Para desgracia de la traductora Mercedes Cebrián, del editor y abogado Enrique Redel (y de su editorial Impedimenta) y de las autoridades de ACEtt, el escándalo creado por el presunto plagio a la traducción de Yolanda Morató de Me acuerdo, de Georges Perec, está lejos de haberse terminado. A las casi 800 entradas diarias españolas a este blog hay que sumar otras tantas de Latinoamérica, con la consiguiente identificación de los implicados y con una clara diferenciación de los distintos modos de proceder. Ya se sabe que unos buscan embarrar la cancha y lograr un rápido olvido para volver a la foto insignificante en el diario El Pais, de Madrid (logro menor si los hay); otros, en el mejor estilo Pilatos, se lavan las manos y se desentienden de sus obligaciones, y la perjudicada espera que sus pares se manifiesten ya que todo indica que se le ha tendido una trampa. Cada cual se hará cargo de la parte que le toca y la mancha, en todo caso, quedará instalada de por vida ya que Cebrián se niega a ser examinada fuera de unos tribunales que le exigen a Morató varios miles de euros para empezar con la pericia, Redel ha dado marcha atrás respecto de su propio pedido de mediación a ACEtt y ésta se ha negado a defender a Morató, escudándose en una falsa imparcialidad incluso a costa de las buenas prácticas que dice defender . Ahora bien, como explica Andrés Ehrenhaus en el texto que sigue, toda esta mugre nos salpica a todos y eso no es justo. Por eso mismo, pedimos una vez más a los colegas peninsulares que se manifiesten y que no sigan amparando, con un silencio cada vez más ominoso, actitudes reñidas con la ética, que carecen de toda justificación.
El cuerno por los toros
Nuestra profesión está llena de sorpresas. Algunas son pequeñas, otras inmensas, unas deliciosas y otras indigestas. En la comunidad de los traductores que trabajamos para la industria editorial española, una comunidad menos numerosa que determinante para esa industria y los procesos culturales y económicos que de ella se derivan, finalmente todo se sabe, todo se filtra, todo sedimenta. Lo cual rima con… Pero no, eso ahora no viene a cuenta. Como suele ocurrir desde que el mundo es mundo, la comunicación humana es imparable e implacable, pero también se oxida y es inexacta, hiperbólica, sinuosa, frágil. Los traductores somos humanos, ergo etc. Cuando algo sale tímidamente a la luz, la luz misma lo oxida. Esa oxidación genera una capa de herrumbre, de orín y moho que, lejos de hacer que ese algo desaparezca, lo agiganta y pudre a la vez. Sí, estamos hablando de la traducción de no recuerdo qué obra. Ah, sí, ya me acuerdo. De esa.
Hasta hace poco vivíamos sin saberlo, ahora lo sabemos. No voy a repetir los detalles, que están vertidos hasta en la prensa, ese gran diseminador de esporas de toda clase. En resumen: una editorial española que rima con afrenta es sospechada de publicar (en 2017, hace dos lunas) una traducción de Je me souviens, un divertimento de Perec, que copia o plagia o se sirve en demasía de la traducción de otra edición española bastante cercana en el tiempo (2006). Hasta ahí, la sorpresa no es mayúscula: estas cosas pasan, incluso a menudo. La traducción pura, incontaminada, es prácticamente imposible (e indeseable) y en todas se perciben rasgos de otras, a sabiendas o no, e incluso a pesar de que en puridad el traductor no conozca o no haya leído las anteriores. Eso era así antes de Benjamin y casi se ha vuelto dogma después: cada una de las traducciones de un texto ya estaban en el original, pues son inherentes a su condición e inseparables de él, etc. Nadie hace una traducción del todo nueva, pero todos hacemos una nueva traducción, etc. Y todas se parecen; si no se parecieran, no serían traducciones de una misma cosa. Se parecen, sí. Pero no son iguales. Si fueran iguales no pertenecerían a dos personas distintas. Ojo: que la broma de Borges no nuble algunas cabecitas. Donde hay copia hay copia, le guste o no al amigo de Menard.
Aquí, además, la cosa se complica poco a poco: las dos traductoras se conocen, ambas tradujeron a Perec antes y participaron en eventos ad hoc juntas y por separado; ambas trabajan o trabajaron para la editorial sospechada; ambas son socias de la misma asociación española de traductores. O sea, imposible que la una no supiera que la otra había traducido el mismo libro diez años antes, imposible que no lo haya tenido entre las manos, imposible que el editor no haya considerado la eventualidad de publicar la primera traducción, etc. Más aún cuando, en declaraciones posteriores de ambos, editor y traductora sospechados, se ha esgrimido el argumento definitivo de que en un libro así, como el de Perec, es también imposible que las dos traducciones no se confluyan, incluso demasiado. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Demasiado cuánto es? Si acá no hay algo raro, que venga algún sofista y me lo explique.
Pero no nos derramemos. Lo que todos (sí, ¡todos!) queremos saber es si el plagio existe y si el editor y la traductora sospechados son reos de lesa patria o están libres de todo delito. Porque el plagio es, para quienes cacareamos a favor de los derechos de autor –y para la ley–, un delito. Entre los que cacareamos, la asociación de traductores a la que ambas profesionales pertenecen es uno de los coros más canoros que conozco. Hay ahí voces muy atipladas, es bonito de oír. Pero cantar cantamos todos. Otra cosa es cuando hay que coser al cuerno por los toros.
La comunidad de los traductores que trabajamos para la industria editorial española suele ser diligente y apresurada cuando se trata de enseñar la piel surcada de cicatrices simbólicas provocadas por los agravios reales de esa misma industria, de sus clientes y de sus superiores. No se nos quiere, apenas se nos ve, nos pagan poco, mal y tarde, cocoricó. No se nos ocurre que parte de ese mal proviene de nosotros mismos, del modo en que nosotros nos imaginamos, de cómo nos presentamos ante el ojo tuerto de la sociedad: endebles, castigados, condenados a que un águila nos coma el hígado cada fin de mes. Tan débiles somos que cualquier crítica, cualquier consideración, cualquier comentario nos viene mal. El argumento es inmejorable: no me digas nada que me voy a poner peor. Por ejemplo, no me digas que he plagiado. O sea, no me lo digas. Probarlo es ya un agravio tal que ni siquiera está en el imaginario. ¿Un traductor yendo contra otro? ¡Qué mal compañero! Eso jamás: protejámonos. Somos endebles.
Y un carajo. Seremos endebles mientras no seamos capaces de objetivar las cuestiones básicas que tienen que ver con nuestra actividad, y el plagio o copia de una traducción ajena es una de ellas. Es endeble y abunda en la endeblés general una asociación incapaz de tomar cartas efectivas en el asunto. Es endeble un editor que echa humo sobre la cosa, como si todos viviéramos en la caverna tallando tablillas de cera. Es endeble el colega que calla de frente y habla con nocturnidad. Es endeble la cultura que ignora todo cuanto implique un paso a un lado u otro del mainstream de la siesta intelectual. Acá hay una acusación, se sospecha de que dos agentes culturales de cierto capital simbólico han cometido un delito que las leyes que nos defienden persiguen. ¿Y aún así seguimos jugando como si la cosa no fuera con nosotros?
Esas sí son sorpresas grandes, e indigestas. Es imprescindible que sepamos enfrentarnos a lo real con la misma energía y entusiasmo con que cacareamos nuestras metáforas. Yo sí quiero saber si la nueva traducción de Me acuerdo es un plagio o no lo es. Porque acá no hay “dependes” que valgan, acá hay que poner lo que cada uno tenga guardado en el cajón de la decencia profesional.
Si esa asociación –se llama ACEtt– no puede, quiere o debe tomar cartas en el asunto, hagámoslo quienes no estamos tan atados a la fantasía prometeica. Si la mentada editorial –se llama Impedimenta– no puede, quiere o debe actuar con el compromiso y la seriedad que se le suponen a un transmisor cultural, hagámoslo quienes no preferimos que el tiempo y la desmemoria disipen las sospechas. Si la traductora sospechada de copiar a conciencia la traducción de su colega no quiere, puede o debe demostrar que la acusación es absurda, hagámoslo quienes creemos que persistir en la duda es persistir en la endeblez de nuestra profesión. Ya no es cuestión de si gana la supuesta plagiada –Morató – o gana Cebrián –la supuesta plagiaria–, sino de si ganamos o perdemos todos con ellas. Y ambas ganarán si esto se aclara, tenga razón finalmente quien la tenga. Cebrián porque descansará, Morató porque se sentirá escuchada –sea cual sea la conclusión.
Pero esa conclusión no parece acercarse, sino todo lo contrario. Cebrián e Impedimenta se opusieron en segunda instancia al conato de arbitrio imparcial auspiciado por ACEtt y emplazaron a Morató a denunciarlos judicialmente si tantas ganas tiene. ACEtt se inhibió, Cebrián bajó la persiana e Impedimenta trató de lavar un poco la fachada con alguna nota silvestre. Y la pelota quedó en el tejado de Morató. La pelota se llama seis mil euros, que es lo que cuesta en España, por lo bajo, la peritación legal de un presunto plagio. Ahí está trazado el umbral de la decencia profesional. Sin embargo, ambas ediciones circulan no solo por España sino (quizás la de Impedimenta aún no físicamente) por buena parte de Latinoamérica. Y los lectores y, sobre todo, los traductores profesionales de esos otros países de habla castellana también tienen derecho a saber si lo que están por leer es copia o no de una traducción anterior. Aún más cuando la noticia y la polémica subsiguiente ha trascendido las fronteras y ha llegado a Argentina, por ejemplo, cuyo medio cultural es muy sensible a lo que ocurre al otro lado del Atlántico. No sé si en Latinoamérica la peritación es más o menos cara que en España, pero ello no es óbice para que eso que todos esperábamos, el estudio y la conclusión de un tribunal arbitral imparcial y objetivo –no necesariamente judicial pero sí académico e ímprobo– se lleve a cabo con garantías de rigor en cualquiera de esos países. Al fin y al cabo, y si la Panhispanidad no es un buzón vendido por quincuagésima vez en una esquina, que sea española o americana la conclusión no es lo importante, ¿verdad?, al menos en términos de higiene autoral.
O tomamos al cuerno por los toros ahora o, cuando ya nadie se acuerde de Morató, Cebrián, ACEtt o Impedimenta, un estudiante de posdoc con una beca en la Universidad de Whatever publicará un sesudo trabajo de 1400 páginas donde se describirá con todo lujo de detalles como el plagio era nomás un plagio… o no. Y la comunidad de traductores habrá perdido otra ocasión más de mostrarse digna y firme más allá de metonimias y metáforas.