Traductora de francés e italiano a castellano, especializada en arte contemporáneo, ciencias sociales y narrativa contemporánea. María José Furió Liu (Valencia, 1962) es, además de narradora, una de las más lúcidas ensayistas españolas actuales. Reside en Barcelona, ciudad donde cursó estudios de Filología Hispánica, especializándose en Literatura. Cursó el Doctorado en Literatura Comparada (Universitat Pompeu Fabra, 1ªedic., dirigida por Claudio Guillén 1994-1996). Desde 1992 colabora regularmente como crítica literaria en diversas publicaciones. En 1997 la editorial Mondadori publicó la novela La mentira. Ha publicado además diversos relatos en Renacimiento (Sevilla) y Galerna (Nueva York). En 2011 la revista mexicana La Tempestad publicó en su número 80 el relato Tongo. Como fotógrafa, con intención de documentar las novelas que prepara, viajó por Argelia, Egipto, París, Miami, Cuba, y también a Valencia, Madrid, Teruel y otros puntos de España. En 2003 Cultura/s publicó el foto-poema Los elegidos para ser felices, exhibidó en 2000 en la galería H20 junto con la foto-novela: Est-ce que la vie est un roman? Algunas de sus traducciones son La democracia asesinada (2001),de J. P. Berdah , Las ambiciones de la Historia (2001), de Fernand Braudel, El asesinato de Lumumba (2002), de Ludo de Witte, Arquitecturas, ciudades, visiones (2007), de Gabriele Basilico, entre otros títulos.
Los dueños del idioma, un rapto,
una intemperie
una intemperie
Formo parte de la lista de personas que han ido abandonado ACETT, disgustada por su política de tolerar la indefensión de todo aquel que tiene algún problema relacionado con la Ley de Propiedad Intelectual, un desencuentro contractual con editores o sufre abuso de posición de editores de mesa o de traductores que usan malas artes para hacerse con la exclusiva de un escritor. Ya desde fuera de la asociación y viendo confirmado mi juicio sobre el grupo, he criticado con dureza su política frente a la bajada de tarifas impuestas por grandes grupos editoriales. En resumen, es una de esas siglas que eludo así la veo aparecer al lado de cualquier noticia o fotografía. Me produce no escepticismo sino aborrecimiento por el recuerdo de la impotencia sufrida, lo cual no impide que varios de sus miembros merezcan mi respeto como excelentes traductores que son y buenos compañeros. Es el caso de Teresa Gallego Urrutia, muy activa en dignificar la profesión de traductor en España, además de muy generosa con sus conocimientos, hecho verificable dentro de la lista de la asociación y en privado.
Como la asociación francesa, ACETT aloja a traductores profesionales allá donde la asociación argentina exige una titulación específica. Sin embargo, ni mi recuerdo de ACETT ni mi opinión sobre el nivel de las discusiones y comentarios dentro de la lista de correos son halagüeños para sus componentes, ni soy aficionada a las listas, así que la ya famosa de “traducciones canónicas” que aquí se comenta me supo a nada. A la intrascendencia deliberada habitual. Al cadáver en el armario. El debate, por otro lado, me pareció un pretexto para activar un rencor contra España que a mi juicio está desplazado del que debiera ser un objetivo más certero.
Dejando al margen algunas afirmaciones que han hecho los colegas que me han precedido, entiendo que uno de los errores es mezclar tiempos. Se reivindican los nombres de Cortázar y de Borges pasando por alto que eran coetáneos de escritores e intelectuales españoles asimismo exigentes con su tarea literaria y que el sentido y el peso mismo de la literatura y de la cultura eran muy diferentes del que hoy tienen. Hoy no creo que se publicara El erotismo (de Georges Bataille) porque los conceptos de “sagrado” y de “transgresión” parecen desvanecidos pero también, sobre todo, el vínculo entre un deseo profundo, poco transparente, y la actividad creativa. En España, la literatura se ha hecho comercio y comercio de nombres propios. Por usar un término psicoanalítico, es como si el “ello” hubiese sido asesinado e instalado en su lugar su simulacro, suplantado por un superyó que se despliega en ese apetito de posiciones de relieve, de ventas y de galardones. No hay alegría ni transgresión, no hay ruptura ni horizonte de ruptura, todo está mediatizado por la marca: de la editorial, del periódico que promociona, del escritor.
Incluso cuando se presenta a tal o cual escritor como figura contracorriente, como gurú lúcido, no es más que otra mercancía para saciar el apetito de exquisiteces de un sector del mercado. No hay ni que decir que la capacidad transgresora del “disidente” está por completo neutralizada por esa función. Darío Jaramillo ofrecía una lista de dueños del idioma. Me resultó conmovedora como una película antigua porque los reales dueños del español son actualmente los directivos de las grandes corporaciones editoriales, en cuya “cumbre” figuran personas sin un átomo de talento literario.
Aquí se ha afirmado que algunos traductores argentinos lograron romper barreras y establecerse profesionalmente en España: me parece una generalización abusiva, pues probablemente lo hicieron antes de la eclosión del sector editorial como industria en pos del máximo beneficio. Pudieron instalarse cuando no había la competencia feroz actual entre profesionales y cuando un elevado nivel de cultura era un valor en sí mismo y la traducción una tarea casi artesanal. No rompieron barreras: crearon un lugar de la nada, a la par que los traductores españoles de esa época. Asegurar que las traducciones españolas son malísimas es otra hipérbole compensatoria, comprensible, por la autoestima herida del traductor latinoamericano canónico. He reescrito suficientes traducciones salidas de manos de argentinos como para asegurar que en todos lados cuecen habas (no conozco la versión americana de este dicho).
Con todo, el problema sigue estando en otros puntos. Se habla de “España” cuando hay dos “frentes” editoriales que funcionan de modo diferente en lo que hace al idioma. El español que se habla en Cataluña está bastante degradado y no podemos fijarnos únicamente en los grandes títulos para determinar la calidad del nivel de traducción de una zona. Es habitual, por no decir la norma, que sean catalanoparlantes lo que estén al mando de los departamentos de edición y me he encontrado más de una vez con que se me pide que rebaje el nivel para adaptarlo a un público distinto de aquel al que el autor del original se dirigía. Percibo una distancia que me violenta y ofende cuando mi editor es alguien que no tiene el español como lengua materna, por no hablar de lo insultante que resulta la convicción, muy extendida aquí, de que un castellanoparlante es socialmente inferior al catalán. Y las consecuencias que se derivan de dicha convicción en términos de desarrollo profesional. He reescrito libros enteros de figuras mediáticas a precio de derribo porque los profesores de mi facultad o los editores y directores de revistas que explotaron mi trabajo han preferido siempre promocionar a catalanes de esa burguesía ilustrada tan típica de Barcelona –no sé si también de Madrid-- que cree ser progresista mientras desarrolla una actividad cultural reaccionaria, de buen tono, historicista, clasista, misógina, antimoderna.
No creo que deba hablarse de “imperialismo” sino de ignorancia o de mala fe. De un lado, existiría la convicción de que España y los países latinoamericanos son independientes y tienen las mismas armas para defender sus mercados –lo cual no es cierto en lo que se refiere a la capacidad invasora de los productos de las grandes corporaciones editoriales y de las dos o tres grandes independientes españolas que puedan quedar, pero esto se compensa con el mayor prestigio del que gozan los escritores latinoamericanos. Basta con seguir el listado de autores premiados por editoriales como Anagrama o Seix Barral y el tratamiento que se les da en prensa para verificar mis palabras. Obsérvese el lugar y prestigio otorgados a Aira, Piglia, Pron, Fresán, Pauls y Villoro, nombres habituales en España.
El problema principal a mi entender está en los cambios que se produjeron en los años ochenta y noventa en España. Por eso la Barcelona de los 70 es ya solo quimera. Cada vez que se ha pretendido modernizar la cultura se optó por mirar a Estados Unidos y se copiaron sus maneras publicitarias cuando la península debería plantearse un enfoque emancipatorio de nuestros conflictos políticos y culturales, incluido de los que mantenemos con toda América, desde la perspectiva que ofrecen los estudios poscoloniales, que plantean conceptos muy estimulantes. La actividad teórica actual en dos de las grandes zonas poscoloniales, África y el Caribe, son para mí un ejemplo. En los noventa se produjo en España una eclosión de nuevos escritores, que se dio en calificar de “light”; fue una decisión de editores, que en definitiva son quienes eligen qué publican y cómo modelar ideológicamente el mercado. Lo digo desde mi experiencia y como mujer: se promocionó una infantilización de los argumentos, proliferaron como setas escritoras treintañeras y personajes que parecían haberse quedado en la fase anal, para estupor de quienes teníamos otra formación e influencias diferentes del gore o el grungeanglosajón. Decía Walter Benjamin que la moda es una eterna repetición de lo nuevo y que además garantiza que nada cambie en las relaciones sociales. Ese ha sido, según observo, el “proyecto cultural” que ha quedado establecido. En España no hay debate auténtico ni polémica: es teatro; se ha instalado una jerarquización radical que ha provocado una subproletarización infamante de un porcentaje nada desdeñable de los actores de la cultura mientras se publicitan hasta la náusea una pequeña porción de nombres, instalados en la rueda de los prestigios en los años ochenta y noventa, cuando llegó el dinero de Europa que acalló a las elites antaño radicales instalándolas en universidades, organismos de prestigio, periódicos, etc., y que dieron por bueno lo ocurrido porque les benefició.
En España hay grupos editoriales que favorecen el plagio, que premian libros escritos por un grupo de profesionales para provocar algún revuelo mediático, hay editores y agentes literarios que chanchullean con el ministerio de Cultura (o el nombre que actualmente ostente) por ciertos beneficios exclusivamente comerciales, hay agentes editoriales que persiguen repetir el pelotazo editorial equivalente al último de Estados Unidos y sacrifican a escritores literarios, hay escasez de becas para la creación, hay críticos que son, estrictamente hablando, publicistas de sus intereses y de los de sus amigos y que no tienen un solo volumen publicado de teoría crítica –las recopilaciones de reseñas no son teoría literaria—, pero sí poder para hundir carreras y reputaciones; el acoso sexual y la difamación pasan impunemente como males menores o necesarios dentro de una carrera profesional porque en conjunto hoy pervive el sálvese quien pueda y lo mal que esté el otro deja hueco al que quiera instalarse. Por eso, una lista estrambótica como la publicada por El País me parece el síntoma de un problema mayor, estrictamente español, y que ese problema, de numerosas facetas, es el que no se quiere abordar y, sobre todo, no quieren abordar los traductores ni los escritores e intelectuales españoles.