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Channel: Club de Traductores Literarios de Buenos Aires
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Anochecer de un día agitado

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Además de una persona sumamente respetuosa del prójimo, Julia Benseñor, co-fundadora del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, es traductora pública, científico-técnica y literaria. Esta triple condición, en el conflicto motivado por uno de los artículos del Proyecto de Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción, le permite comprender el punto de vista de todas las partes, razón por la cual el resumen que hace de la reunión realizada el 20 de octubre pasado en el Colegio de Traductores Públicos de Buenos Aires, resulta del todo confiable.

Crónica de la discusión en el CTPBA

El pasado 20 de octubre asistí a la reunión abierta convocada por el Consejo Directivo del CTPBA para discutir el proyecto de “Ley de derechos de los traductores y fomento de la traducción”, junto a un público tan nutrido como amplio. Estaban presentes autoridades y miembros del CTPBA, traductores literarios graduados en distintas instituciones, docentes y estudiantes de diversos traductorados y traductores de oficio con otras formaciones académicas.

Si bien no es fácil resumir tres horas de debate en pocas líneas, intentaré hacer un registro lo más ecuánime posible de las distintas posturas desde mi posición en favor de la ley.

Abrió el encuentro la presidenta de la institución convocante explicando la posición del Consejo Directivo de apoyo general a la ley y de clara objeción al inciso 2 b en particular (cito: “A los efectos de la presente ley, se entiende por traductores a las personas físicas que realizan la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional”).

La objeción del CD se reduce básicamente a dos cuestiones: a) al hecho de que se designa traductor a quien no tiene el título que así lo acredite y b) a su interpretación de la frase “cualquiera sea su formación profesional”.

De inmediato se abrió el debate a la lista de oradores, que se iba engrosando a medida que se escuchaban voces a favor o en contra de este inciso, en torno del cual gira toda la discusión. No sólo aumentaba la lista de oradores, también crecía la tensión en la sala. De hecho, hubo algunos momentos de enfrentamiento y reproches, para mí, inconducentes y que, por lo tanto, no ameritan un espacio en esta reseña,ya que prefiero centrarme en las argumentaciones.

Las respuestas del público a la objeción planteada por el CD y por varios de los presentes fueron muy diversas. En primer lugar, que la ley no trata acerca de la definición de la figura del traductor, sino que su objetivo es garantizar derechos autorales a quienes traducen obras sujetas a propiedad intelectual. La ley, entonces, no regula en general sobre todos los campos posibles de actuación del traductor, sino que su alcance se limita a la traducción en el ámbito editorial. En cambio, sí tiene carácter general en cuanto a los derechos que confiere, en tanto estos pueden ser percibidos por los traductores públicos que quieran dedicarse a este campo, por los traductores literarios con título en traducción y por los traductores con otras formaciones profesionales. Se planteó incluso que si la ley se sanciona tal como está, todos gozaríamos de sus beneficios, mientras que si se modificara la redacción para que sólo se incluyese a los traductores titulados en traducción, se les estaría negando esos derechos a la gran mayoría de traductores abocados a este campo, entre los cuales se cuentan figuras de la talla de César Aira, Marcelo Cohen, Costa Picazo, Santiago Kovadloff, Jorge Aulicino, Jorge Fondebrider, Inés Garland, para nombrar sólo a algunos. La objeción a que personas sin estudios académicos en traducción queden amparadas por esta ley —lo que llevaría calma a quienes sienten amenazada su potencial fuente de trabajo— generaría el absurdo de que las editoriales tendrían una razón más para contratar a quienes no son traductores titulados al no verse obligados a pagarles los derechos autorales.

Por otra parte, hubo muchas intervenciones en las que se planteó que un título en traducción no garantiza necesariamente idoneidad ni calidad; que la frase “cualquiera sea su formación profesional” no equivale a “una formación cualquiera” (de hecho, no cualquiera puede traducir desde el momento en que se necesita haber adquirido y desarrollado numerosas habilidades); que esta ley regula una realidad ya existente, dado que la actividad existe desde los tiempos de Babel (mucho antes de su formalización en el ámbito universitario); que la ley no lesiona derechos de ninguna persona o grupo de personas, sino que confiere y universaliza derechos en favor de quienes efectivamente ejercen la actividad.

También se presentaron diversas analogías entre la traducción y otras áreas como la medicina, la bioquímica, las expresiones artísticas, la interpretación, lo que dio lugar a largas exposiciones que no hacían más que caldear los ánimos. En una de las intervenciones se explicó que los títulos no valen más que otros por tener matrícula: no todas las profesiones requieren de matrícula para su ejercicio; la matrícula es otorgada por los colegios y toda colegiación emana de una ley del Estado cuando éste debe velar por el bien general (como la salud de la población, la libertad de las personas, etc.), responsabilidad que delega en los Colegios. Por lo tanto, no correspondería establecer una analogía entre quiénes pueden ejercer la traducción y quiénes, por ejemplo, la medicina salvo cuando se trate de traducción de documentos públicos (Ley 20.305). En cambio, se equiparó a los traductores que quedarían amparados por este proyecto de ley con los músicos que, hayan cursado o no una carrera universitaria, perciben derechos autorales al considerarse músico a todo aquel que crea una obra. En lo personal, me pareció sumamente interesante la intervención de quien comparó al traductor literario con el intérprete: los caminos que conducen a ser un profesional formado e idóneo y a estar en condiciones de ejercer ambas actividades son muchos; de hecho, la educación formal universitaria no siempre satisface las necesidades del mundo real.

Quisiera destacar que varios de los presentes propusieron algunas ligeras modificaciones al texto de la ley, sin afectar su espíritu, con miras a conciliar las distintas posiciones, propuestas cuyo análisis y viabilidad quedarán en manos de los integrantes de la Comisión Redactora. Más allá de las decisiones que se tomen, estos aportes, algunos incluso propuestos por estudiantes de traductorados públicos, permiten ver que hay personas dispuestas a contribuir a destrabar la situación y encontrar una salida.

Hasta aquí, mi resumen de la reunión. Ahora bien, sin entrar en los detalles de las discusiones, percibí  que había dos líneas divisorias que partían las aguas de manera diferente. Para la mayoría de los traductores públicos presentes —cierto que no para todos—, son traductores quienes tienen título en traducción, lo que al parecer zanjaría, al menos en relación con esta ley, la brecha histórica generada por la posesión o no de matrícula, a la vez que postulan que “los no titulados en traducción” no pueden llamarse traductores: el traductor no es el que ejerce la actividad, sino el que tiene el título de traductor. Ergo, si las personas sin título de traductor no son traductores, aunque traduzcan, conforman un grupo no pasible del beneficio de derechos autorales. Por el contrario, la otra corriente de opinión traza esta línea imaginaria de otra manera: por un lado, los traductores públicos, que tienen su propia ley y su campo específico de actuación (con la salvedad de que este proyecto también los incluye), y los traductores en sentido amplio, representado por traductores literarios titulados y personas que, con otro background, traducen en el ámbito editorial. En suma, los traductores literarios graduados de carreras de traducción, invitados a formar parte del conjunto “traductores titulados”, parecían sentirse más cerca de quienes son traductores por ejercer el oficio


Es hora de que tomemos conciencia de que la traducción literaria ejercida por traductores, “cualquiera sea su formación”, entre los cuales hay destacados escritores y poetas, han prestigiado nuestra actividad desde tiempo inmemorial y siguen haciéndolo. En mi humilde opinión, como traductora pública y literaria y, sobre todo, como lectora infinitamente agradecida a todos los que me han permitido acceder a la literatura de lenguas que ignoro, quienes ejercen esta noble tarea de traducción se merecen todo nuestro reconocimiento antes que la marginación. 

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