ningún tipo de problema porque todos sabemos lo que es tragarse el sapo. En España, la expresión “tragarse el sapo” no existe. Cualquier traductor hubiera hecho una nota al pie, después de traducir el relato de ese sapo materializado tragado por el príncipe de Salina: “ingoiare il rospo significa lo que para nosotros es ‘tragarse la quinina’”. ¿Saben que hizo este tipo genial que es Pochtar? Para evitar la nota al pie, escribió esas cinco líneas aludiendo a la quinina, nunca aparece el sapo. Habla siempre de quinina, dice: “los primeros sorbos fueron más amargos”. Inventó algo y logró omitir la nota al pie.

ND: Alejandro, por lo que venías contando es lo que hubieses hecho vos en ese caso.
AG: Lo que es seguro es que no hubiera hecho nota al pie. La nota al pie, para mí, es cuando ya no es una cuestión de traducción. Por eso, la nota al pie es una cuestión cultural. Yo no puedo, mediante el lenguaje, explicar que un romano quiere mostrarse romano ante los otros, porque no es un problema de traducción. Entonces ahí yo no lo veo como una derrota, le estoy dando información cultural al lector: “tengan en cuenta que pasa esto”. Pero yo no lo puedo resolver, puedo ignorarlo, quizás no todos los traductores de italiano se den cuenta de esto. Por ejemplo, yo naturalizo cuando en ruso usan las unidades de medida del siglo diecinueve. ¿Para qué poner: “antigua unidad de medida rusa equivalente a 1,07 kilómetros? Es una estupidez. “Vivía a tres kilómetros”, listo. Alguien me va a decir: “Bueno, pero es un anacronismo, porque en esa época los rusos no usaban los kilómetros”. Bueno, está bien, leé otra traducción, listo. Repito, llega un punto en el que cierro la puerta.

ND: Bueno, una de las últimas, Me interesa esa cuestión de, no sé si es mito o realidad, cuando Borges traducía a Faulkner…
GP: Borges no tradujo a Faulkner; la mamá de Borges tradujo a Faulkner. Lo único que tradujo Borges, y que le tomó casi treinta años, fue Hojas de hierba.
AG: Es verdad eso, lo dijo Borges en una entrevista editada creo que en Costa Rica. Dijo: “las traducciones las hacía mi madre; yo las corregía”.

ND: Bueno, cuando la madre de Borges traducía –gran traductora– se dice que cambiaba lo que no le gustaba del original, incluso hasta sacó escenas, más que nada cuestiones sexuales. Tomándolo como ejemplo, ¿sucumben ante la tentación de mejorar la obra que están traduciendo? Un pasaje que quizá complica, que quizá está demás, ¿se saca? ¿Se cambia?
GP: A mí me pasó una sola vez traduciendo una novela muy mala de Melissa P., Cien cepilladas antes de dormir, que me cae simpática, pero la novela es horrible. Pero yo lo tomaba como algo más terrorista, mejorar algo, que total nadie se va a dar cuenta, y va a quedar mejor. También agregué cosas. “Acá tendría que haberlo terminado así, que queda mejor, yo se lo pongo”. Era una autora que no respetaba en absoluto, una novela escrita por una chica de diecisiete años, que había tenido éxito por miles de cuestiones. Yo estaba muy culposo porque me había ido de vacaciones y había traducido el libro en quince días, no me había significado ningún tipo de problema. Cuando la conocí, me preguntó: “¿en cuánto tradujiste mi libro?”. Y pensé: “quince días es muy poco”, entonces le dije “en un mes”. Y me dijo: “ah, lo mismo que yo tardé en escribirlo”. “¿Cómo que lo escribiste en un mes?” “Sí, mi papá se fue de vacaciones y dejó el garaje y yo llevé la notebook y en un mes lo escribí”. No sé si le mejoré la novela, eran actos terroristas, era como decir “aquí estuve”, como cuando uno hace una pintada.

ND: ¿En tu caso, Omar? ¿Recordás haber suprimido algo?
OL: No, la verdad que no. Aun cuando uno se enfrenta a pasajes oscuros, que no los puede resolver, y bueno, intento exhibir la oscuridad que sufro yo. Pero no voy a macanear para zafar.

ND: ¿Alguna pregunta del público?
Participante: ¿A qué castellano traducen hoy en día?
GP: Eso es lo que acordás con el editor, y esa es la razón por la que yo considero a Herralde el peor editor del mundo. Porque cuando a vos te contratan para una traducción, preguntás dónde van a vender ese libro. Si te dicen en Buenos Aires, porque van a hacer una tirada de trescientos ejemplares, sabés que podés lidiar con un rioplatense básico. Si te dicen que lo van a vender también en México, en Chile y en Uruguay, no vas a poder usar un rioplatense básico, porque es muy probable que en Chile y en México no entiendan. El traductor español traduce si le pagan, y no tiene ninguna sospecha de que lo que está haciendo está mal, pero si lo que vos vendés se va a leer en México, en Chile, en Buenos Aires, el editor debe saberlo. Porque ni siquiera es que traducen para un solo país, o una sola ciudad, traducen para una sola calle. Es una cosa demencial.

AG: Yo siempre digo que traduzco al español “coránico”. El árabe coránico es esa lengua que no se habla en ningún país árabe pero que todos entienden. Todas las editoriales quieren vender, la traducción no es una tarea individual, es un error creer que yo decido todo. Acá está el editor, estoy yo, está el corrector –que me ha arruinado cosas, que no quiero dar ejemplos–, pero los voy a dar. En su momento traduje un libro en la que un personaje era un chico, cuya habla estaba expresada con los errores con los que habla un nene, con una media lengua. Yo lo traduje así, incluso fue algo creativo. ¿Cómo hablaría un chico de tres años con esa media lengua? Y todo ese trabajo que me tomé, el corrector lo liquidó. No consultó al editor, no me consultó a mí. Son decisiones. Y está el lector también. Porque fíjense esto: cuando dicen “traducir al español argentino”, me parece muy interesante. ¿Qué pasa en Argentina? Nosotros permitimos el voseo a los escritores argentinos, pero ¿permitimos el voseo en una traducción? ¿Puede un personaje del siglo diecinueve ruso decir: “che, vos, por qué no te vas acá a la esquina”? Yo tampoco creería en un personaje alemán de entre guerra diciendo “vos”, “che”, “boludo”. Yo, como lector, a una traducción extranjera le pido el “tú”, tengo que asumirlo. Quizá no el “vosotros”, eso ya me suena muy español. Aunque sea contemporáneo, a mí no me ha tocado traducir rusos de ahora, pero imaginate que fuera una historia que transcurre en una residencia estudiantil de Moscú hoy, ¿puedo decir “vos”, “che”, “sos un ganso”?

OL: A mí me parece que está bien lo de la lengua esa que no es neutra, sino que es una lengua medio inventada, es esa lengua “coránica” que dice Alejandro. Me parece bien, porque hacer hablar a los rusos como si estuviéramos acá en Buenos Aires no tendría mucho sentido. Es una lengua artificial en algún punto, que te permite esos márgenes porque estás tironeando y hay cosas que solamente con el artificio podés meter. Porque si no, no le podés hacer decir “palomito” a Petrovich. Por ejemplo, a Crimen y castigo yo lo traduje en la primera versión como “vos” y me parecía que aportaba un matiz de cercanía emotiva. En la escena en que los personajes se tutean, nadie se dio cuenta. Lo leyó el encargado de la colección, el coordinador, y me dijo que estaba perfecto. Le pregunté “¿no te molesta que use el ‘vos’?”. “Ah, no, no se puede”. Les di un capitulo adrede para que lo lean y no se dieron cuenta.

ND:Muchísimas gracias a todos, creo que hemos aprendido muchísimo. Gracias.

Ciudades y traductores

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El 31 de octubre del 2008, un sitio de la BBC publicada la siguiente foto, correspondiente a un anunció que la Municipalidad de Swansea, en Gales, había hecho poner a la entrada de una calle.



La parte escrita en inglés dice: "Prohibida la entrada de vehículos pesados. Zona residencial". Aparentemente, para cumplir con las dos lenguas que se hablan en Gales, el texto en inglés fue enviado a un traductor ausente, cuyo mail indicaba en galés: "No estoy en la oficina en este momento. Envíéme lo que quiere que traduzca". Y eso es lo que dice la parte de abajo del cartel.

En la Argentina, los libros son cada vez más caros

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Librería Yenny/El Ateneo
Según el artículo publicado por Julieta Roffo en el diario Clarín, del 20 de junio pasado, un estudio de la Ciudad de Buenos Aires revela que en 2013, las librerías vendieron un 5,4 por ciento menos que en 2012 y que los libros se encarecieron 29 por ciento.

Cayó la venta de libros y sus precios
subieron más que la inflación

En 2013 las librerías porteñas vendieron menos ejemplares que el año anterior: aunque llegaron a casi 6 millones de libros, eso representó una baja del 5,4 por ciento respecto de 2012. Es el dato más importante que se desprende de la Encuesta a Librerías de la Ciudad (ENLI) que organiza la Dirección Generalde Estadísticas y Censos de Buenos Aires que, desde 2010, releva datos del sector. Y aunque el estudio se hace en la Capital, hay que tener en cuenta que lo que se vende en esta ciudad representa entre el 55 y el 60 por ciento del total de la venta el librerías del país, según Gustavo Svarzman, responsable del estudio.

No sólo bajó la venta de libros importados –un fenómeno que se registró durante ocho trimestres consecutivos, atravesado por las restricciones impuestas desde el Estado nacional– sino que, por primera vez desde que se realiza el estudio, los libros de edición nacional se vendieron menos. ¿Cuánta plata movieron? En 2012, las librerías consultadas habían facturado un total de 473,6 millones de pesos y en 2013 la suma fue de 578,6 millones –un 22 por ciento más–. La explicación es simple: los precios de los libros aumentaron 29 por ciento, dos puntos más que el índice de inflación porteño. Era más plata, pero plata que valía menos.

Según el estudio un libro cuesta, en promedio, 97 pesos: los de edición nacional se encarecieron un 31 por ciento y llegaron a 88 pesos, y los importados subieron 27,4 por ciento, hasta 114 pesos, siempre en promedio. Svarzman, subdirector del Centro de Estudios para el Desarrollo Económico Metropolitano, que realiza el estudio, sostiene que este fenómeno puede darse porque el aumento de precios vernáculo – al menos hasta la devaluación del peso de enero – implicó un mayor reajuste de precios que un dólar que se mantenía estable y que sirve de patrón para los libros importados.

Cuando la encuesta empezó a hacerse se relevaban 105 librerías: entre 2011 y 2012 cerró una, y entre 2012 y 2013, cerraron dos. “Son sucursales de cadenas de librerías”, explica Svarzman. Se perdieron 36 empleos en un año: de 933 puestos de trabajo de 2012, el sector mantuvo 897 en los locales estudiados, que abarcan desde grandes cadenas hasta negocios barriales.

Ecequiel Leder Kremer, que dirige la librería Hernández desde hace más de veinte años, Alejandro Costa, gerente de ventas minoristas de Cúspide, y Sandro Barrella, encargado de Librería Norte, coinciden con Svarzman al señalar que el libro es un bien cuya demanda los economistas definen como “elástica”: depende mucho de la coyuntura. “El libro tiene cada vez más sustitutos entre los bienes culturales: en Internet podés mirar YouTube, mirar diarios de otros países o leer libros gratuitos. Hace veinte años o te comprabas un libro o nada”, dice Svarzman.

Ni Norte ni Hernández vieron caer la venta de ejemplares entre 2012 y 2013, el período que abarcó la última ENLI: en Norte, donde las ediciones extranjeras y las editoriales de poesía independiente son de lo más pedido, se mantuvieron; en Hernández crecieron un 3,5 por ciento. “Hay una tendencia global hacia la bibliodiversidad: cada vez se venden más títulos y menos ejemplares por título. Las restricciones al ingreso de libros que no se imprimen en el país pueden ralentizar eso, pero se va dando: hay muchas opciones, por eso los 20 títulos más pedidos representan el 20 por ciento de las ventas y el otro 80 es una venta multicolor”, explica Leder Kremer. En Hernández, durante el primer semestre de este año, el lector que se envalentona y llega hasta la caja gasta, en promedio, 205 pesos y por compra se venden entre 1,5 y 2 libros, aunque el 50 por ciento de las ventas son de un solo ejemplar. “Cambió el estilo de uso del libro: la gente compra lo que va a leer en el momento y el famoso comprador que acumulaba lo que proyectaba leer ahora se recató”, detalla Leder Kremer.

En Cúspide, dice Costa, pasa algo parecido: la compra promedio es de 200 pesos y de entre 1,5 y 1,7 libros por lector. Sin embargo, entre 2012 y 2013 la venta de ejemplares bajó un 7 por ciento y proyectan otro descenso del 3 por ciento para este año, aunque la facturación suba. “En los últimos años, no se ha modificado mucho la cantidad de libros que se lleva el que llega a la caja. Pero sí ha caído el tráfico: la gente entra menos a la librería ”.


El gran poder de síntesis de Andrés Neuman

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“El nuevo libro de Andrés Neuman, Barbarismos, es un irreverente diccionario en el que se replantea radicalmente el idioma español”, dice la bajada de la nota publicada en Excelsior, de México, el 31 de mayo pasado.

“A España le queda grande 
el español”

Para el escritor argentino Andrés Neuman, el español es ese “idioma que le queda grande a España”, y Europa es un “continente separado por la misma moneda”.

Ambas definiciones pertenecen a su nuevo libro, Barbarismos, un irreverente diccionario en el que se replantea “radicalmente el lenguaje”.

Este libro “puede leerse como homenaje, y a la vez como sátira, de los diccionarios. Contiene el mismo amor por las palabras que un diccionario clásico, pero con la vocación traviesa de cuestionar la institucionalización del lenguaje, la aspiración museística de centralizarlo”, afirma el escritor en entrevista.

Neuman (Buenos Aires, 1977) acaba de pasar una temporada en Estados Unidos, donde presentó la traducción al inglés de su novela Hablar solos y dio clases en varias universidades; asimismo viajó a Gran Bretaña para participar en el Hay Festival de Gales.

Asegura que regresa cansado a España, el país en el que reside desde los 14 años, pero contento y dispuesto a promover sus Barbarismos (Páginas de Espuma), un libro en el que propone “una reinterpretación un tanto salvaje de la norma lingüística y contradice bárbaramente ciertos eufemismos de la corrección política”, señala el escritor.

Abundan las definiciones en las que el autor de Bariloche o El viajero del siglolanza dardos ácidos contra los sistemas políticos y las instituciones, pero siempre desde “la autosátira”. “Todos participamos en mayor o menor medida de la barbarie”, dice Neumann.

Como ejemplos de esos dardos, pueden valer estas entradas: “Democracia: derecho de todos a elegir el bien de unos pocos”; “Izquierda: ideología política que parece irreconocible hasta que gobierna la derecha”; “Monarquía: sistema que garantiza la igualdad entre todos sus vasallos”.

“Presidente: individuo elegido entre los diversos candidatos que no representan a sus electores”, es otra de las definiciones de este “intrépido aventurero del logos” que es Neuman, en opinión del escritor José María Merino, prologuista del libro.

El ingenio, la poesía, el humor y la ironía impregnan muchas de las entradas de Barbarismos, un provocador diccionario en el que Neuman demuestra su facilidad para los aforismos y redefine las palabras.

“Hay algo fascinante y fundacional, sutilmente primitivo, en la palabra literaria, que es la posibilidad de replantearse radicalmente el lenguaje, vocablo por vocablo, como hacen los niños o la poesía”, considera Neuman, que refleja su amor por la lectura y la escritura en muchas definiciones.

“Biblioteca: muchedumbre que espera su turno de palabra”. “Escritor: individuo que fracasa en el intento de ser exclusivamente lector”. “Libro: Soledad plural”. “Poeta: extranjero de su lengua materna”.

En este singular diccionario, que amplía y revisa el glosario que el autor publicó en el suplemento cultural del periódico ABC, también está presente la nueva realidad digital con definiciones como las de “Facebook: sistema inmejorable de espionaje en que los vigilados colaboran activamente con sus vigilantes” y la de “Internet: éter superpoblado”.

Este escritor, que fue seleccionado por la revista británica Granta entre los mejores narradores jóvenes en español y que ha merecido premios como el Nacional de la Crítica, el Alfaguara de novela y el Hiperión, se pasa media vida viajando y reconoce que ese trajín puede afectar el proceso de escritura.

“Cambiar de lugar, hora e idioma te dificulta escribir, pero propicia algo tan o más importante: distanciarse de lo escrito, cambiar de opinión, sentirse un poco más extranjero que de costumbre. La costumbre también es una nacionalidad. Y bastante peligrosa, porque te impide imaginarte siendo otro, que es una de las funciones más subversivas de la escritura”, afirma el narrador.

La definición de “argentino” (“extranjero específico”) refleja a la perfección cómo se siente Neuman, “con familia y memoria en ambas orillas” del océano Atlántico y acostumbrado a observar a cada uno de sus países “desde el otro”.

“Eso genera dos identidades, pero también dos extranjerías. Incluso tengo dos acentos, que me resultan naturales porque ambos fueron adoptados en la infancia. Así que me siento un poco anfibio. Mi madre nació en Buenos Aires y murió en Granada. ¿Cómo vas a elegir entre la cuna y la tumba de tu madre?”, señala.

El humor es para Neumann “una manera de transgredir los límites socialmente aceptados y tiene, por tanto, cierta vocación crítica. Su efecto ideal sería pensar riendo”.


Y ese humor invade las páginas de Barbarismos, como lo demuestra, por ejemplo, la definición de “Gilipollas: célebre insulto que murió al ser admitido por la Real Academia de la Lengua”.

¿Cómo tanta gente, etc.?

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Juan Bonilla
Aunque no ocupe el espacio que esperpentos tales como Pérez Reverte se roba en los suplementos culturales, Juan Bonilla, flamante premio Vargas Llosa de narrativa, es uno de los mejores escritores españoles de la actualidad y, en muchos sentidos, un tipo brillante. Poeta, cuentista y novelista, es también un gran ensayista y un periodista de primera. Se lo puede leer con frecuencia en su columna Biblioteca en llamas, que se publica en el diario El Mundo, de España, de donde ha sido tomado el texto que sigue. 

Matilde Urbach revisited

–Sales en las Obras Completas de Borges–, me dice un amigo, y a bote pronto me parece una broma, pero resulta que no, o sea, resulta que sí, que salgo, en una nota a pie de página a Le Regret de Heraclite.  Uf, digo, va siendo hora de dar explicaciones.

Hace un montón de años, cuando yo era un indocumentado y creía que Borges era lo único que le había sucedido al Universo después del Big Bang, se me ocurrió la gracia de buscarle bibliografía a Matilde Urbach, protagonista de un famoso dístico de Borges que dice:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
 aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

No es que me impidiera dormir no tener idea de dónde se sacó Borges a ese personaje, pero me picaba la curiosidad, y para no tener que rascarme, decidí inventarme una procedencia, como si yo fuera un investigador en la cosa Borges. Se me ocurrió leyendo las reseñas que Borges escribió para la revista El Hogar recopiladas en un tomo publicado por Tusquets. Allí había una reseña sobre una novela titulada Man with four lives de William Joyce Cowen. Borges contaba el argumento de la novela y desestimaba su pobre solución después de haber sabido mantener el vértigo de un enigmático personaje que era asesinado una y otra vez por el mismo capitán inglés. Me dije: de aquí sacó a Matilde Urbach. Y ya está. Escribí un artículo contándolo, me inventé que Bioy Casares me había dado la pista, que Javier Marías me consiguió la novela de Joyce Cowen, que la protagonista de la novela era Matilde Urbach, que el hombre de las cuatro vidas –que en realidad eran cuatro gemelos– era el que en algún momento de la novela, al partir a la batalla, decía: "Yo que sólo he sido un hombre, puedo enorgullecerme de ser al menos el hombre en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach". La gracia es que el hombre que decía eso no sabía que no era el único, pues sus otros tres hermanos también creían ser el único en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach. Y sanseacabó. El artículo recibió palmaditas en la espalda, lo recogí luego en un libro, se multiplicó en páginas de internet poco a poco, hasta llegar a colarse ahora como referencia en las Obras Completas de Borges, donde una nota al pie de la página donde está el poema de Borges, informa de la procedencia del nombre de Matilde Urbach utilizando mi artículo/cuento.

Cuando se presentó esa edición, a cargo de Rolando Costa, el diario Clarín destacaba que por fin se revelaban algunos secretos de la obra de Borges, y por poner un ejemplo, escribían:  "un recurso que Borges usaba mucho era inventar escritores. Y atribuirles escritos. Es el caso de Gaspar Camerarius, a quien le atribuye estos versos: 'Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/ Aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach'. Hubo biógrafos que especularon con que Matilde era un amor del escritor, una pasión desbordante. Pues no, era un juego de Borges: se trababa apenas del personaje de un libro casi desconocido que reseñó alguna vez." En fin.

También, claro, mi hallazgo, mi invención, mi chiste, sirvió para que algunos listos listísimos de los que pululan por la República de las Letras, donde se creen auténticos monarcas, hicieran pasar el descubrimiento como si fuera suyo, lo que no deja de ser enternecedor. Y más aún, para que otros, borgianos de verdad de la buena, no como yo, que sólo era borgiano epidérmico, usaran de trampolín el descubrimiento para llevarlo más lejos, a un precipicio de pedantería que hubiera hecho sonreír a Borges y a mí me hace partirme de la risa. Por ejemplo, el novelista Juan Francisco Ferré, en su blog La vuelta al mundo, escribe (lamento interrumpir su discursito con comentarios puestos entre corchetes):        

Los borgianos epidérmicos –es decir, los borgianos profesionales, esos que exhiben en público su presunta condición de legatarios creativos del maestro sin poseer otro título para ello que un conocimiento superficial de su obra– se han desgarrado y desgastado las neuronas [no será tanto, hombre, Ferré, desgarros ninguno]  buscando el sentido y la fuente del poema. Sus hallazgos han sido siempre triviales. [Y a pesar de la triviliadidad de esos hallazgos, Ferré los va a utilizar enseguida, o mejor dicho, sólo va a utilizar un hallazgo, el mío].   Por supuesto [claro, cómo no, por supuestísimo]   que Borges estaría ajustando las cuentas con humor incomparable[gracias por lo que me toca en eso de incomparable]  a una novela menor –'Man with four Lives' de Joyce Cowen– que considera fallida [y esto Ferré, ¿cómo lo sabe? ¿cómo sabe que ajusta cuentas con la novela de Joyce Cowen? ¿Lo ha descubierto él solito o se habrá servido de algún hallazgo epidérmico, al que naturalmente no cita porque pa' qué?] . Y que la anécdota amorosa, algo perversa, de una mujer alemana –la epónima Matilde Urbach [ah, vaya, Ferré ha leído la novela de Cowen, menos mal, ha visto y comprobado que la protagonista se llama Matilde Urbach, qué bien, qué riguroso]  que habría podido amar a cuatro hombres distintos bajo la misma apariencia, creyéndolos el mismo hombre en ocasiones sucesivas, no podía sino fascinar al Borges más travieso y juguetón, a pesar de suponer una alambicada alegoría del impersonal amor a la patria en tiempos de guerra y el cruento sacrificio de cuerpos viriles a ese generoso amor germánico. Pero no menos importante para Borges [por supuestísimo otra vez], como lector decepcionado del artefacto de Cowen, es el uso de la fingida pluralidad de los personajes y la irrisoria reiteración de las circunstancias como excusa para gastar una broma filosófica de alcance certero en contra de las concepciones clásicas del tiempo, la linealidad del arte narrativo y, en suma, de la literatura de ficción como correlato de las versiones más adocenadas de la realidad. La verdadera originalidad de 'Le Regret d´Héraclite' [la verdadera y única, cabría decir, como formulada por Ferré que es] se cifra en su postulación de una cesura o hiato [¡cesura o hiato, date 'cuen!'] entre el yo trascendental y el yo contingente del sujeto [todos somos contingentes, sólo tú eres trascendental] tal y como Paul de Man dilucida la cuestión, en su impagable análisis de los mecanismos de la ironía, a partir de la novela Lucinda de Friedrich Schlegel. Si se lee la microficción poética de Borges después de esta reflexión de De Man [a ver, un momento, espera, voy a leerla]   ya no quedarán dudas sobre el designio del primero en el momento de concebirla.[Uy, no sé, todavía me quedan dudas, dudas epidérmicas, claro] .

La primera pregunta que se me ocurre es: ¿cómo tanta gente se limitó a repetir lo que un mengano decía en un libro que no tenía nada de académico y donde había igual un cuento sobre un programa de televisión en el que la gente se disparaba en la cabeza que una serie de invectivas contra el arte abstracto? Ni idea. ¿Cómo nadie fue a la novela de Joyce Cowen para comprobar si lo que decía el articulista era verdad o ficción, sobre todo después de recogerla en un libro en cuya misma solapa ya se hablaba de la mezcla de una y otra? Entiendo que en 1996 no fuera fácil procurarse un ejemplar de la novela, (esa dificultad precisamente era la que me permitía inventarme que Javier Marías me la había conseguido), pero desde hace ya un montón de años cualquiera que quisiera certificar que Matilde Urbach procedía de una novela de Joyce Cowen no tenía más que gastarse los 15 dólares que piden en la red por un ejemplar sin sobrecubierta . Eso es lo que he hecho yo ahora, (me he gastado cuarenta dólares, pero es que la sobrecubierta es lo mejor de la novela y no quería perdérmela). Me he dicho, después de que alguien, en México, me contara que una escritora de allí me citaba como descubridor de la identidad de Matilde Urbach: bueno, hasta aquí llegó la broma. Yo en aquella época hacía muchas bromas de este tipo, me inventaba una cita de Somerset Maugham para justificar el título de un libro, o le adjudicaba a San Agustín una greguería que se me había ocurrido a mí. Cosas así. Lo de MatildeUrbach era una gracieta. Recuerdo que José María Conget escribió un relato que me dedicó para inventarle una nueva procedencia a Matilde Urbach. Recuerdo que José Luis García Martín, para inventar su propia versión de quién era ese personaje, citaba mi texto y decía: es una ficción en un libro en el que los artículos son ficciones y las ficciones artículos. Pero a García Martín deben de leerlo menos que a mí, porque mi texto siguió circulando como si de veras tuviera altura académica, citable. Debe ser el único texto publicado en El Correo de Andalucía que ha llegado a esas cimas. Recuerdo que Fernando Iwasaki siempre que me presentaba a alguien lo hacía diciéndome: este es el hombre que se ha inventado a Matilde Urbach. Recuerdo, en fin, que para nombrarme cónsul en Xerez del Reino de Redonda, Javier Marías (ríe si sabes) me impuso el nombre de "Urbach".

Confieso que entre los días que han separado el momento de pedir la novela y el momento de recibirla, me hice la ilusión de haber acertado a intuir que Borges sacó de verdad de esa novela a Matilde Urbach. Es decir, me decía a mí mismo: a lo mejor, así, por casualidad, por pura intuición, acertaste a descubrir que, en aquella reseña de El Hogar, Borges daba pistas sobre el lugar donde encontró a la famosa protagonista de su poema. Y enseguida me reñía a mí mismo: no seas bobo, sería demasiada suerte. Aunque cosas más raras me han pasado, también es verdad. Como hace ya 20 años de todo aquello, registraba mis recuerdos para estar seguro del todo de que no vi en algún rastreo, en alguna biblioteca, el nombre de Matilde Urbach en la novela de Cowen. Me veía a mí mismo la única vez que hablé 10 minutos con Adolfo Bioy Casares, trataba de recomponer la conversación, incrustar en ella el nombre de Matilde Urbach, pero también enseguida me volvía a reñir: el artículo era invención de principio a fin, una ocurrencia para hacerme el gracioso y disfrazar mi ignorancia de alta erudición y colar como estudio lo que era un chiste sin esperar que nadie me tomara en serio

Por fin llegó la novela. La cubierta, en efecto, es bonita. El texto, bastante peor incluso de lo que sugiere Borges, pues  si bien se presenta como un texto de horror al que al final se le da una explicación racional ridícula, lo cierto es que está escrito con una prisa y una falta de énfasis que parece responder a las exigencias de la novela de kiosco –género al que por formato no pertenece. El propio texto de contratapa parece ideado para excusar esas prisas de la prosa: "No hay tiempo para crear atmósferas –dice– se trata de una historia de acción". La protagonista –aquella a la que mi artículo identificaba como Matilde Urbach– se llama Audrey. Está enamorada de un hombre, al hombre lo matan cuatro veces, tres veces reaparece, la explicación final que tanto decepcionó a Borges y apenas a nosotros porque ya la sabíamos, resulta de todo punto ridícula. En ningún momento, claro, oye la frase que yo hacía recitar a uno de sus amantes y que, en mi artículo, era el origen del poema de Borges. Lo mejor del volumen son las bonitas ilustraciones bélicas de Lynd Ward. Pero naturalmente todo eso es lo de menos ahora. Lo de más es reconocer el 'fake', toda vez que, estaremos de acuerdo, un 'fake' es tanto mejor como tal cuanto más tiempo tarde en ser reconocido como 'fake'. Se podría decir que hay fakes que tardan mucho en ser reconocidos como tales por la sencilla razón de que no les importa a nadie, y en eso también estaremos de acuerdo. Pero es que Matilde Urbach sí parece importar a borgianos profundos, como Ferré, que da por bueno el hallazgo de un borgiano epidérmico, como yo, y desde luego debería haberle importado al propio editor de las Obras Completas de Borges, a quien agradezco mucho que se fiara demasiado de mí, pero a quien recomiendo que la próxima vez me pregunte antes de engalanar con una nota a pie de página el maravilloso e inolvidable dístico de Borges.


El SPET se reúne un jueves para que Alejandrina Falcón vaya y diga

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En su próximo encuentro, que tendrá lugar el jueves 3 de julio a las 18:30 en el Salón de Conferencias del IES en Lenguas Vivas (Carlos Pellegrini 1515), el SPET presenta a  Alejandrina Falcón, quien hará pública su investigación doctoral “Exilio y traducción: importadores argentinos de literatura extranjera en España (1974-1983)

Alejandrina Falcón es doctora en Literatura por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como profesora de la materia Estudios de Traducción y del Seminario de Estudios de Traducción en los departamentos de Alemán y Portugués del IES en Lenguas Vivas “Juan R. Fernández”. Ha traducido a Paul Ricœur, Alain Badiou, Jean-Baptiste Pontalis, Elisabeth Badinter, Jacques Rancière, Alexis de Tocqueville, Charles Baudelaire, entre otros.

Lecturas sugeridas 
-“Traductores del exilio: el caso argentino en España (1976-1983).Apuntes sobre el tratamiento de las fuentes testimoniales en historia reciente de la traducción”, en: Mutatis Mutandis. Revista Latinoamericana de Traducción, Grupo de Investigación en Traductología de la Universidad de Antioquia en Medellín, Colombia, número 6 (2013). (Disponible en línea.)

-“Disparen sobre el traductor: apuntes sobre la figura del ‘traductor exiliado’ en la serie Novela Negra de Bruguera (1977-1981)”, en: 1611. Revista de Historia de la Traducción, Departamento de Filología Española y Departamento de Traducción, Universidad Autónoma de Barcelona, número 5 (2012). (Disponible en línea.)

Por favor, no se olviden: esta vez la reunión es un jueves.


El gato culto que desafió a la traductora

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Ricardo Bada escribió la siguiente columna, que publicó El Trujamán el 23 de junio pasado. En ella se habla de Julio Cortázar y lo que pensaba su gato.

Cortázar y Theodor Wiesengrund Adorno

A Barber van de Pol se deben entre otras las traducciones modélicas, al neerlandés, de Rayuela y El coronel no tiene quien le escriba, y nada menos que una nueva —sin una sola nota a pie de página— de Don Quijote de la Mancha, hazaña cumplida en 1997 y que hubiese merecido de un personaje de Valle Inclán el más acertado de los piropos: «¡Cráneo privilegiado!». Pues bien, con Barber me pasó una anécdota relacionada con Cortázar, una de lo más cronopial que pueda imaginarse, pero que al mismo tiempo habla mucho, y bien, del correcto enfrentamiento de un traductor con el texto que tiene entre manos.

Ella y yo nos carteábamos ya desde hacía algún tiempo, pero aún no nos habíamos encontrado, hasta un día que llegamos a Ámsterdam, la llamamos por teléfono y nos invitó a tomar café en su casa del Roosefelt–Laan (así es la pronunciación original neerlandesa, y no Rusvelt, como en el inglés). Llegamos, pues, y no habíamos hecho más que sentarnos cuando apareció un gato que, sin mayores preámbulos, tras un leve olisqueo de reconocimiento, saltó a mi regazo y en él se quedó todo el tiempo, ronroneando de lo más satisfecho mientras yo lo acariciaba. Como es lógico, le pregunté a Barber cuál era el nombre de su gato y me contestó diciéndome uno que ya no recuerdo pero era de esos que si compras una docena te regalan uno de propina.

Le conté que también yo tenía un gato precioso, al que todo el mundo llamaba Nikki, pero al que su orgulloso dueño había bautizado como Nicolás Fernández de Moratín, lo mínimo que se merecía un gato de su prosapia. Y añadí que me parecía rarísimo que la traductora de Cortázar tuviera un gato con un nombre tan fama, le bastaría con recordar el nombre tan cronopio del gato de Julio. Que cómo se llamaba, me preguntó. «¡Pero Barber —me escandalicé—, no me vas a hacer creer que no sabes que el gato de Cortázar se llama Theodor Wiesengrund Adorno!»

Barber palideció: «¿Cómo has dicho que se llama ese gato?». «Theodor Wiesengrund Adorno», le volví a decir. «Pero Ricardo, entonces, todas esas citas que Julio le atribuye a Adorno...». «Pues no son otra cosa sino las reflexiones de su gato, Barber».

Me confesó que acababa de quitarle un gran peso de encima. Resulta que siendo como es, tan concienzuda traductora, cada vez que se enfrentaba a una cita de Adorno, en un texto de Cortázar, buscaba el original en la obra del filósofo alemán, para traducirlo directamente al neerlandés; o sea, que no se fiaba de la traducción usada por Cortázar, quien no sabía alemán y a lo peor incluso la había pergeñado en español a partir de la traducción inglesa o francesa, con lo cual, si ella la vertiese directamente de Cortázar, sería una traducción no ya de segunda, sino de tercera mano. Pero —concluyó, desolada— nunca, nunca, nunca, logró encontrar en la obra de Adorno una sola de las citas que le atribuía Cortázar y que ahora se venía a enterar de que en realidad eran de su gato.

[Esta anécdota, dicho sea de paso, suele contarla como propia, como si le hubiese sucedido a él, un escritor chileno que la conocía porque yo se la conté. Una vez incluso tuvo la desfachatez de empezarla a contar en mi presencia, en Gijón, y cuando se dio cuenta de que yo estaba ahí, de repente se interrumpió y me dijo: «Pero sigue contándola tú, que sabes hacerlo mejor que yo», a lo cual le repliqué en público que no sólo eso, sino que además era justamente yo, no él, uno de los protagonistas. Como no creo que haya aprendido la lección, lo dejo consignado por si las «que ni labráis como abejas ni brilláis cual mariposas, pequeñitas, revoltosas»].


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