José Aníbal Campos nació en La Habana en 1965. Es germanista, traductor y ensayista. Ha traducido a Peter Stamm, Gregor von Rezzori, Stefan Zweig, Hermann Hesse, entre muchos otros. El siguiente ensayo se publicó recientemente en hermanocerdo.com
Cuando los escritores se equivocan
El «genio» en la era Facebook
A pesar del masivo acceso a la cultura y a los medios de comunicación del que disponemos en la actualidad (al menos en países con cierto nivel tecnológico y educacional), vivimos en una época en la que acarreamos aún –como lleva consigo un viejo arrastrero la red cargada de plateados y nutritivos peces, pero también de toda suerte de material de desecho— la idea heredada del autor como «genio», como una criatura iluminada, capaz de ver lo que los demás «mortales» jamás estarían en condiciones siquiera de intuir.
Ese rezago trae consigo, a su vez, situaciones que no por curiosas –y hasta cómicas— dejan de entrañar un peligro para el necesario cambio de mentalidad de nuestras sociedades desde la perspectiva de un renovado y más humilde humanismo. Se da por sentado demasiadas veces que quien ha publicado un libro (o dos, o veinte) recibe por ello el derecho a un palco permanente en el superpoblado parnaso de los «genios». Alguna vez me he visto ante el tono altanero de un autor de libros que a sus –digamos— cuarenta años, se vanagloria de tener ya 45 libros publicados (lo que, a razón de libro por año, nos deja un resto de cinco libros escritos y publicados antes de su nacimiento). ¡Cuarenta y cinco libros! Siendo absolutamente sincero –teniendo en cuenta, además, el evidente exceso de pésimos libros—, una exclamación como ésta, antes que un motivo de orgullo, sería para mí un motivo de rubor, o por lo menos un pretexto para sumirme en una larga, larguísima «jornada de reflexión» propia (por no hablar ya del reposo urgente de la pluma o del teclado).
Entre las muchas caras amables que muestra ese libro de caras llamado Facebook, hay una de enorme utilidad para el curioso ávido de indagar un poco en las vanidades de ciertos autores muy prolíficos. (Yo mismo, durante más de un año, he participado con mayor o menor recato en la actividad devoradora de ese monstruo de vanidades humanas.) En Facebook te encuentras literalmente de todo: está ahí el autor ya talludito que, junto con cada actividad pública en la que participa, te detalla las comidas compartidas con su tía más querida, filosofa sobre la marca de cigarrillo que fuma y no pierde oportunidad de, como carta legitimadora, colgar cualquier foto suya al lado de alguna celebridad del mundillo cultural. Te encuentras también con el escritor en ciernes que, en una mini-campaña de marketing (no por ridícula menos eficaz en lo que concierne a la auto-atribución de cierta «autoridad»), cuelga fotos de todos sus «amigos» repartidos por el mundo mostrando, con una sonrisa, el último librito salido de su cabecita inquieta. Ves, asimismo, a la parejita de escritores (ambos con varios libros publicados) que cada dos o tres días pone sus «diez sentidos» al servicio de un conmovedordramolette de elogios mutuos: «¡Eres el más grande poeta vivo en lengua tal!» «No, no, tú. ¡Tú escribes la poesía más inteligente en el continente más cual!». Y así sucesivamente durante un día o dos, con toda la ristra de comentarios amables que eso implica: «amigos» (feisbuqueanos) ansiosos por llevarse una migajilla de la orgía alimenticia de los tortolitos, que no cesan de ponerse trocitos de pan en sus piquitos recíprocamente lustrados (e ilustrados).
Traducir: editar
Todo esto sería, sin más, gracioso, si no fuera por otras implicaciones que afectan a la dinámica cultural en una época de transición en la que, según creo, a los traductores nos corresponde jugar un papel, al menos, sustancial.
A pesar de todo lo que se ha logrado en materia de reconocimiento a la labor de los traductores, seguimos ocupando una especie de escaño último en los «parlamentos» de la literatura. La alabanza pública a los traductores sigue siendo aún, en muchos casos, más una expresión de political correctness que la convicción arraigada sobre su indispensable (e insustituible) papel.
Creo por eso que, aparte de todo lo que se haga a nivel institucional por destacar la importancia de este oficio y dignificar a quienes lo practican, nos corresponde también a los traductores, a título individual, contribuir de un modo más directo a ese urgente reconocimiento. Y una de las formas de lograrlo es ejerciendo la crítica literaria y cultural y/o participando en la divulgación pública de autores que conocemos bien.
Traducir literatura es en su esencia –por así decir— una labor crítica de iure y ex officio. Es algo que viene ya en el paquete, junto con el libro que la editorial nos envía a vuelta de correo.
¿Qué traductor no se ha visto exasperar alguna vez ante una frase, un pasaje, una selección de palabras, una anécdota –incluso en el magnífico libro de algún autor genial— que estropean la armonía del conjunto, oscurecen el enunciado e introducen un ruido innecesario en un párrafo que hasta ese momento fluía por los cauces que el propio autor había trazado? Y es que muchos autores carecen de algo que a cualquier traductor debería sobrarle: contención. Mientras el autor da rienda suelta a su mundo interior (el cual no tiene por qué ser apasionante para todos), al traductor se lo entrena para controlar su universo personal de ideas, criterios y pasiones y poner sus conocimientos sobre literatura en función de un texto ajeno.
Sobre estilos y gustos, claro está, se puede discrepar. Y en ningún caso el traductor está autorizado a cambiar el pasaje de una novela porque le parezca que éste no responde al conjunto o está fuera de lugar (lo cual es un enorme motivo de satisfacción cuando el autor no nos cae bien como persona, y constituye, a su vez, una de las paradojas de esta labor a veces tan extraña: los traductores, en cierta medida –y en el caso de autores mediocres— contribuyen (o podrían contribuir), sin violar su ética profesional, al avance de un autor hacia el abismo del ridículo público. Y es que ningún traductor rompe su código deontológico cuando decide llevar a la lengua meta, en todo su esplendor, la mediocridad de un escritor traducido. Es más: está obligado a hacerlo.
Errar de autores es
¿Qué pasa, sin embargo, cuando el autor comete errores palpables y concretos, errores, simplemente, objetivos? Hace unos años, un autor de fama internacional recibió con sorpresa, de uno de sus traductores, un mail en el que este último, con socarrona humildad, le preguntaba cómo era posible que la pareja protagonista de su novela alabara, hacia 1980 (la fecha aproximada y no mencionada en la novela en la que se desarrollaba un pasaje de la obra), las labores de rehabilitación de un edificio histórico que, en realidad, no había sido restaurado hasta bien entrada la década de 1990.
Un hecho como éste incita siempre a una pregunta: ¿comete el traductor una falta ético-profesional si pasa por alto ese error flagrante del autor y lo reproduce tal cual en la lengua meta?
La respuesta más concisa a esa pregunta la tienen los alemanes: Jein! (Sí y no). Yo mismo suelo responder a ella, a modo de broma, con un galleguísimo ¡Depende! (Depende de si el autor me cae bien o no.) Pero, hablando en serio, hay que decir que, desde el punto de vista estrictamente técnico-profesional, no tendría por qué considerarse un error; ahora bien, desde una perspectiva ética, sí que lo es.
Subsanar tales incongruencias en un texto narrativo sería, en efecto, labor del editor del libro en su versión original. Pero, aunque ningún contrato lo refleje explícitamente (y, por lo mismo, tampoco se refleja en el pago de los honorarios), un traductor literario asume también una labor de editor en la sombra. Los traductores no son unos aparatitos antropomorfos destinados únicamente a llevar el texto de una lengua a la otra, sino que están obligados a participar desde el principio en todo el proceso de publicación de ese texto. Desde el momento en que se acepta la traducción de una novela, se asume una larga ristra de responsabilidades que quedan fuera de las delimitaciones legales generalmente admitidas para la categoría «traductor de libros».
El recelo como principio profesional
Y una de ellas es rastrear las posibles pifias del autor. Dudar, recelar siempre, sería una actitud a recomendar a cualquier traductor en ciernes. Como microbiólogos de la palabra, los traductores están obligados a examinar con lupa cualquier pasaje de un texto, aun los textos de autores «geniales».
Veamos un breve pasaje en la novela más importante de Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel:
...und ich spiele technisch und taktisch meisterhaft: Posipal zu Spundflasche, Spundflasche zu Stuhlfauth – Stuhlfauth schieβt TOOOR!!
Rezzori recurre aquí al fútbol como metáfora de una relación matrimonial complicada («…mi juego era técnica y tácticamente magistral»). Y, de pronto, pasa a narrar brevemente una jugada: «Posipal para Spundflasche, Spundflasche para Stuhlfauth… ¡GOOOL de Stuhlfauth!»
Hasta ahí todo parece estar claro. ¿Seguro que lo está? Los nombres, aunque raros, son reales. Josef Posipal y Heinz Spundflasche fueron ambos jugadores del club Hamburger SV en los años 50. En ese sentido, el primer pase narrado por Rezzori es posible. Pero el asunto se complica cuando el balón es pasado al goleador Stuhlfauth. Heinrich Stuhlfauth fue, en efecto, un futbolista alemán. Solo que nació en 1896, jugaba en el FC Nürmberg, se retiró del deporte activo en 1933 y… ¡era portero! De manera que, por varias razones, nunca habría podido ser el receptor del pase de Heinz Spundflasche. ¡Ni siquiera –como en este caso—, en una obra de ficción! (Porque no se trata de la narración de un sueño o de un juego imaginario, sino de una parábola –sin demasiada importancia dentro del texto— que apela fugazmente al conocimiento colectivo de los alemanes –aun a los no versados en fútbol—, sobre figuras sumamente mediáticas en su momento.) Como si un narrador catalán de hoy, para conseguir el mismo efecto en una novela, se remitiese a un partido del FC Barcelona un par de años atrás y reconstruyese un pase de Andrés Iniesta a Cesc Fàbregas. Solo que ese narrador hipotético se encajaría una especie de imposible gol literario en propia puerta si el pase final goleador lo hace llegar a las piernas de Andoni Zubizarreta.
Claro que en ese pasaje a Rezzori –siempre tan atento a los aspectos risible de la lengua, la cultura o la mentalidad alemanas—, lo que le interesaba sobre todo era aprovecharse de la sonoridad extraña y algo ridícula de los nombres de los jugadores, por lo que ni se detuvo un instante a conformar una oncena creíble para su jugada imaginaria. Como a efectos de la traducción española la mención de los nombres alemanes no tenía sentido alguno, creí que lo más importante era jugar con una sonoridad que fuera más o menos alemana y que, por reiteración, transmitiera al lector de habla española algo de esa comicidad, poniéndolo, a su vez, ante un partido de fútbol imaginario como alusión metafórica a lo que desea realmente ilustrar el autor: un matrimonio en el que la rivalidad, la lucha de los sexos, prima sobre el amor. Este es el precario resultado:
…y mi juego es magistral tanto técnica como tácticamente (pase de Müller a Möller, de Möller a Mühler… ¡Goooool de Mühler!...)
Pero veamos otro pasaje erróneo en esa misma novela con implicaciones mucho mayores y cuya solución me tomó al menos cuatro días de búsqueda infructuosa (y no pagada, claro).
Uno de los Leitmotive de la novela lo conforma una familia alemana media que el narrador ve comiendo desaforadamente en el restaurante de un área de servicio de autovía: el símbolo de una clase media consumista y mentalmente hipotecada (uno de los temas que esta obra aborda obsesivamente y de forma magistral). La imagen de esos hòrlas (como los denomina el narrador, en homenaje al célebre relato de Maupassant) no podrá ya borrarse de su mente. Dice el pasaje:
…und die hat mein offenbar recht eigenmächtig funktionierendes Gedächtnis fotografiert. [...] Ich weiβ nur: ich trage das Bild dieser fressenden Anthropoiden in mir wie den Zadir.
y fue a ellos a quienes fotografió esta memoria mía que, por lo visto, funciona de manera autónoma. [...] solo sé que aún llevo conmigo la imagen de esos antropoides comiendo, como un Zadir.
Aquí el problema lo tenemos en la palabra «Zadir», que reproduzco ahora tal y como aparecía en mi primera versión de ese pasaje. (Nombre que asumí en un primer momento acríticamente, confiando en que Rezzori supiera de qué estaba hablando.) Pero, recordemos mi consejo anterior: dudar, recelar… Así que, en una segunda revisión, dudé.
Una primera búsqueda del significado de la palabra «Zadir» solo arrojó un par de nombres propios y un personaje cinematográfico interpretado por Calogero Lorenzo Palmintieri, más conocido por su nombre artístico de Chazz Palmintieri. Una segunda pesquisa, algo más minuciosa, arrojó más de lo mismo. Consulté entonces las otras tres traducciones disponibles de La muerte de mi hermano Abel: la francesa, la inglesa y la italiana. Todas asumían, sin más, el término usado por Rezzori: Zadir. Aquello debió hacerme desistir definitivamente de mi búsqueda agotadora, tediosa y no remunerada. Pero seguí recelando. (En traducción, al menos, una disposición obsesiva del carácter sirve para algo.) Y de pronto, una noche, leyendo antes de dormir una selección de poemas de Borges traducidos al alemán, recordé vagamente su cuento «El Zahir», del libro El Aleph.
Zadir o Zahir
¿Qué pasaría si algo fuera realmente inolvidable? Es esa la pregunta que ronda la invención de El Zahir borgesiano. En una prefiguración de lo que hoy conocemos como mockumentary, Borges, hacia los años 40, elucubra una narración-ensayo sobre una moneda común que hace que quien la vea una vez no ya pueda olvidarla, convirtiéndose, para siempre, en una obsesión («construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa»). El personaje del relato es un hombre afligido por la muerte reciente de una mujer a la que ha amado. En su aflicción, intenta preservar la imagen de la difunta mediante la escritura. Pero la persistente visión de El Zahir se lo impide. El Zahir borgesiano puede ser, además de una moneda, cualquier cosa: un tigre, un ciego, un astrolabio, una veta en el mármol. Una abstracción (como abstracción es, en definitiva, todo dinero) que nos permite adquirir nuevos mundos y abrirnos a ellos.
No de otra cosa trata la novela de Rezzori: Aristides Subicz, su protagonista, vive obsesionado con idea de escribir su libro. Es un aspirante a narrador obsesivamente pendiente de las abstracciones que palían nuestra impotencia ante la realidad, y angustiado con la imposibilidad de narrar la historia de una vida, la suya, desde una estructura lineal, consciente de que un hombre es una ínfima partícula que encierra todo un universo de recuerdos, vivencias, miedos, alegrías (En el cuento de Borges, se dice: «Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmos, un simbólico espejo del universo; toio, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir»).
Como se ve, la cita intertextual de Rezzori (cita errónea en el original, recuérdese) tiene implicaciones de peso para comprender el sentido más profundo de una novela que tiene una estructura, de por sí, caótica. Me atrevo a decir que la simple mención del Zahir borgesiano contiene la clave para acceder a la concepción estético-filosófica de Rezzori en este libro que es, sin duda, su obra más «filosófica».
A pesar de las horas «desperdiciadas», de la precaria remuneración por esta pesquisa casi policial, la inicial reacción de recelo por parte de este traductor ha tenido un resultado palpable. A tal punto valió la pena, que La muerte de mi hermano Abel, en su versión en español, gozará de un raro privilegio: ser la única versión de la novela (incluido el original) en el que tal pasaje ha quedado definitivamente expresado según las intenciones de un autor que, como cualquier ser humano, se equivoca, sobre todo cuando, como sucede a menudo en Rezzori, se cita de memoria, sin verificar ni consultar de nuevo lo citado.
Volvamos ahora a la pregunta de antes: ¿habría sido, desde el punto de vista meramente técnico, un error dejarme guiar por el autor, e incluso por la decisión de otros traductores sin duda mucho más experimentados y sabios que yo? ¿Habría sido ético pensar en términos más pragmáticos, considerar las horas no remuneradas que me estaba costando aquella búsqueda y dejar el pasaje tal y como el propio autor lo había concebido, escamoteándole al lector esa simple frase clave para la comprensión de la novela? El lector podrá sacar sus propias conclusiones.