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Channel: Club de Traductores Literarios de Buenos Aires
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Cristián Vázquez (Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. Ha publicado la novela breve Támesis (2007) y el libro de cuentos Partidas (2012).La siguiente es una columna de opinión que publicó en la revista mexicana Letras Libres, el 17 de julio pasado.

Leer traducciones
o las papas de Leopoldo Bloom

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“¿Qué es una inteligencia infinita?”, plantea Borges en una nota al pie hacia el final de su ensayo “El espejo de los enigmas”, incluido en Otras inquisiciones, su libro de 1952. Propone un ejemplo como respuesta:

Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.

Se me ocurre una analogía: un lector perfecto podría intuir una novela completa de una forma tan clara y precisa como los lectores normales podemos interpretar un microcuento: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Tanto si son cincuenta caracteres como mil páginas, cada palabra tiene una determinada función en la economía del texto.

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Como no somos lectores perfectos, hacemos lo que podemos. Se nos escapan guiños, malinterpretamos referencias, olvidamos detalles. Por eso, se suelen afirmar cosas como que nunca dos personas leen un mismo libro: cada una construye un libro diferente a través su propia lectura. Y hasta ahí no hay mayores inconvenientes.

El problema llega con las traducciones. Porque el traductor es, antes que nada, un lector. Y la traducción es una versión de su propia lectura. Cuando el traductor se pierde las alusiones o no ve las sutilezas, determina que lo mismo les sucederá a quienes accedan a la obra por medio de su traducción.

Un ejemplo clásico es el de la papa de Leopold Bloom, en el Ulises de Joyce (publicado, recordemos, en 1922). En el capítulo 4, Bloom está por salir de su casa. En el umbral se toca el bolsillo y comprueba que ha olvidado el llavero. “La papa la tengo” (Potato I have), dice. Esa frase, como apunta Ricardo Piglia en su libro El último lector, parece no tener ningún sentido allí. La papa vuelve a aparecer de manera enigmática en el bolsillo de Bloom al final del capítulo 8. En el capítulo 14 alguien empieza a echar luz sobre la cuestión, al preguntarse: “¿Papa contra el reuma?”.

En el 15, la cuestión se aclara por fin. Primero, a Bloom se le aparece el espíritu de su madre, que se levanta la falda y muestra que en la bolsa de su enagua lleva, ella también, una papa. Después una prostituta llamada Zoe mete la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón de Bloom y saca una papa negra y arrugada. “Talismán. Una herencia”, explica Bloom. Y unas decenas de páginas más adelante, cuando reclama a la chica que se la devuelva, añade: “No vale nada, pero es una reliquia de mi pobre madre”.

Bloom, por superstición, lleva siempre una papa consigo. Por eso, cuando va a salir de su casa, la siente en su bolsillo, pero el sentido de aquel “Potato I have” solo se puede descifrar unas cuatrocientas páginas después. Como si Joyce hubiera escrito para lectores perfectos, que pudieran intuir la novela completa de una sola vez.

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José Salas Subirat, el primer traductor del Ulises (publicó su versión en 1945), no era, desde luego, un lector perfecto. Y al principio no entendió lo de la papa. La expresión “Potato I have” la tradujo como: “Soy un zanahoria” (en el sentido de “soy un tonto”, por haber olvidado la llave).

El problema, anota Piglia, es que en la novela “se alude a algo que no tiene explicación y compone una cadena que se comprende luego de haber recorrido todo el texto […] Cuando Salas Subirat traduce ‘zanahoria’ revela la misma sorpresa que sufre el lector que no ha leído todo el texto y no puede establecer la conexión, que solo es posible al releer: para entender hay que leer todo el libro”.

Pero las connotaciones de la papa van más allá. Era la comida clásica de los campesinos irlandeses, y la plaga que afectó su producción fue la principal responsable de la hambruna que asoló el país entre 1845 y 1849, conocida como “el Holocausto irlandés”. El saldo fue de un millón de muertos y más de un millón de emigrados, lo que causó que el número de habitantes de la isla cayera entre un 20 % y un 25 %. El propio Joyce, por otra parte, sufría de reuma y andaba siempre con una papa en el bolsillo, por consejo de un tío suyo. De modo que, para entender del todo, no basta con leer todo el libro: hay que leer también sus alrededores.

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La técnica que Joyce usó como nadie a lo largo de todo el Ulises es la del monólogo interior, la representación del flujo de la conciencia de los personajes: sus pensamientos, sus recuerdos, sus asociaciones de ideas. En el capítulo dedicado al monólogo interior de su libro El arte de la ficción, el escritor británico David Lodge usa como modelo, como no podía ser de otro modo, el Ulises. Y uno de los tres fragmentos que analiza es el párrafo del capítulo 4 en donde aparece la papa.

Lodge coincide en que la dichosa papa en el bolsillo “desconcierta al lector que lee el texto por primera vez”. Pero agrega que esa es una de las claves para que el monólogo interior funcione: “Semejantes adivinanzas añaden autenticidad al método, pues es obvio que el flujo de conciencia de otra persona no puede resultarnos totalmente transparente”.
También es monólogo interior el “not there” que Bloom piensa justo antes de tocar la papa, cuando se lleva la mano al bolsillo y advierte que la llave no está. “La omisión del verbo —afirma Lodge— transmite el carácter instantáneo del descubrimiento, y el leve sentimiento de pánico que implica”.

Salas Subirat tradujo ese “not there” como “no está”, frase que no omite el verbo. ¿Es por eso menos certera la traducción? En castellano, el efecto del monólogo interior se mantiene, aunque si hemos de seguir el análisis de Lodge sería más exacta la traducción sin verbo del español José María Valverde (de 1976): “Ahí no”. En cambio el argentino Marcelo Zabaloy (en 2015) traduce: “No estaba”. Aquí el verbo no solo está explícito, sino que además se conjuga en pasado, lo cual deshace el monólogo interior: Bloom, como es obvio, piensa en tiempo presente.

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Zabaloy, por su parte, fue el primero de los traductores del Ulises a nuestro idioma que escribió papa y no patata. Hace poco le preguntaron a Concepción Company, lingüista mexicana nacida en Madrid, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, si deberían tenerse más en cuenta las variantes latinoamericanas para elaborar diccionarios y gramáticas. “Ese es el ideal —contestó ella—, y creo que estamos en el camino de mostrar la riqueza del español americano, que además aporta aproximadamente el 92 % de los nativos de lengua española”.

Al elegir un ejemplo para completar su explicación, fue como si Company recordara el talismán de Leopold Bloom: “Un peruano y un español pueden tener discusiones acaloradísimas de por qué la palabra patata aparece como primera definición y no papa. En patata se define el tubérculo y el 92 % de los hispanohablantes se sienten en segundo lugar. La gramática dice: en Perú se dice así, en Ecuador así, y en el ‘español general’ de tal modo. Pero ¿cuál es ese ‘español general’ si hay 350 millones de hispanohablantes que lo dicen de otra forma?”.

Estamos muy lejos de ser lectores perfectos. No solo por la incapacidad de intuir de inmediato una novela completa, sino porque no conocemos todos los idiomas y eso nos obliga a leer traducciones. Cada palabra tiene una determinada función en la economía del texto, y el sentido se articula sobre decisiones políticas (de política de la lengua) y sobre qué forma dar en nuestro idioma a expresiones tan breves como not there. ¿“Ahí no”? Cada vez que nos despertemos, la tensión en torno a las traducciones seguirá estando ahí, como la papa en el bolsillo de Leopold Bloom.

"Editar es una forma subrepticia de opinar sobre el estado de la cultura contemporánea"

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La columna de Damián Tabarovsky en el diario Perfil del fin de semana pasado trata sobre la edición y su historia.

En torno a la edición

¿Qué historia de la edición estaría faltando y por qué? La edición es, como pocas, una institución sobredeterminada, para decirlo con las viejas palabras del marxismo estructuralista a lo Althusser, es decir, una institución condicionada simultáneamente por varios factores. Una institución de cruce: primero, pertenece a la industria cultural, con todo lo que se juega en ese oxímoron, en esa tensión entre industria y cultura: de un lado la economía, la producción en serie, la distribución, el stock, la tecnología… del otro lado, la singularidad de cada libro, de cada autor, la dimensión artesanal de la edición. Pero también y sobre todo la edición es una institución de cruces, porque ella, como un prisma, permite ver el estado de la cultura y de la literatura en un momento dado.

Es decir, permite preguntarnos acerca de qué libros se publicaron en que época y en qué contexto, y también qué libros no se publicaron en esa época y en ese contexto. Y también qué circulación tuvieron esos libros, qué debate generaron, qué tomas de posiciones existieron detrás de esos libros. Las editoriales, entonces, pueden ser pensadas como la caja de resonancia de esos debates. O a veces como las impulsoras de esos debates, e incluso, en casos extremos, pero no por eso menos ciertos ni menos interesantes –al contrario, tal vez sean los más interesantes– las editoriales pueden ser pensadas como la vanguardia de esos debates. Tal vez podríamos decir que así como hubo (¿o hay?) autores de vanguardia, hubo (¿o hay?) editoriales de vanguardia.

Por supuesto no bien escribo “editoriales de vanguardia” pienso en el aspecto cultural, tal como lo mencionaba más arriba, y menos en la dimensión “industria”. ¿Cómo se concilia la perspectiva de un catálogo de vanguardia con la dimensión industrial, hecha de costos, pagos, salarios, beneficios (¡O pérdidas!), etc., etc.? Bueno, muchas veces no se concilian, y esas editoriales han durado muy poco, pero a la vez han sido cruciales. La historia de la edición es también la de esas editoriales que duraron poco, pero que marcaron su época, que dejaron una huella cultural mucho tiempo después de su desaparición. En Argentina, pienso en la editorial Jorge Alvarez, que duró solo unos pocos años a fines de los 60, pero que publicó algunos de los primeros libros de Puig, Walsh, Piglia y muchos otros. Medio siglo después todavía estamos hablando de una editorial de duración muy breve (hablamos tanto de ella que a veces pienso que está un poco sobrevalorada). Pienso también en Santiago Rueda (de la que hablamos tan poco que da algo de vergüenza. Por suerte sé que un buen ensayista e investigador está preparando un libro sobre su trayectoria) en los años 50, extraordinaria editorial que quedó algo opacada detrás de Sur, pero que tradujo por primera vez al castellano Ulises de Joyce, y algunos tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, por Estela Canto. Se trata de pensar la edición bajo una perspectiva fuertemente intelectual porque es ella misma una de las grandes instituciones intelectuales de los siglos XX y XXI.

Editar es una forma subrepticia de opinar sobre el estado de la cultura contemporánea. Pues aquí el primer signo de nuestro tiempo: la nefasta hiperconcentración editorial de los grandes grupos multinacionales, solo posible en una época neoliberal sin ninguna alternativa de izquierda a la vista.

Malpaso, ACEtt y los traductores: un culebrón

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Desde que la editorial Malpaso, propiedad del magnate mexicano Bernardo Domínguez Cereceres. se instaló en España, todo es muy confuso. Por un lado, sus malas prácticas para con autores y traductores (esto es, incumplimiento de contratos y de pagos) ha motivado todo tipo de quejas de unos y otros, y cobrado un inusitado estado público acaso por razones que escapan por completo al mundo editorial. 

De hecho, ACEtt, la institución que dice “defender los intereses y los derechos jurídicos, patrimoniales o de cualquier otro tipo de los traductores de libros”, recibió las primeras quejas sobre Malpaso en 2014 (un reciente comunicado habla de 2016), cuando Ricardo García Pérez, uno de los socios de la institución, transmitió su preocupación en el foro interno porque Julián Viñuales–un editor de muy mala reputación entre los traductores españoles por sus malas prácticas en el fundido sello Global Rhythm–, se había embarcado en el proyecto de Malpaso. 

Carlos Fortea, presidente de ACEtt, hizo averiguaciones y decidieron dejar la cosa como estaba porque Viñuales no tenía participaciones en Malpaso, sino que era un trabajador más. García Pérez, al parecer, había denunciado a Viñuales por los pagos pendientes que Global Rhythm le adeudaba, pero nadie hizo nada por ayudar a este hombre, lo que pudo haber sido el desencadenante para que García Pérez renunciara a ACEtt. Lo que sí es cierto –y puede que de ahí venga el error– es que en diciembre de 2016, luego de que muchos socios se quejaran por falta de pago, Malpaso dejó de estar entre las editoriales adheridas al contrato tipo de ACEtt.

Ahora bien, la cosa pasó a mayores. Fue así que Carlos Fortea, quien difícilmente mueva un dedo por los asociados de ACEtt (cfr. lo que pasó cuando Yolanda Moratódenunció el posible plagio de Mercedes Cebrián–ver entradas de este blog correspondientes a los días 8, 9, 19 y 26 de febrero,  y 5,  6 y 12 de marzo de 2017–, y el comportamiento que tuvo Enrique Redel, dueño de la editorial Impedimenta, cuyos libros Fortea comenta puntualmente en distintos foros: http://impedimenta.es/libros.php/leccion-de-aleman, http://impedimenta.es/libros.php/historia-y-desventuras-del-desconocido, http://impedimenta.es/libros.php/wadzek-contra-la-turbina-de), el 27 de julio pasado lanzó un comunicado en los siguientes términos:

“Ante las noticias publicadas estos días en prensa (leer aquíaquíaquí y aquí) sobre la situación legal y económica del grupo Malpaso (que incluye los sellos Malpaso, Lince Ediciones, Salto de Página, Biblioteca Nueva, Dibbuks y Jus), ACE Traductores quiere hacer públicos los siguientes extremos:

ACE Traductores rompió en diciembre de 2016 toda relación con el grupo Malpaso, debido a que ya en ese momento había tenido noticias de sus socios respecto a incumplimientos contractuales e impagos, y expulsó al grupo de la lista de editoriales firmantes de su contrato tipo.

ACE Traductores se alegra de que muchas denuncias que hasta ahora circulaban en silencio se hayan hecho públicas, reitera a los traductores afectados la disponibilidad de sus servicios jurídicos para reclamar sus derechos y exige a Malpaso regularizar la situación de todos los posibles afectados.

ACE Traductores exhorta al resto de actores del sector editorial a condenar la existencia de tales prácticas, tanto para preservar el buen nombre del sector como para no exponer a los profesionales a situaciones como las que han sufrido a lo largo de estos meses.”

Acá hay que empezar a recapitular un poco porque muchas cosas podrían sospecharse.

EL CRECIMIENTO DE MALPASO
La primera tiene que ver con que Malpaso, en muy pocos años, ha crecido exponencialmente mucho más que cualquier otra editorial que funcione en España. Como datos curiosos, podrían señalarse los contratos por  250.00 y  120.000, respectivamente, para publicar textos de Bob Dylan y Elton John, inversiones que, con toda la furia, no se recuperan así como así.

Parte de la explicación podría hallarse en otra parte, según señala el periodista, escritor y traductor Armando López Vaquero, en un artículo publicado en Mundo crítico (http://mundocritico.es/2016/05/malpaso-de-donde-saca-para-tanto-como-destaca/).“La respuesta a la potencia financiera de Malpaso –anota López Vaquero– hay que buscarla en la foto que falta en la sección de su web llamada ‘Quién hay detrás de Malpaso’. La foto que corresponde a Bernardo Domínguez Cereceres, empresario mexicano que se define como ‘la mano invisible’. Esta mano corresponde a un empresario mexicano que desde la construcción, y a través del grupo DSC, ha ganado contratos con la CFE, Pemex, la SCT, y gobiernos estatales y municipales para la construcción de montajes electromecánicos, así como obras marítimas y viarias. Hoy en día, además de ser un potente grupo constructor,  DSC cuenta con filiales como DSC Comercial la cual adquirió el Grupo Ferretero Lavi, una empresa ferretería con 46 sucursales en los Estados Unidos o Turismo DSC, otra filial a través de la cual adquirió y gestiona hoteles en Acapulco, Cancún, Ixtapa y Puerto Vallarta, entre otros”.

DINERO PRESUNTAMENTE NEGRO
La segunda  cuestión que importa aquí es que Bernardo Dóminguez Cereceres ha apoyado económicamente a Jordi Pujol Ferrusola, el hijo mayor del ex presidente de la Generalitat, alguien que estaba siendo investigado por blanqueo y evasión de capitales. Hay que aclarar que, antes de todo este escándalo, ambos fueron socios en México.

Así lo explicaba un artículo sin firma, publicado por El Sol de México, el 7 de agosto pasado (https://www.elsoldemexico.com.mx/doble-via/virales/los-malos-pasos-de-la-editorial-mexicana-malpaso-en-espana-1897588.html):

“Hace apenas dos años, la joven editorial Malpaso revolucionaba el mercado español comprando los derechos de Bob Dylan. Pero ahora esos sueños de grandeza se desvanecen entre la investigación por blanqueo a su propietario mexicano y serios problemas de liquidez.

Los apuros de esta editorial fundada en 2013 por el empresario de la construcción mexicano Bernardo Domínguez Cereceres salieron a la palestra a finales de junio, pero no sorprendieron en Barcelona, capital mundial de la edición en español y sede de Malpaso.
Desde hacía años, el sector recelaba del desorbitado crecimiento del grupo: conseguían cotizados derechos de traducción, adquirían otros sellos, publicaban 200 títulos anuales y abrían una librería o incluso un restaurante que inauguraron con una fiesta con mariachi.
Pero el castillo de naipes empezó a desmoronarse el 26 de junio: Domínguez Cereceres fue detenido acusado de blanquear dinero para la familia de Jordi Pujol, expresidente regional de Cataluña (1980-2003) caído en desgracia por las sospechas de corrupción sobre él, mujer e hijos.

Después del interrogatorio, quedó en libertad pero se le retiró el pasaporte.

En México, la abultada fortuna del propietario del vasto consorcio de la construcción DSC y cercano al expresidente Vicente Fox ya había despertado suspicacias.

‘Bernardo Domínguez Cereceres, las dudas de una fortuna’, titulaba un largo artículo publicado en octubre por el periódico Milenio, que repasa capítulos oscuros de su trayectoria empresarial, salpicada ya con aventuras editoriales fracasadas.

‘MALPAGO PAGA YA’
Poco después de la detención, otra tormenta se abalanzó sobre la editorial: la etiqueta #Malpaso- PagaYa se viralizó en redes sociales por las denuncias de impagos a escritores y traductores.

Desde la editorial reconocen estos problemas de liquidez que atribuyen a la demora de una inyección de capital de su propietario desde México: ‘Se está pagando pero no a un ritmo óptimo, muchos proveedores están cobrando pero otros no’. Según Carlos Fortea, presidente de la asociación de traductores ACE, sus afiliados empezaron a denunciar impagos a finales de 2016 ‘y la situación ha ido a peor’.

UNA APUESTA FALLIDA
Los fondos procedían exclusivamente de Bernardo Domínguez Cereceres, ‘una persona con mucho dinero que quería ser un gran editor’. Pero las remesas que llegaban desde México para mantener el negocio editorial empezaron a dilatarse a mediados de 2017, cuando la investigación sobre presunto blanqueo empezaba a cernirse sobre él, asegura el extrabajador.

El grupo está tomando medidas para ‘adaptarse a la realidad del mercado’: la plantilla se redujo en más de la mitad y volverán a publicar cuarenta títulos”.

Ahora bien, si bien todo esto es cierto, hay una tercera cuestión –sin duda odiosa– que se relaciona con el origen de la editorial que, reiteramos, es mexicana. Raramente se llega a este tipo de repudio en España cuando las editoriales son españolas y, sin embargo, muchas de sus malas prácticas son exactamente iguales que las que se le imputan a Malpaso. Eso, por supuesto, no justifica nada. Unas y otra incurren en delitos. Pero que los delitos, cuando son mexicanos, sean más delitos que cuando son españoles parece por lo menos un tanto tendencioso como demuestra la reacción de ACEtt ante la evidencia flagrante de lo que muchos socios venían denunciando hace tiempo y que forzó a la asociación a tomar una postura formal (porque la efectiva todavía está por verse: la gente sigue sin cobrar) bastante inédita hasta ahora.

¿Continuará?

"Abogo por la tolernacia de ambos lados"

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Continuando con nuestras columnas de los viernes, es el turno de la traductora española Itziar Hernández Rodilla, quien se dedica aquí a reflexionar sobre la lengua que nos separa.

400 millones de españoles

Hace unos años leí Nocturna, de Guillermo del Toro y Chuck Hogan, y la leí en la traducción al español de un tal Santiago Ochoa solo porque la había visto muy criticada. Y ¿qué puedo decir? A mí no me pareció tan mala…

Es cierto que encontré floja la novela y que decidí enseguida que me ahorraría la segunda y la tercera parte de lo que creo que es una trilogía. Pero, teniendo en cuenta que el español que usaba el traductor se parecía bastante al que hubiese utilizado Guillermo del Toro de haber escrito directamente en castellano, supongo que podemos decir que cumplía aquella falacia tan repetida de que el texto traducido debe quedar como el autor original lo hubiese escrito si la lengua de traducción fuera la suya.

Entonces, ¿por qué mereció tan mala fama? Mi teoría es que a los españoles leer un castellano ajeno al nuestro nos cuesta. Y nos cuesta porque no nos educan para ello. A ver cómo lo explico. Porque los clásicos sudamericanos que leemos harían suponer lo contrario, ¿no?

Veamos. La primera vez que oí un «cachái» chileno y todo el consecuente tuteo en «-ai», «-ís», «-íh», yo ya había cumplido los treinta años, sabía que las princesas Disney llevaban vestido por no tener que escoger entre «falda», «pollera», «saya» o «enaguas», había acabado dos carreras en la universidad y leído unos cuantos libros escritos por argentinos, chilenos, colombianos y peruanos, que yo recuerde. Pero era la primera vez que era consciente de que existiera tal forma del tuteo (al voseo argentino llegaba, aunque solo fuese por Les Luthiers).

La razón más obvia para esto es, por supuesto, que en Chile, por ejemplo, esa forma del tuteo se consideraba un uso aplebeyado y vulgar de la lengua y, por tanto, la acción normativa de la escuela hacía hincapié en los preceptos de la gramática tradicional; es decir, la de la minoría de hablantes de castellano de la Península Ibérica. Así pues, el uso culto que hemos leído ha tendido siempre a parecerse al español que hablamos. Incluso cuando han sido traducciones hechas en Sudamérica (y, durante un tiempo, era la única forma de leer la traducción de ciertos libros en España), esas traducciones se hicieron con el mismo espíritu de proyección que aquellos doblajes Disney que nos pertenecían a todos y que, como dice un amigo, en realidad no estaban en ningún idioma porque nadie hablaasí.

Con el tiempo, mi curiosidad personal, mis experiencias vitales y mis gustos, me llevaron a pasar una temporada en Buenos Aires, a leer castellanos menos parecidos al mío buscándolos y recomendándolos, pese a la extrañeza que causaban en algunos, a ver cine y series argentinas porque me gustan, a interesarme por el teatro que se hace allende los mares, a aprender, en definitiva, a querer los castellanos que no son el mío como obligación de alguien a quien le gustan los idiomas.  

Bien, llegados a este punto,creo que debo aclarar que estoy de acuerdo con lo dicho en esta entrada del blog en el que escribo invitada: «¿Por qué el lector debería leer en un castellano que no es el suyo? […] Cada región […] debería tener sus propias traducciones, para lo cual los responsables editoriales deberían provenir exclusivamente del mundo del libro y no ser exgerentes de Pepsi Cola o de una fábrica de autos». Para mí eso incluiría que, si la falacia antes mencionada tiene que funcionar para todos, los personajes traducidos tendrían que utilizar su voseo en Argentina y su peculiar tuteo en Chile, por no incluir más países.

Como decía Alejandro Ariel González escribiendo para El Trujamán, hablando de editoriales argentinas, quien traduce para ellas sabe que, por defecto, tiene que utilizar el «tú» como segunda persona del singular porque los editores quieren ganar dinero con sus libros colocándolos en otros mercados, que se resisten al «voseo». Y vuelvo, así, al comienzo de este articulillo. Si siempre nos protegen de los castellanos distintos al nuestro, ¿cómo conseguir que no nos resistamos?

Ahora bien, el mismo Alejandro Ariel aclaraba que el no usar el «vos» en traducción es algo que puede partir de los propios traductores; en cuyo caso, sospecho, podría pasarles lo mismo que a nosotros. Están contaminados por la cantidad de traducciones «normativas» que leen hasta el punto de que a ellos mismos les extraña su lengua. Quizá necesiten el mismo entrenamiento que los españoles.

Sea como fuere, esto tiene que ver también con muchísimas de las pegas que ponen los colegas del otro lado del charco a las traducciones españolas que les imponen las editoriales. Les chocan nuestros españolismos. Usos peninsulares que, por cierto, la mayoría de nosotros no sabemos que lo son por, siento repetirme, la gran inconsciencia que tenemos de los castellanos que usa esa mayoría de hablantes de nuestra lengua.

Esto es, advierto, una opinión personal, pero una de la que estoy profundamente convencida. Tanto que, desde que doy clases de Traducción en la universidad, una de las primeras recomendaciones que hago a mis alumnos es que salgan de su idiolecto y lean todos los tipos de castellano que puedan, que los oigan, que los busquen y que los aprendan para saber cuándo el suyo se está imponiendo, pero también cuándo dicen algo que no pertenece al castellano de su país y, por lo tanto, quizá no debería aparecer en sus textos. Eso sí, me pregunto si encontrarán esas otras variedades, vistos los muchos problemas que tengo yo para encontrar libros editados en Latinoamérica que leería con mucho gusto y, sin embargo, no puedo.

Sobre la forma de arreglar este desmán, es algo que dudo, pues dependerá de la causa. ¿Será cuestión de que la industria editorial, una vez más, nos impone cosas que les facilitan el negocio sin pensar en la cultura? ¿Será realmente una especie de alergia del lectora variedades de castellano que no son la suya? ¿Es posible educar esta extrema sensibilidad? Y ¿de qué depende? ¿Pasa por un cambio en la tarea prescriptiva dela Real Academia de la Lengua? ¿O por una mayor apertura de una sociedad aún nostálgica de su pasada gloria? ¿Es el famoso eurocentrismo? ¿O una cosa de individuos particulares cegados por su propia ignorancia?

Si no el problema, quizá por el individuo pasa la solución, y honrada como me siento de que los colegas argentinos me hayan invitado a dar mi opinión aquí, deseo que sepan que abogo por la tolerancia de ambos lados e intento poner mi granito de arena para que futuras generaciones de licenciados sean más conscientes de la riqueza que poseemos todos en la diferencia. Y,como se dice por estos lares, toda piedra hace pared.

El zorro opina sobre las mejoras que hay que hacer en el gallinero

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Como todo el mundo sabe,Guillermo Schavelzon es un agente literario argentino establecido en Barcelona. Con un largo pasado en diversas editoriales de uno y otro lado del Atlántico, ahora, ya ubicado del otro lado del mostrador, sigue siendo funcional a la lógica de las multinacionales, para las cuales trabajó durante muchos años. Tal vez bajo esa luz deban leerse sus opiniones, publicadas en Página 12 del 12 de septiembre pasado opuestas a las manifestadas en un artículo que Silvina Friera, publicara en el mismo medio unos días antes (ver entrada de este blog del 10 de septiembre de este año).

Una salida ante 
“el derrumbe y la catástrofe”

“La industria del libro vive un momento de franca desesperación”, dice la nota en que Silvina Friera reúne la opinión de un calificado conjunto de editores (Página 12, 8 septiembre 2018).

Muy diferente fue la historia cuando la edición argentina, a mediados del siglo XX, fue capaz de apoyarse y apoyar la excepcional capacidad de creación que había –y sigue habiendo– en el país, de traducción, de oficio editorial y de vanguardia cultural. Por eso, logró que casi todas las grandes obras literarias y de pensamiento de la época (Freud, Proust, Joyce, Dante, Camus, Sartre, Kafka, Mann, Marx, Gramsci, Althusser, Levi-Strauss...) se tradujeran y publicaran, por primera vez en español, en la Argentina, igual que los grandes best sellersinternacionales (Dale Carnegie, Lin Yutang, Saint Exupery, Wilbur Smith, Stephen King, Ira Levin, Tolkien, Bradbury, Charière...). Eso fue factible, entre 1950 y 1970, porque las editoriales publicaban para vender en todos los países de lengua española, no solo para el mercado local. Dos tercios de la facturación de Emecé, Sudamericana, Rueda, Siglo Veinte y Paidós eran por ventas al exterior.

Hoy, el principal problema es “el derrumbe” del mercado nacional, como dicen los editores, porque ningún país de mercado reducido puede sostener una industria editorial vendiendo solo en el mercado nacional. Al ser así, todo depende siempre de la coyuntura, y solo se conocen períodos excelentes o dramáticos, altibajos que no son desconocidos para las editoriales argentinas. Pero hay otro mundo posible, que está casi al alcance de la mano. Las posibilidades que ofrece una lengua común para 400 millones de personas es algo sin igual. No creo que se pueda decir que los editores tienen que ser comprensivos, porque “el país está sufriendo”; eso sólo lo dice el FMI. Quien sufre no es el país, sino los pobres, los de antes y los nuevos. Este mismo plan económico, basado en “la épica del ajuste”, aplicado en España durante los recientes diez años de gobierno del Partido Popular, ellos lo consideran un éxito: aunque la mitad de los menores de 30 años no tienen trabajo, el número de millonarios (los que declaran más de 30 millones de euros al año) se disparó en un 76%, “y las grandes fortunas crecen sin parar” (ABC, 19.6.2018).

Seguir reclamando apoyos al Estado no funciona: no los ha dado ni los dará; no le interesa darlos, ni en momentos de desesperación ni de prosperidad. La industria editorial argentina tiene que conseguirlo por sus propios medios. Para poder crecer de manera sostenida, necesita un mercado internacional, lo que hoy en día no es difícil de lograr ni se necesita ser una gran editorial. No me refiero a las grandes multinacionales, a las que no se les puede pedir que exporten desde la Argentina, para lo que tendrían que trasladar lo que ahora son beneficios en países de moneda estable y sin inflación a uno de gran inestabilidad. Pienso en el resto de las editoriales, que representan un porcentaje nada despreciable, tanto a las que tienen un proyecto cultural como comercial. En la actividad editorial, no alcanza con sobrevivir, se necesita crecer, ya sea publicando cada vez más o haciéndolo cada vez mejor.

Para vender en otros mercados hay que ofrecer un catálogo atractivo, lo que requiere salir al mercado internacional de derechos de autor (de “contenidos”,  como dicen los productores de televisión) en el que Argentina tuvo, hasta los años ‘70, un excelente lugar. Luego, con un peso sobrevaluado, el negocio fue importar, y las editoriales argentinas desaparecieron del mercado internacional de los derechos de autor, dejándole todo a España. Exportar libros argentinos no quiere decir libros de autor argentino. Aunque si una editorial tiene una buena red de exportación, estará en mejores condiciones de incluir autores locales en su oferta. Exportar libros es un negocio, exportar autores argentinos es una acción cultural. Se requiere un esfuerzo para modificar el concepto de “exportación”, olvidarse del correo, de los paquetes y de los conteiners. La exportación física de libros es lenta, costosa, burocrática, y poco rentable. Es de un siglo que ya pasó.

Algunas editoriales están aprovechando las posibilidades de las nuevas tecnologías, enviando archivos digitales para que, en otros mercados, se haga la cantidad de ejemplares que se pueda vender, ya sea cincuenta o cinco mil. Es sencillo, las reimpresiones son rápidas, los costos son constantes, no hay problemas de papel ni de calidad. Además, no hay fletes, aduanas, controles burocráticos ni gastos de envío. Cada vez hay más empresas en España (un mercado más grande que el de todos los países latinoamericanos sumados) que dan este servicio a editoriales chicas y medianas de otros países. Esto es hoy la exportación, un negocio optimizado, sin stocks, sin requerimientos logísticos que ya no hay o son muy caros, donde la eliminación de gastos permite márgenes que aseguran concentrarse en la actividad esencial del editor: elegir qué publicar, contratar, encargar, desarrollar proyectos, traducir, diseñar, hacer todo el proceso previo a la impresión; lo que, en definitiva, es lo estratégico de la edición. Trabajos que no dependen de la localización, solo de una buena conexión a internet. Esto es lo mejor del aporte de las nuevas tecnologías: la digitalización de la edición, que no tiene nada que ver con el libro digital.

Cuando no existía internet ni se podía imaginar lo que llegaría años después, lo esencial se lo escuché decir a José Manuel Lara Bosch, entonces vicepresidente del grupo Planeta: “A América Latina hay que mirarla siempre en forma conjunta; si miras a un solo país, tienes un infarto cada cinco años”. Nunca tan válida como hoy esta concepción de la actividad editorial. Para exportar ya no hay que preocuparse por las tarifas de transporte ni por tener enormes depósitos donde guardar los libros, ni intentar sostener un precio estable en dólares. Hace dos semanas, un libro costaba 20 euros, y hoy cuesta 12. El gobierno, en lugar de intentar transformar el desastre en una alternativa, alentando la exportación de libros, les puso una retención.

Hace treinta años, España se quedó con todos los mercados del libro en español, que la Argentina y México no tuvieron posibilidades de sostener. Hoy España ya no parece una amenaza, mientras que su gran mercado interno (celosamente cuidado por quienes lo dominan) se convierte en una oportunidad. La amenaza está en otro lado, los libros vendrán cada vez más de China, el país que actúa más a largo plazo, por lo que no me llamaría la atención que comience a ofrecer facturar y cobrar en pesos argentinos.

Creo que hay que poner todos los esfuerzos en desarrollar una nueva forma de exportación y vender libros en todos los países. Publicar para el mercado local es como hacer malabarismo. El libro es un producto sin demasiadas ventajas diferenciales más allá de su contenido, pero tiene una: se puede producir y fabricar en cualquier lugar, algo que no podrían hacer los sojeros, por poner un ejemplo. La edición argentina tiene una oportunidad para volver a lograrlo.

En septiembre, el SPET tiene como invitada a María Constanza Guzmán

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En el próximo encuentro, que tendrá lugar el miércoles 26 de septiembre a las 18:30 en el Salón de Conferencias del IES en Lenguas Vivas “Juan R. Fernández” (Carlos Pellegrini 1515), nuestra invitada María Constanza Guzmán ofrecerá una conferencia sobre “El archivo del traductor: hacia una genealogía dela literatura latinoamericana a partir de la traducción”

María Constanza Guzmán es profesora en la Escuela de Traducción y el Departamento de Estudios Hispánicos en la York University (Toronto, Canadá). Obtuvo un doctorado en Literatura comparada y traductología de la State University of New York, una maestría en Traducción de la Kent State University (Estados Unidos) y una licenciatura en Filología e idiomas de la Universidad Nacional de Colombia. Sus intereses de investigación se centran en la traductología, la literatura comparada y los estudios latinoamericanos. Ha publicado varias traducciones, entre ellas la de la novela La sombra de Heidegger de José Pablo Feinmann (2016, trad. con Joshua M. Price). Es autora de numerosos artículos y del libro Gregory Rabassa's Latin American Literature: A Translator’s Visible Legacy (2011). Ha participado como coordinadora de varios volúmenes, entre ellos The View from the Agent: Daniel Simeoni's“traductologies" (2015), Deterritorializing Practices in Literary Studies (2014) y Translation and Literary Studies: Homage to Marilyn Gaddis Rose (2012). Es directora de la revista multilingüe Tusaaji: A Translation Review y actualmente se encuentra coordinando un número especial sobre la traducción en publicaciones periódicas para la revista Translation and Interpreting Studies (TIS). (Ver otras publicaciones)


Lectura sugerida:
Guzmán, M. (2013): “Translation North and South: Composing the Translator’s Archive”. TTR : traduction, terminologie, rédaction26(2), 171–191.

Quienes confirmen su asistencia recibirán por correo electrónico el material de lectura sugerida para este encuentro.

Quienes tengan previsto solicitar un certificado de asistencia deberán firmar después de la reunión en la lista disponible en Cooperadora.

Un breve informe sobre editoriales desde Medellín

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Con la firma de Giselle Tatiana Rojas Pérez, la siguiente nota, que da cuenta de la actividad editorial independiente en Medellín, se publicó en El Mundo.com, de Colombia, el pasado 7 de septiembre.

El desafío de ser
pequeña editorial en Medellín

Mientras haya lectores para libros habrá editoriales para publicarlos, eso cree Iván Hernández, director de Frailejón Editores. Pero si se camina en el rumbo de ser una editorial independiente en Medellín, el trayecto puede hacerse cada vez más angosto, y ahí se debe defender “la bandera” la “tipología y naturaleza” que cada una de estas casas de libros tenga, añadió.

Las publicaciones de las editoriales independientes son libros en los que se privilegian sobre todo las palabras, “se busca que estén bien hechos, que el lector sienta un gran placer al leerlos”, añadió Hernández.

Hilo de Plata, La Carreta, Sílaba, Tragaluz y el mismo Frailejón son editoriales que han sobrevivido en el mercado de libros local por la sola convicción de hacer que el libro nunca muera. Ellas han contribuido a que nuevos autores, autores ya reconocidos y otros más olvidados puedan difundir su obra. 

El carácter de estas editoriales
Son casas para publicaciones que se la “luchan” en un mercado aislado de las grandes cadenas internacionales, y eso es para Janeth Posada, directora de Hilo de Plata Editores la “chispa” diferenciadora en el universo dedicado a los libros, su “mirada opuesta al mercado”.

Aseguró Lucía Donadío, directora de Sílaba Editores, que este tipo de editoriales existe porque todavía se venden libros, aún hay muchos lectores, muchos escritores. “Nosotros sobrevivimos básicamente de la venta de libros, también prestamos algunos servicios editoriales, pero es con la venta de publicaciones que se financia nuestra existencia”, precisó.

Aunque el mundo de la tecnología también ha golpeado a las casas editoriales, como en otros ámbitos de la cultura, incluyendo el mercado de la música, las firmas dedicadas al libro “poseen un flujo constante de venta, el libro parece ser un elemento de la cultura que se ha resistido a su desaparición, será porque aún hay muchas historias por contar como libros por leer de nuestro territorio”, relató Posada.

Para estas editoriales está claro que el mundo digital es una carta con la que tienen que jugarse una parte de su existencia, ya muchas han sacado algunos de sus productos en digital, “y puede crecer, y seguramente seguirá creciendo muchísimo, pero creo que siempre habrá unos nichos de lectores, un mercado para las editoriales”, consideró Iván Hernández.

Esa es una tranquilidad, es el ánimo por no desistir que “consuela” a este gremio, es un secreto a voces, manifestó además la directora de Hilo de Plata Editores, “no sólo hay editoriales que aún hacen libros sino que todavía hay lectores que compran libros impresos”, reafirmó ella.

Las publicaciones de estas editoriales tienen unas características diferenciadoras. Por ejemplo, los libros de Tragaluz son “muy diseñados”, dijo Pilar Gutiérrez, directora de esa firma, en sus publicaciones cada una de las páginas contiene una serie de detalles en los que sobresale el diseño.

Algo similar es lo que hace Frailejón Editores, en cuyas publicaciones se resalta el hecho de que son ecológicas, “creemos en el libro bonito, hecho con cuidado, con buen gusto, con materiales naturales como un regalo a la vida de la humanidad; es decir, queremos hacer ediciones muy especiales para que quien acceda a ellas se sienta muy privilegiado”, detalló el director.

Las opciones del gremio

Algunas editoriales independientes tienen la ventaja de que como son empresas pequeñas, pueden hacer tirajes de impresión pequeños, esto ha constituido su forma “misional”, pues “en la medida en que los libros se van vendiendo, se permite que haya flujo para hacer otros títulos”, declaró Janeth Posada.

La impresión bajo demanda, como también se le conoce a este recurso de las editoriales independientestiene la ventaja de que la suma a invertir es mínima y no se arriesgan grandes cantidades de dinero.

En la baraja de opciones para mantenerse en pie de las editoriales pequeñas de Medellín también está el recurso de participar en las convocatorias del Estado. Algunas de ellas son las promovidas por Fundalectura, cuya entidad ha procesado físicamente 6 millones de títulos independientes para la dotación de más de 1.600 bibliotecas públicas del país. También están las del Ministerio de Cultura, las de la Alcaldía de Medellín (Beca de creación literaria) o la de la Gobernación de Antioquia.

Lucía Donadío especificó que esta es una opción para muy pocos títulos, pues no existe la suficiente cantidad de convocatorias que solventen el total de libros que cada editorial saca el año, que en promedio está en doce títulos, uno por cada mes.

“Hemos participado en convocatorias del Estado, algunas nos las hemos ganado, otras no. También hemos hecho muchos libros en co-edición con la Alcaldía de Medellín, por ejemplo de la colección Letras vivas. Hay cierto apoyo del Estado, no tanto como quisiéramos, pero sí lo hay”, fueron las palabras de la directora de Sílaba Editores.

Otra de las opciones de este gremio son las ferias de libros y ahí Fiesta del libro, el evento del libro internacional de Medellín, ocupa un “lugar privilegiado”. 

Para Iván Hernández en la cultura y en la memoria colectiva, el libro juega un papel muy importante, y es por eso que las ferias del libro que se hacen en las ciudades del país tienen doble beneficio para las editoriales, pues cumplen su carácter de promover la lectura de libros en el territorio y abren la oportunidad a las pequeñas editoriales de competir igual a igual con las más grandes del mercado y, a su vez, promover a sus autores.

“Son espacios muy buenos para dar a conocer los libros, para vender”, justificó Lucía Donadío.

Tanto el director de Frailejón Editores como la de Sílaba Editores coincidieron en afirmar que la Fiesta del libro de Medellín es más que una celebración de la cultura y del libro, “en esta feria normalmente nos va muy bien. Fiesta del libro para nosotros es la mejor feria que hay, es la venta esperada del año”, adujo Donadío.

Otro apartado de la baraja de opciones son los diferentes servicios editoriales que prestan estos fondos. Se trata de publicaciones que no necesariamente llevan el sello de la editorial, pero que llevan todo el proceso que en la editorial se maneje; además de apoyos en diseño, diagramación, corrección de textos, orientación estilística, ilustración, en fin, todo lo relacionado con la asesoría editorial.

"Las academias podrían crear algo para patrocinar una palabra que está en peligro de desaparecer"

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En el diario mexicano La Jornada, del pasado 1 de septiembre, la periodista Ericka Montaño Garfias entrevistó al escritor peruano Fernando Iwasaki,con motivo de la presentación de su libro Las palabras primas, ganador del Premio Málaga de Ensayo.

Las academias de la lengua española
se convierten “en curiosidades culturales”

 En momentos en que las academias de la lengua se han convertido en curiosidades culturales, queda en los escritores, periodistas, medios de comunicación y profesores la tarea de cuidar al español que hablan alrededor de 570 millones de personas pero que, pese a ello, no ha logrado erigirse en una lengua que domine las ligas mayores del conocimiento, la filosofía, las finanzas o la diplomacia.

Esas son algunas de las reflexiones que el escritor Fernando Iwasaki (Lima, 1961) hace en entrevista con La Jornada, con motivo de su libro Las palabras primas (Páginas de Espuma), con el que obtuvo el noveno Premio Málaga de Ensayo, el cual fue presentado en la Fundación Elena Poniatowska Amor.

Esa obra la escribió desde la melancolía por las palabras que se fueron y el idioma que hablaban su abuelo y su padre –japonés, en una variante muy particular.

“Toda la importancia que los hispanohablantes tenemos en el arte, la música, la poesía, el cine o la gastronomía no se refleja en la filosofía, la ciencia, la diplomacia de alto nivel o la economía (…) para que un académico mexicano, por ejemplo, sea reconocido en todo el mundo por sus conocimientos sobre Sor Juana, tiene que publicar en inglés”.

Rescatar vocablos
El futuro del español, considera Iwasaki, tiene que verse desde tres aspectos: “La parte relacionada con el proceso de escritura o lectura del español y que se vincula con los aparatos que ponemos sobre la mesa (teléfonos inteligentes y tabletas); eso condiciona muchísimo el desarrollo de una lengua, desde mi punto de vista.

“En segundo lugar está el tema de los hablantes y nuestra relación con nosotros mismos, la cual creo es la más saludable porque los latinoamericanos somos menos intransigentes que los españoles a la hora de asimilar mutuamente nuestras palabras. Y el tercer aspecto, el que más me preocupa, es el futuro del español en el dominio de las ligas mayores del conocimiento. En Europa sería impensable que el español sea alguna vez lengua oficial de la Unión Europea, porque sólo lo hablan en España y a veces ni siquiera. Por eso el futuro de nuestra lengua está en América Latina”

–¿A quién le correspondería proteger el idioma: a los jóvenes, las academias, los periodistas y los escritores?
–La academia es una especie de notaría, un lugar donde se almacenan previo registro las palabras que se sabe que las personas utilizan, no tienen otra función. Las academias son casi una curiosidad cultural. Hay algunas, como la Mexicana, que son muy influyentes, pero son notarías. Lo verdaderamente jugoso se hace fuera.

“Creo qué son los medios de comunicación, los que escribimos en prensa, los que publicamos libros, los que impartimos clases, los que tenemos que expresarnos bien. Los jóvenes están para transgredir las normas, entonces que un chiquito diga: ‘yo no voy a poner las tildes’, bueno, pues que no las ponga, pero un día las pondrá porque no es lo mismo: ‘la pérdida de tu madre’ que ‘la perdida de tu madre’.”

–¿Y qué hacemos con todas esas palabras que ya se perdieron?
–Se me ocurren algunas cosas: así como pagamos por Netflix, Spotify o iTunes, por no hablar de las plataformas para ver futbol, las academias podrían crear algo para patrocinar una palabra que está en peligro de desaparecer. Si eso supone que a lo mejor yo les deje 25 dólares al año para que ese vocablo exista es que ya estoy haciendo algo importante.

“No lo hará todo el mundo, pero los que trabajamos con las palabras y las amamos a lo mejor nos lo pensamos, y pueden ser palabras de tu país o del Siglo de Oro. Me encanta la palabra rosicler que es la luz de la mañana, pero cuando la escribes en el teléfono te la cambia por reciclar; eso es algo penoso.”

–¿Qué palabra patrocinaría?
–Es una palabra que utilizo mucho, aunque no se usa tanto, coruscante. La uso porque me dijo una vez el director de la Real Academia Española que cuando escribimos en la prensa –y esto es bueno que lo sepan todos los profesionales de la comunicación–, los algoritmos cazan las palabras y van indicando a las academias esta palabra se está usando; entonces podemos hacer eso con especies de animales, nombres del los aperos de labranza, porque estos instrumentos de México serán los mismos que los de Perú, pero se llaman diferente, y como nadie quiere ser un campesino hoy, se van a perder los nombres.


Entrevista con Alberto Díaz: una verdadera institución argentina del mundo de la edición

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“Editó más de 4 mil libros en casi cincuenta años de carrera. Borges, Quino, Di Benedetto, Gelman, Piglia y Saer fueron algunos de los autores que publicó. Dirigió y fundó editoriales en México, Colombia y Argentina. Persecución, exilio y unas minivacaciones con Cortázar, en este reportaje a uno de los últimos ejemplares de la edición tradicional, una especie en extinción”. Esto es lo que dice la bajada de la larga nota y entrevista que Alejandro Belloti, le dedicó al editor Alberto Díaz. Publicada el 16 de septiembre pasado, en el suplemento cultural del diario Perfil, de Buenos Aires, se reproduce aquí parcialmente.


El talentoso señor Díaz

Alberto Díaz nació en Buenos Aires en 1944. Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires y fue docente en la Facultad de Filosofía y Letras en diferentes etapas hasta 1993. A fines de los años sesenta se inició en el mundo editorial al ingresar a trabajar en Siglo XXI Editores Argentina. Estuvo allí hasta 1976, cuando debió exiliarse en Colombia, donde se hizo cargo de la delegación que esa misma editorial estaba abriendo en Bogotá. En 1978 se trasladó a México; fue allí donde, luego de un breve tiempo en Siglo XXI, pasó a dirigir Alianza Editorial Mexicana. En 1983 volvió a Argentina, donde constituyó y dirigió Alianza Editorial. Con la compra de esta editorial por el Grupo Anaya, también pasó a dirigir editorialmente a Editorial Losada. En 1993 comenzó a trabajar en Espasa Calpe, que se fusionó con el Grupo Planeta, donde actualmente es director editorial de Emecé y de los sellos Seix Barral, Espasa Calpe y Destino.

–¿Qué debe tener un buen editor?
–La primera condición es que te tienen que gustar los libros, y tener el hábito de lectura incorporado. Un editor no debe publicar su biblioteca, o sea no publicar solo lo que te gusta, tenés que publicar también lo que no te gusta, aunque sí debe estar dentro de cierta línea, lo que se relaciona con la composición del catálogo, otro punto fundamental, que te dará la identidad.

–La biografía de un editor es el catálogo.
–¡Exacto! Cuando el catálogo tiene forma y permanencia en el tiempo. O sea, vos publicás Majul… vende mucho, pero tiene la coyuntura del kirchnerismo, después nada. Pasan. Como editor, también tenés que salir a buscar libros. Para traducir, libros que se te ocurren y se los proponés a un escritor, y después están los instant books, como el que te mencioné. Hay dos tipos de editores: el que funda su propia editorial y el que es fuerza de trabajo. Si sos fuerza de trabajo, tenés menos identidad. Cuando yo empecé en América Latina surge, a través de la Cepal, luego de la Revolución Cubana, la Teoría de la Dependencia. Siglo XXI empieza a publicar todos los libros sobre la dependencia, toma ese nicho. En un momento salen varias novelas de dictadores. De las tres importantes, dos las publica Siglo XXI: El recurso del método, de Alejo Carpentier, y Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos (la otra es El otoño del patriarca, de García Márquez). Además, publicaba libros novedosos, que veinte años después se ponían de moda, como De la gramatología, de Jacques Derrida; nosotros hicimos la primera traducción en el mundo, y no vendimos nada. Veinte años después se puso de moda en EE.UU. y explotó.

–¿Cómo se conectaban entonces con el universo editorial?
–Nos enterábamos de las novedades por revistas especializadas; una de las más consultadas era la Quinzaine Littéraire, que te informaba de los lanzamientos, tipo boletín. Acá llegaba una semana después, mirabas lo que te interesaba y escribías carta a la editorial para pedirle que te reservara exclusividad para poder leer el libro y ver si te interesaba. Te daban el okay, te lo mandaban por correo, y luego de leerlo decidías. Negociabas la plata. Aunque también publicábamos mucho charlando con amigos y colegas en bares y restaurantes. Un recién llegado de París comentaba: hay tal tipo que la rompe, Sartre está trabajando sobre Flaubert, y así. El teléfono era una tortura, más allá de la diferencia horaria.

–¿Cuánto vale el olfato en la labor del editor?
–Mucho. Mirá, yo detecto en un momento que SigloXXI tenía siempre problemas de diciembre a marzo. Como era una editorial que manejaba mucho texto universitario, y no eran libros para leer en la playa, yo salvaba los números con los cheques que llegaban de países que les habíamos vendido libros durante el año, sobre todo Venezuela. Con eso pagaba los servicios, los sueldos. Pero no vendíamos nada. Entonces, un verano decido publicar A mí no me grite, y luego Yo que usted, de Quino. Empezamos a vender mucho también en esa época del año. Y sí, siempre me resultó fácil tener cierto olfato. El golpe cívico-militar de 1976 en Argentina lo encuentra vendiendo libros en Caracas; allí se cruza de casualidad con León Rozitchner –exiliado ya en Venezuela–, quien le comenta lo ocurrido. Ambos se estiran hasta la zona de Sabana Grande, donde todos los días a las siete de la tarde un argentino vende ejemplares de La Opinión que llegan con los vuelos de Aerolíneas Argentinas. Ahora sí, con el diario en mano, derrapan en un café para leer en profundidad. Comprenden de inmediato que se trataba de un golpe distinto. “Arribé a Buenos Aires el 27 de marzo. No había familiares con pancartas, con abrazos, como era habitual por entonces. La bienvenida quedó en manos de efectivos de la Aeronáutica, que nos subieron a un bus que finalmente nos dejó en Plaza Once. Ya estaba en marcha la II Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que se desarrollaba en el Centro de Exposiciones, al lado de la Facultad de Derecho. Al día siguiente fui a la editorial para preparar un informe del viaje a Venezuela. Allí estábamos con un amigo y colega, Jorge “Negro” Tula, esperando que nos pasara a buscar su mujer para ir a la feria. De pronto tiran la puerta, gritos, armas largas, cuerpo a tierra; efectivos de la Marina que nos llevan detenidos y nos dejan en lo que había sido la antigua Coordinación Federal, en la calle Moreno, a pocas cuadras del Departamento Central de Policía. Aislado siempre desde ese momento. Un par de veces me llevaron encapuchado para interrogarme. Patadas, trompadas, amenazas, pero sin picana. Una noche tocan la puerta de la celda: el policía bueno. “Hola, Alberto, ¿sabés que somos vecinos? Sacate la capucha. ¿Fumás, no? Tomá. ¿Por qué estás aca? ¿Estás casado? Sé que vivís al lado del almacén de la esquina de mi casa. Nos vimos la cara”. Sin respuesta de hábeas corpus, Díaz pasa incomunicado un mes y medio. Cuando finalmente lo sueltan, sin alianza, sin reloj y sin dinero, camina hasta su casa al encuentro de su hijo Carlos, de dos años, y de María Ester, embarazada de Laura. “Mi hija nace el 3 de julio; en la primera salida, un sábado, vamos a la plaza con los niños. En la vereda de enfrente veo a este policía bueno, junto a otro, que me hace señas, indicándome que cruce a su encuentro: ¿Sos pelotudo, vos? ¿No entendiste el mensaje? Que-te-fueras. Te salvaste de casualidad. Tenés una semana. Si para entonces seguís acá, sos boleta”. La familia Díaz inicia así el trip del exiliado. Lo dijimos: Colombia, México, etcétera. “Me molestó mucho la cobardía del sector editorial. En plena feria se allana y se clausura una editorial internacional importante y las autoridades ni siquiera leen una línea. Al otro que jodieron mucho fue a Centro Editor de América Latina (dirigido por Boris Spivacow; soportó la quema de miles de libros y fascículos, además de amenazas). Desaparecieron muchos correctores, escritores, traductores. Los únicos editores que caímos no desaparecidos, sino presos, fuimos Daniel Divinsky y yo. Divinsky, por publicar un libro infantil, todavía lo recuerdo. Había cinco deditos verdes que eran los malos y cinco rojos que eran los buenos. Por eso va en cana Daniel. El catálogo. En su dilatada carrera, Díaz editó y publicó, entre otros, a Juan Gelman, María Elena Walsh, Ricardo Piglia, Andrés Rivera, Eduardo Galeano, Antonio Di Benedetto, Jorge Luis Borges, Tulio Halperín Donghi, Mario Benedetti y Juan José Saer, quien le dedicó Las nubes.

–¿Trenzaste amistad con alguno de ellos?
–Con varios, aunque con Saer tuve una relación muy profunda, sin dudas. Mi vínculo con él arranca cuando publico Glosa por Alianza en el 85. Una relación hermosa que duró veinte años. El muere el 10 de junio de 2005; hablé ese mismo día, sobre La grande, que ya estaba casi terminada. El 11 me llamó el hijo para decirme que había muerto, y viajé a París para despedirme en su entierro. Era un tipo increíble, con mucho humor, un bon vivant que no gastaba un mango en pilchas, pero podía invertir lo que no tenía por un buen vino u ofrecer una comida increíble a sus amigos, porque además era un gran cocinero y anfitrión. Un tipo con una cultura vasta y profunda, pero que no hacía alarde de eso.

–¿Cómo era trabajar con él?
–El componía los libros como los poetas, en la cabeza. Pero tomaba notas. Cuando en su cabeza tenía el inicio, el final, y toda la estructura, empezaba a escribir en sus cuadernos enumerados. Esos cuadernos los pasaba a máquina e iba haciendo las correcciones, que eran casi nulas. Cuando se sentaba a escribir la novela, la terminaba en tres meses, pero capaz la estuvo elaborando diez años. Tenía siempre en la cabeza varias novelas. Algunas veces me pedía libros, casi nunca literarios. De pájaros, por ejemplo; solo para conocer el canto del jilguero, para incorporar solo dos líneas en una novela. O un libro de vinos. Decía que el argumento no importaba, pero que las descripciones debían tener fuerza material. El me mandaba el texto, yo lo leía, corregía lo que consideraba y se lo devolvía. La corrección era difícil porque tenía un uso de las comas muy particular, entonces yo debía revisar que no se las corrigieran. Porque si lo agarraba algún corrector con las normas de estilo… Si vos leés en voz alta un texto de Saer, tiene una musicalidad muy particular. El era asmático, un trastorno que te impone cierto ritmo, te ahogás si hacés una frase larga. Por eso el uso de las comas, la cadencia se la imponía su respiración. Es una hipótesis mía. Cuando él hablaba, lo hacía así, con esas pausas.

–Como editor, ¿qué le aportaste a su obra?
–Creo que he hecho algo bueno por su obra, y él ha hecho mucho por mí. Desde 1985 fui su (casi) único editor en castellano hasta su muerte. Hasta ese momento, Juani llevaba publicados en 25 años de trabajo once libros, en diez editoriales distintas de seis ciudades diferentes. Glosaen este sentido termina con esa modalidad errabunda e inicia una etapa de profesionalización creciente en la circulación de sus libros. En total le publico 23 libros en distintas modalidades de edición. Un día le digo que en Seix Barral quieren publicar dos novelas en España. Me dice no, meteles cinco novelas, y pediles 50 mil dólares. Si solo publican dos, el primero no se vende, el segundo ya ni lo mueven. No me leerá nadie, me haré mala fama. Si metemos cinco y les sacamos mucha plata se van a mover para que me lean. A él le interesaba arreglar el anticipo, lo demás no le importaba. De hecho, tuvo agente porque yo lo obligué.

–¿Schavelzon?
–No, una agente alemana que ya murió. Guillermo Schavelzon lo agarra después de muerto. Porque quería vender los Papeles de trabajo. Si bien Juani no lo quería, yo le digo a Laurance que arregle con Schavelzon, porque si bien le cobraría una comisión alta, lo colocaría bien.

–¿Quién es Saer en la literatura argentina?
–Si bien tuve una relación de mucha amistad con él, siendo objetivo, para mí después de Borges es el mejor escrior argentino, tiene un cuidado en la prosa único. En términos de Piglia, es el polo negativo de Borges, pero también es borgeano en el sentido de que tiene un dominio del lenguaje exquisito. El no quería ser escritor latinoamericano, quería ser escritor argentino, pero no por nacionalista, él era cosmopolita. Es un autor que quise y quiero mucho. He publicado autores muy famosos, pero él es el que más me gusta.

Más sobre la profunda crisis que atraviesa el libro en la Argentina

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A pesar de que no todos los traductores lo entiendan así, la publicación de libros es para el oficio, algo así como las vacas para quienes las ordenan. Así como sin vaca no hay leche, sin libros y sin librerías no hay traducciones. De ahí la frecuencia con que este blog se ocupa de la situación actual del libro en la Argentina y la profunda crisis económica y social que nuestra sociedad experimenta, apenas superada por la que tuvo lugar en 2001. Por eso, resulta del todo pertinente ocuparnos de esta cuestión. Hoy lo hacemos con un artículo de Luciano Sáliche, publicado en InfoBAE Cultura, el domingo 16 de septiembre pasado.

Descuentos, ofertas y pre ventas:
estrategias de la industria del libro 
para enfrentar la crisis

Estamos en crisis. Otra vez. Y frente a una situación así se puede patalear y ahogarse en el llanto de la resignación. Pero también se pueden pensar estrategias para surfear de la forma más digna posible las olas inmensas de devaluación, la inflación, el ajuste y la recesión. Al menos así piensan muchos actores que integran la industria del libro. Organización, inteligencia y solidaridad.

Una salida colectiva
Sobre la calle Pringles, en el extremo norte del barrio porteño de Almagro, Kokoro es una pequeña editorial que resiste. El 70% del fondo editorial que maneja es comprado y sólo cuenta con cuatro sellos que les entregan los libros en consignación. Juegan al límite. “Los descuentos a los que accedemos por parte de las editoriales son bajísimos, pero tenemos editoriales amigas con las que hemos creado una dinámica que nos sirve a las dos partes: nosotros les compramos en firme y ellos nos suben un poco más el descuento”, cuenta Cecilia Di Gioia, su librera. “Los editores no son héroes y las librerías no son subordinadas. La salida a la crisis debe ser colectiva”.

Por estos días Kokoro está cumpliendo un año de vida y está llena de ideas. Mantiene una política de “precios sororos” para “impulsar y visibilizar el catálogo de género y diversidad que es la marca de Kokoro”, asegura. “Hay descuentos especiales en material recomendado semanalmente. Los amigos de la casa tienen cuenta corriente y nos transfieren cuando cobran. Además, hacemos muchas promociones y alianzas con otras comunidades. En el caso de Futurock, los socios de la Comunidad Futu tienen 15% de descuento en sus compras acá. Otras claves a la hora de no fundirnos: pagar un alquiler no usurario, no tener empleados a cargo, reducir la estructura a lo mínimo.  es anfitriona de varios talleres y este año no cobramos un porcentaje por el uso del espacio, pero el año próximo sí lo haremos”.

“Nos resultó desproporcionado el modo en el que algunos editores aumentaron sus precios sobre libros editados hace tiempo y con poca rotación. En vez de ajustar en mayor porcentaje reediciones y novedades aumentaron todo el fondo entre un 30 y un 40 por ciento. Esto supone trasladarle un problema mayor a las librerías. Literalmente los clientes rebotan cuando preguntan un precio y se anotician de los aumentos. Y si antes ese lector compraba tres libros al mes, ahora pasa a comprar uno”, dice Di Gioia.

El camino es la unidad
Hay un consenso bastante generalizado que dice lo siguiente: en los últimos 25 años, los mejor que le ha pasado a la literatura argentina fue la aparición del fenómeno de las editoriales pequeñas e independientes. Fue una oleada que nació en simultáneo con la crisis del 2001. Sin embargo, hoy, ya no se puede decir que sigue siendo un fenómeno. Por el contrario, estas pequeñas editoriales forman parte del cotidiano paisaje de la industria del libro. Y de ese modo les toca recibir los embates de la situación económica.

“Nosotros tratamos de mantener estables los precios de los libros de nuestro catálogo –le dice a Infobae Cultura Juan Alberto Crasci de Añosluz–, no remarcamos de acuerdo a la inflación. Cualquier estrategia es un suicidio, de todos modos. Si aumentamos, se venderá menos. Si no aumentamos, no recuperaremos el dinero suficiente para hacer girar la rueda y seguir publicando. Estamos todos sobreviviendo. Algo que hacemos al sacar libros nuevos es pre ventas a precios promocionales, para que los lectores puedan acceder a los libros con un poco más de descuento. Esto no lo queremos desarrollar hasta el hartazgo porque sería perjudicar la cadena establecida de la venta del libro salteando a las librerías, que son nuestras aliadas en toda esta loca empresa”.

Añosluz es una de las 24 editoriales que forman un frente que se llama La Coop y es, en palabras de Crasci, “una solución al principal problema de las editoriales pequeñas: la distribución”. ¿Por qué? “Las grandes distribuidoras, por sus necesidades y su estructura de trabajo, no son el canal adecuado para ofrecer y vender muchos de nuestros títulos, que tienen otro tipo de circulación. Y también otro tipo de producción. En muchos casos, tiradas reducidas, que no superan los 300 o 500 ejemplares. Al tener un circuito de distribución propia podemos manejar la cantidad de puntos de venta y la cantidad de ejemplares que ponemos a circular”, explica.

Los libros de los sellos de La Coop, de por sí, son baratos. Siempre tuvieron un atraso de sus PVP (precio de venta al público) con respecto a lo usual del mercado. Aún hoy se pueden conseguir títulos de estos sellos por 150 pesos… Y son muy pocos, te diría que menos de 10 títulos, los que superan los 350 pesos. El rango de precios habitual para los libros de La Coop está entre 200 y 300 pesos”, cuenta sobre La Coop que, además de ser un frente estratégico e institucional –tienen presencia en ferias de todo el país–, se ha transformado también en una librería. Parece que ese es el camino: la unidad.

En tiempos de crisis: solidaridad y empatía
El jueves 30 de agosto por la noche la librería online de libros para chicos y jóvenes Donde viven los libros hizo un anuncio en las redes sociales. “Lo estuvimos pensando mucho. Ayer y hoy nos llegaron muchos mails de las editoriales con los precios a partir del 1 de septiembre. Los aumentos son importantes, en especial en los libros importados, así que se nos ocurrió esto: desde ahora y hasta el lunes vamos a poner sin acuerdo con ningún banco 3 cuotas sin interés y 15% de descuento si pagan con transferencia o efectivo. La mayoría de ustedes son docentes y usan los libros para trabajar y las malas las tenemos que pasar ayudándonos entre todos”. Entonces llovieron los likes, los retuits y los compartidos. Y seguramente los mensajes privados con pedidos.

Ahora, en diálogo con Infobae Cultura, una de sus socias, la escritora Carola Martínez, cuenta la magnitud de la iniciativa: “Creo que lo que marcó la diferencia con las anteriores promociones es que le explicamos al público que lo que estábamos haciendo era sacrificar nuestra ganancia, en algunos casos casi por completo. No hay comprensión cabal de que los descuentos son sacrificios de las ganancias de las librerías, en especial en un mercado como el de los libros para chicos en el que competimos con la venta directa de las editoriales. Eso cambió la conversación con el público y la respuesta fue increíble. Vendimos un montón, no ganamos mucha plata pero tenemos una relación distinta con nuestros clientes, mucho más afectiva y directa. Recibimos muchos mensajes agradeciendo la iniciativa. En tiempos de crisis la gente busca solidaridad y empatía, una experiencia de compra que no sea fría y mecánica, y a eso apostamos nosotros”.

Algún tipo de política pública
Las ideas no cesan. Por más mínimas que sean. El Fondo de Cultura Económica de Argentina lanzó una interesante promoción titulada “70 libros a 70 pesos”. Una oferta “para recibir la primavera” sin dejar de leer. “Hicimos una selección: libros infantiles, historia, poesía… algo atractivo en estos momentos en que está muy dura la venta”, le dice a Infobae Cultura el gerente de la librería –FCE además tiene editorial–, Carlos Salcedo y continúa: “En el aniversario de la librería hicimos algo parecido. Siempre tomamos diferentes fechas como excusa para hacer descuentos. A la gente le sirve y a nosotros también”.

“Se notó mucho en las últimas semanas los cambios de precio y la gente lo vio, se dio cuenta, sobre todo lo que son libros importados, que en promedio aumentaron entre el 30 y 35%”, agrega. ¿Cómo paliar esta crisis, si tal cosa es posible, que atraviesa el sector editorial? “Algo tendrá que suceder con el tema de la edición acá en la Argentina, con los distribuidores y con las editoriales grandes. En algún momento tendrá que llegar algún tipo de política pública, alguna iniciativa concreta para poder editar acá y tener libros más competitivos”, responde.

¿Qué quiere leer y qué presupuesto maneja?
En el corazón de Colegiales, la librería Céspedes funciona como una amalgama laboriosa. Ahí, Cecilia Fanti le cuenta a Infobae Cultura que a esta crisis le están haciendo frente “con eventos, pequeñas reuniones, lecturas, presentaciones que mantienen viva la librería, e invitan a la gente a circular por aquí. En lo que refiere a la venta, como la caída es estrepitosa y los precios se han disparado en muchos casos, nosotros optamos por vender y ofrecer, en su gran mayoría, los libros que tienen precios más bajos. Tenemos la suerte de que hay autores que publican tanto en grandes editoriales o editoriales de afuera como en pequeñas, entonces frente al libro de 700 pesos, hay una alternativa casi a mitad de precio. El trabajo del librero ahora es también preguntarle al cliente, además de qué quiere leer, qué presupuesto maneja. Ya perdimos todos el tabú de hablar sobre dinero, y eso nos relaja, es una complicidad compartida. Y a partir de ahí ofrecemos cuatro o cinco opciones para que evalúen”.

Además, para que se comprenda mejor el panorama, Fanti –quien además es escritora– cuenta que los grandes grupos editoriales deberían “revisar sus precios, porque aplicarle el mismo aumento a todo un catálogo durante 5 o 6 años hacen que un libro que podría estar en 450 esté en 750 pesos, o que un libro de cuentos de un autor no tan conocido pero muy bueno y que podría ser una recomendación ideal en una librería literaria se descarte por el cliente porque cuesta más de 500 pesos”.

En sus palabras no hay muchas vueltas: “Nosotros tenemos la suerte de tener una estructura prácticamente nula, es decir, soy yo frente a la librería y los gastos que tenemos son relativamente estables, con los aumentos de las tarifas y lo por todos los de a pie conocidos. Entonces digamos que sobrevivimos 2018 achicando cada vez más nuestro margen pero manteniendo a Céspedetodavía a flote. Y así seguiremos. Nosotros no tenemos posibilidad de créditos o promociones con los bancos y esas cosas. Entonces nos quedan las estrategias de lo micro”.

Sobre todo con ingenio
¿Y el Estado? ¿Hay políticas públicas que puedan asegurar que la industria del libro –autores, editores, libreros, imprenteros, prenseros, lectores– no se vaya definitivamente al tacho? Según supo Infobae Cultura, desde hace unas semanas se vienen reuniendo la Cámara Argentina del Libro y la Cámara Argentina de Publicaciones con la Secretaría de Industria y la Secretaría de Comercio con el fin de “encontrar herramientas y asistencia a la problemática de la industria, tratando de mantener la producción y ventas de libros”.

Fue el pasado 10 de septiembre que se conformó una Mesa Sectorial del Libro donde trataron algunas preocupaciones generalizadas: la asimetría del IVA en la cadena de valor, planes de compra en 3, 6 y 12 cuotas con un interés del 3,9%, campañas de difusión del libro como objeto de regalo, una tasa subsidiada para el sector editorial, tarifas de servicios para librerías, contribuciones patronales, exportaciones, logística con el Correo Argentino e impuesto al débito y crédito. Se espera que estas cuestiones avancen traducidas en una política pública sostenida.

Como una ola inmensa, la crisis económica que vive la Argentina no puede saltarse. No hay forma de esquivarla por arriba, mucho menos por los costados. Ni siquiera sirve correr. En todo caso –en el mejor de los casos– se la surfea, es decir, se resisten con optimismo los embates de esas tumultuosas y agresivas aguas. Con optimismo, con solidaridad, con empatía y con ingenio. Sobre todo con ingenio.





Novela argentina reciente, que se traduce al holandés

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Verónica Abdala publicó en el diario Clarín, del 18 de septiembre pasado, el siguiente artículo donde, con título más bien pedorro, se anuncia la traducción al holandés de Cadáver exquisito, una novela de la argentina Agustina Bazterrica.




Cadáver exquisito, una historia argentina
de canibalismo sale al mercado

“Para mí no sólo es una enorme alegría sino un indicativo del recorrido hermoso que está haciendo esta novela, que ya va por su tercera edición, a la que se suman cada día nuevos lectores. Sólo me resta decir que estoy enormemente agradecida por todo lo que está pasando en torno del libro”. Con esas palabras, Agustina Bazterrica celebraba esta tarde en diálogo con Clarín la noticia que por estas horas corre como pólvora en las redes sociales: su novela Cadáver exquisito, ganadora del Premio Clarín Novela 2017, da un salto al mercado editorial internacional.

La distopía –de gran potencial cinematográfico– se instala en un mundo en el que el canibalismo se ha naturalizado, hay cadenas de producción de carne humana –deliciosos los deditos– y la gente lucha por su supervivencia. Ahora será traducida al holandés y publicada en mayo por la editorial Atlas Contact, que tradujo y también publica a Samanta Schweblin y a Mariana Enríquez. Estas dos autoras fueron reseñadas en The New York Times y se proyectan como dos de las argentinas con mayor proyección en el exterior. 

En noviembre pasado, el libro fue seleccionado entre 493 originales por un jurado de honor que integraron los escritores Juan José Millás –quien la definió entonces como “una novela mayor, que transcurre en una atmósfera hipnótica”– , Pedro Mairal y Jorge Fernández Díaz.     

En diálogo con este diario, la autora también admitió sentirse “sorprendida y agradecida por todo lo que está pasando con la novela y por esta gran apuesta que hacen por mi obra”. Y anticipó que, aunque aún no puede difundir detalles al respecto, hay otros editores extranjeros interesados en traducir a diversos idiomas.

Bazterrica Básico
-Agustina Bazterrica nació en Buenos Aires en 1974.
-Es licenciada en Artes (UBA).
-Ganó el Premio Clarín Novela 2017 por Cadáver Exquisito, el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires “Cuento Inédito 2004/2005” y el Primer Premio en el XXXVIII Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés” (Puebla, México, 2009), entre otros.
-En 2013 publicó la novela Matar a la niña (Textos Intrusos), y en 2016, el libro de cuentos Antes del encuentro feroz (Alción Editora).
-Es gestora y curadora cultural, junto con Pamela Terlizzi Prina, del Ciclo de Arte “Siga al Conejo Blanco” y coordina talleres de lectura.

¿Vos decís?

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Silvia Ramírez Gelbes, es Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés. En una columna del diario Perfil, correspondiente al 22 de septiembre pasado, plantea un uso lingüístico actualmente en uso en Buenos Aires, que seguramente le plantearía más de un problema a quien quisiera traducirlo. Lo hace en estos términos.

Ponele

La conversación normal es, entre otras varias caracterizaciones, una negociación. Como bien decía el maestro Paul Grice, entre dos –o más– individuos que se unen en un diálogo se da una especie de acuerdo tácito de respeto a ciertas restricciones conversacionales. Sin que quienes dialogan lo pacten explícitamente, la conversación se va desarrollando de manera tal que cada cual contribuye a ella para que evolucione en una cierta dirección. Si bien existen excepciones, este es en términos generales el principio que rige la mayor parte de las charlas espontáneas. Esa negociación, entonces –como digo–, tiene un componente bastante universal, que se refiere a la cooperación individual al diálogo. Más aún, en la teoría griceana, hasta los casos de quiebre aparente de esa cooperación pueden ser analizados como normativos. Por ejemplo: alguien dice más de lo que habría que decir, o menos; alguien se expresa de manera vaga, o por el contrario da demasiados detalles; alguien dice algo que es a todas vistas mentira; o alguien dice algo que no tiene que ver con el tema de la charla. Cuando quien habla comete estas “transgresiones” de manera evidente como para que el interlocutor lo advierta, dice Grice, se está insinuando algo y se espera que esa insinuación sea interpretada.

A esta condición de la condición humana habría que restarle el componente personal. Todos conocemos a quien habla de más o de menos, se va por las ramas o exagera con los detalles sin siquiera darse cuenta. Y, claro está, a quien nos miente de manera flagrante, pero nos quiere hacer creer que dice la verdad. Estos no cuentan al hablar de insinuaciones.

Lo que sí cuenta en el asunto es el componente social de los usos locales. Cada grupo y cada región tienen sus modos exclusivos de proponer la cooperación cuando conversan. Es decir, los guiños característicos que se entienden dentro de esa especie de cofradía constituida por la pertenencia a una cierta comunidad. Cualquiera que haya viajado a otra región hispanohablante sabe que existen giros que se le escapan y que le suenan a gestos “cómplices” que lo dejan fuera.  

Es de esto último de lo que quiero ocuparme. En esa acción colaborativa que vengo delineando para hablar de la negociación que implica todo diálogo, las expresiones o locuciones locales que contribuyen a la negociación conversacional suelen ser originales y divertidas. Especialmente, cuando todavía no están extendidas. Especialmente, cuando resultan novedosas.

Desde hace un tiempo ha empezado a surgir en la charla cotidiana una expresión con un sentido no previsto en el diccionario: “ponele”. Aunque difícil de traducir en una palabra a otro idioma y acompañada siempre por una determinada entonación y una especie de asentimiento con la cabeza, “ponele” es una respuesta afirmativa que concede transitoriamente la verdad o la justeza de lo que acaba de ser dicho. Algo así como una complicidad por la que se insinúa “vos y yo sabemos que esto no es (exactamente) así, pero vamos a aceptarlo por el momento: suspendamos la obligación de ser precisos”.

“¿Así que estudiás Medicina? Sos médico”, “Ponele”. “¿Fuiste con tus viejos al Colón? Te gusta la ópera”, “Ponele”. “El pibe con el que saliste anoche ¿es lindo?”, “Ponele”. “¿Tenés buen promedio en la carrera?”, “Ponele”.

Con un significado que se aleja del “ponele” tradicional (“ponele sabor a tu vida”, “ponele menos sal al caldo”), “ponele” es una nueva marca de “distinción” en la conversación de los porteños –que siempre nos sentimos orgullosos de cómo hablamos–. Una señal de actualidad (¿juventud?) discursiva.

Y es una forma más (quizás esto sea lo más interesante) de evidenciar de qué manera económica negociamos los significados en nuestro diálogo. Un modo de decir “acuerdo, pero no del todo”. O de ceder terreno… ¿pero no cederlo? Ponele. 

Teresa Arijón, Bárbara Belloc y Jorge Fondebrider en la tele: un primer paso hacia el "Bailando"

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“Notas de traducción” es el título elegido para el episodio que contó con la presencia de Teresa Arijón, Barbara Belloc y Jorge Fondebrider,  de Campo de batalla, el programa de literatura que el escritor Daniel Guebel conduce  en el Canal de la Ciudad.

El episodio en cuestión será emitido el sábado 29 de septiembre a las 20 hs. y podrá verse ese día por  CABLEVISION 2 – 2 (DIGITAL) / TELECENTRO 71 – 22 (DIGITAL), con repeticiones los días Domingo (a las 4,14 y 23 hs), Martes (a las19 hs),  Miércoles (a las16 hs), Jueves ( a las 5:00 hs) y Sábado (a las12 hs).

Para aquéllos que no ven televisión, porque la juzgan mala o porque prefieren leer a Wittgenstein, los sermones anotados del papa  Wojtyła o la última de Isabel Allende, próximamente se informará el vínculo para buscar la emisión en youtube.

Pedro Vicuña y la traducción de poesía griega

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Foto de Matías Battistón

Pedro Vicuña, poeta, traductor y actor chileno pasó ayer por el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires para hablar de“La traducción como reescritura”. Lo hizo apelando a los problemas semánticos que plantea la lengua griega y explicando la manera en que él les buscó una solución en castellano. También se refirió los casos concretos de traducción de poemas Giorgos Seferis, Odysseas Elytis y Yanis Ritsos. Por último, antes de responder a las preguntas del público presente, comentó de qué forma la traducción de poesía griega había afectado su propia escritura de poemas.

Quienes desen ver y escuchar la grabación pronto podrán hacerlo en este blog. 

Pedro Ignacio Vicuña (Santiago de Chile 1956) es actor, poeta, traductor. Entre 1974 y 1979 vivió en Grecia y luego en Chipre, hasta el año 1982- Luego de pasar una temporada en Venecia, regresó a Chile, de manera definitiva en el año 1986. Estudió en el teatro Nacional de Atenas, ha dirigido varias obras de teatro y es autor de varios libros de poesía, Fataj, publicado en Atenas en 1979, Estatuto del Amor, Chipre, 1980, Perix ton Teikhon (poemas griegos) en Chipre 1981, Notas de Viaje, Chile 1988, Fragmenta Memoriae, Chile 1995, Famagusta, Premio Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile 1999, Bitácora del Otro Mar, Chile 2011. 
Traductor de poesía griega ha publicado una Antología de Giorgos Seferis en Editorial Visor, España, una Antología de Odysseas Elytis en Santiago de Chile, por Ediciones Tajamar, además de muchos encargos de Unesco y otras obras poéticas que se encuentran en manos de diversas editoriales chilenas. Ha traducido Las Suplicantes, de Eurípides, publicada en Chile en 2013, y es autor de algunas piezas de teatro: Los Jerarcas, Que me Vengan a Buscar y María versus Callas, esta última traducida al griego. Docente de Historia del Teatro y Teatro y Filosofía, ha traducido, también fragmentos de Safo, de Arquíloco y de Alceo que no han sido publicados, mientras está preparando una serie de antologías individuales de algunos poetas griegos de la “Primera Generación de Posguerra”.

Miguel Ángel Petrecca tira la manga en París

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El poeta, ensayista, traductor, editor y librero argentino Miguel Ángel Petrecca, radicado desde hace varios años en la capital de Francia, nos envía el siguiente texto, a propósito de varios proyectos que giran alrededor de Cien Fuegos, su librería parisina.

Por la continuidad de Cien Fuegos
y el nacimiento de una editorial latinoamericana en París

Después de tres años de encuentros, lecturas y libros en el local por todos conocido,  Cien Fuegos, la última librería hispanoamericana de París, ha tenido que dejar su local de la rue Forge Royale y busca un nuevo espacio. Para eso, realiza una campaña de crowdfunding a través del sitio Ulule.

Si bien la campaña tiene la forma de un crowfunding, en este caso no se basa en donaciones. Las contribuciones equivalen a un bono de compra con el que después se pueden adquirir libros en la librería. 

Al mismo tiempo, la campaña va a permitir la traducción al francés y la publicación de una edición limitada de la novela de Llamadas de Amsterdam, del escritor mexicano Juan Villoro. Es decir: ese dinero también servirá para hacer una editorial parisina que traduzca autores hispanoamericanos al francés.

Quedan todavía 24 días para lograr el objetivo y que París siga teniendo una librería hispanoamericana.

Más información acá:  https://fr.ulule.com/cien-fuegos/


"Hoy los editores no saben idiomas y no quieren saberlos"

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Publicada en InfoBAE Cultura, el pasado 29 de septiembre, con firma de Matías Falco, la siguiente entrevista con Alan Pauls se refiere a la pasión por la lectura e incluye numerosos pasajes sobre la importancia de la traducción, además de reflexiones sobre el actual gobierno y el lenguaje inclusivo, entre otros tópicos.


“No soporto el lenguaje inclusivo,
Van a pasar sobre mi cadáver 
antes de que yo diga todes

Un encuentro con Piglia en Los Galgos. Una conversación nocturna con Fogwill en Callao. Su acercamiento al estructuralismo, o el día en que vio, a los 11 años, 2001: Odisea del espacio y no entendió casi nada. Trance (Ampersand), el glosario autobiográfico, fragmentario, intermitente y discontinuo de Alan Pauls, anida recuerdos que disparan reflexiones, preocupaciones y obsesiones que lo describen como lector. En tercera persona, el escritor, periodista, crítico literario y cinematográfico cuenta por qué lee, por qué no puede parar de hacerlo, por qué cree que la lectura es una práctica anacrónica y cada vez menos ejercida y por qué está convencido de que todo -y no solo los libros- se puede leer.

Pauls estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, pero se formó como lector mucho antes, en el secundario, y después, durante tres años en los que asistió a grupos de estudio privados. Eran los primeros años de la última dictadura militar. En esos cursos adquirió herramientas que le servirían para acercarse a casi cualquier texto, un arsenal que comprendía psicoanálisis, marxismo y teoría literaria. A los veinte años pensó que podía dedicarse a la traducción, una tarea que reconoce como adictiva y de la que le fascina hablar y se nota, pero de la que sabe que no podría vivir nunca. "No hay plata que pueda pagar un trabajo así", pensó en ese momento y repite hoy ante Infobae Cultura, cuarenta años después.

—¿Por qué eligió la tercera persona para Trance, un texto tan personal?
—Es una cuestión de pudor. La tercera persona me permite decir cosas que de otro modo me avergonzaría decir o no las diría con tanta soltura. Es como una especie de máscara muy simple y muy tonta, pero que produce un efecto muy eficaz: a mí me libera. También me parece que poniéndolo en tercera persona de algún modo se disuelve un poco la trampa del yo, que es siempre muy peligrosa en estos libros. Porque es obvio que estoy hablando de mí, pero esa tercera persona ya es de algún modo un personaje y yo me tomo todas las libertades que me puedo tomar con un personaje de ficción. La tercera persona me coloca en el lugar donde quiero estar para poder escribir un libro así, que es personal, pero que perfectamente puede ser generacional o comunitario.


—¿Por qué el formato de glosario?
—A mí me resultaba muy difícil hacer un recorrido lineal de mi vida como lector, no veo como muy posible escribir una identidad mía como lector. Cuando me pensaba en términos de lector pensaba una cantidad de temas, situaciones, conceptos, problemas, algo muy atractivo para mí pero muy atomizado. Y me parecía que tenía que ser fiel a esa impresión. Me parece que el glosario o el orden alfabético es como una formación de compromiso perfecta entre el caos, las impresiones y cierta necesidad de orden para que ese caos cobre una forma digerible. En ese sentido funciona, puede leerse en cualquier sentido, de cualquier manera, empezando por cualquier lado.

—¿Por qué dice que la lectura es una práctica anacrónica?
—Creo es una práctica lineal, una práctica de la continuidad, de la sucesión, de la frecuencia. Es una práctica muy atemporal y me parece que cada vez más la civilización tiende a la simultaneidad, al montaje, a la espacialidad. La lectura exige ciertas inversiones que cada vez son más raras o cada vez tienden a archivarse en nichos un poco minoritarios o desprestigiados. Esas cualidades tienen que ver con eso, cierta concentración, cierta exclusividad, cierta paciencia, cierta fe en lo residual, en algo que no necesariamente va a dar frutos inmediatos. Creo que la lectura tiene mucho de residual, es una de sus potencias. Tal vez los efectos más interesantes no aparecen a corto plazo sino que van liberándose con el tiempo. Y todo eso es bastante anacrónico, por lo menos ahora.

—En el libro expone dos teorías sobre por qué se lee, si para escapar de una realidad o para adquirir herramientas que le permitan cambiarla. ¿Usted qué piensa?
—Describo esas dos ideas como las dos ideas dominantes sobre la lectura, los dos lugares comunes. Leer para reunir, acopiar armas, incidir en el mundo, y leer para escapar del mundo e inventar una especie de existencia propia. Creo que no son incompatibles, me parece que más bien son dos ideas solidarias. En general uno podría decir que primero viene una y después otra. Uno podría leer para reunir armas y esa fase implica un cierto apartamiento del mundo. Pero ese acopio de armas el único sentido que tiene es volver al mundo para invertirlas allí. Para mí hay algo muy obvio en la experiencia de leer que es efectivamente un cierto estado de abducción. En ese sentido te corta, te separa. Pero me parece que es cierto también que en esos mundos imaginarios en los que uno vive cuando lee hay tanta realidad como en el mundo real del cual uno supuestamente quiere escapar. Es cierto también que, como las buenas drogas, las buenas lecturas no te afectan solo cuando estás sumergido, te siguen afectando cuando bajaste al asqueroso mundo real, cuando pones los pies ahí y tenés que lidiar con lo real.

—¿Y las malas lecturas?
—Las malas lecturas pueden producir muchas cosas. Buenas cosas. Soy tan creyente en la lectura que creo que hasta las malas lecturas son benéficas.

—¿De qué manera?
—Hay en el libro una defensa encendida de la lectura precoz, de leer cosas que no están hechas para uno, para la edad que uno tiene o para el estado de madurez en el que uno está. Defiendo mucho esa brutalidad. En general la pedagogía familiar tiende a desaconsejarlo: "Esta película es demasiado para él". Creo que lo único que hay que evitar es el impacto sin explicación, eso es lo único que daña a los niños. Me parece que la comprensión es algo que está muy sobrevaloradoMuchas veces lo que no se comprende es lo que está haciendo efecto en uno cuando lee. Entonces me parece que es importante preservar esa cuota de desproporción que hay entre lo que uno lee y lo que uno es. Sin esa desproporción, creo que la lectura puede ser una práctica muy satisfactoria, pero me parece que es algo subversivo, radical y transformador cuando está esa diferencia entre uno y lo que lee. Ese tipo de experiencias, haber visto 2001: Odisea del espacio o haber leído a Cortázar a los 11 años, todo lo que no se suponía que yo tuviera que leer o ver me produjo mucho desconcierto y descolocamiento. No entendí nada probablemente, pero a la vez esa película y esas lecturas fueron las que más me enseñaron. Me parece que habría que revalorizar un poco más la incomprensión más que sobrevalorar tanto la necesidad de entender. "Si un niño no entiende, le está haciendo mal". Creo que lo que le hace mal es ver gente matándose, o una película porno. Cosas que tienen un impacto que no tiene sentido. Si ese impacto no lleva consigo una especie de explicación o nota al pie, creo que eso es lo que puede rayar a un niño. Pero no algo que no entienda. Algo que no entiende es algo que pone en juego el sentido, es muy importante no entender para que haya sentido.

—Habla de libros y películas en forma indistinta, ¿en qué sentido son equiparables?
—Yo empecé a entender que se podía descifrar un objeto cultural a partir de las películas antes que los libros. De hecho yo empecé a tomar contacto con el estructuralismo y la semiología a fines de los 60 y principios de los 70 de esa manera. Yo fui un espectador muy niño, veía las películas como las ve cualquiera, pero en el momento en que un objeto empezó a cobrar cierto espesor fue con las películas, no con los libros. Y empecé a contraer el vicio de empezar a desmenuzar, a recortar, a dividir, a descuartizar películas. Había una colección de monografías de películas que yo robaba de una biblioteca del colegio al que iba, eran cuadernillos que analizaban la película de un gran director con un método muy rudimentario y escolar, pero para mí fue muy importante. Me mostró que a las películas también las podía leer como si fueran libros, que las secuencias eran como frases. Al mismo tiempo, a mí como lector el cine me enseñó tanto como la literatura, no reconozco diferencia de jerarquía entre una cosa y la otra.

—Describe una situación de inversión en la cual el lector se transforma en objeto de la lectura, ¿podría explicar esto?
—Creo que leer efectivamente es una práctica activa, muy activa, pese a que los militantes antiintelectuales insisten en que la lectura es pasividad. Para mí la lectura es radicalmente activa y en eso el gran maestro es Borges. Pero es también pasiva en el sentido en que uno de cierta manera es irradiado por lo que lee. Uno está expuesto a lo que uno lee. Y además porque me parece que el libro, o ciertos libros, te acompañan y te ven cambiar como lector. O sea que es el libro el que va mirando tu biografía como lector. Eso para mí queda muy claro. Yo subrayo mucho los libros que leo y muchas veces miro los libros que más leí, las cosas que anoté y el modo en que el libro capturó los estados de mi vida. Y tengo la impresión de que cuando uno mira una biblioteca que tiene cierto tiempo, la sensación que uno tiene es un poco de que todo eso es medio testigo de tu vida. No solo son objetos sobre los cuales uno se inclinó, leyó y estudió, sino que son también ojos que te miraron.

—¿Cómo entiende la traducción en relación con la lectura y la escritura? En el libro las vincula en una sentencia, dice que el traductor es alguien que escribe una lectura.
—Sí, un traductor lo que hace es eso. Es escribir lo que está leyendo, solo que sus lecturas tienen la peculiaridad de que traspapela una lengua en otra. Tiene una exigencia de conversión que una lectura normal no hace. Me gusta la figura del traductor por el tipo de proximidad que tiene con lo que lee, que es una proximidad que creo que cada vez existe menos. Me gusta mucho esa microscopía que tienen los buenos traductores y me gusta mucho el valor de sacerdocio que tiene la tarea que hacen. Y yo mismo, como traductor no profesional pero bastante asiduo últimamente, tengo esa experiencia. Tengo la sensación de que un traductor es alguien que hace lo que hace no voluntariamente, sino más bien respondiendo a una especie de llamado que viene de un texto que tiene que traducir.

—¿Requiere más disciplina traducir que escribir?
—Más que disciplina, para mí traducir es una adicción. Una vez que empiezo, no puedo terminar.

—¿Con la escritura no le pasa?
—No, yo puedo perfectamente dejar de escribir días; podría dejar de escribir totalmente. Y no puedo interrumpir una traducción. Solo la interrumpo si tengo que comer, dormir o llevar a mi hijo al colegio. Hay algo de traducir que tiene que ver con una misión, y escribir no es una misión, es un goce, un delirio, pero no está esa relación de sujeción y de respuesta a un llamado. Hay algo para mí en el texto que está escrito en otra lengua que pide ser traducido. Es como si hubiera una voz encerrada en una mazmorra en el texto que golpea una puerta de la celda y dice: "¡Tradúzcanme!". Algo que hay que liberar. Y el traducir acude a ese llamado. Yo no siento eso al escribir. La traducción dramatiza muy bien esa especie de duelo y a la vez de pareja de baile y a la vez de relación de tensión y de deseo y de conquista que se pone en juego en cualquier escena de lectura en la que uno se encuentra con un texto y algo pasa ahí. Algo pasa que involucra comprensión, incomprensión, resistencia, flexibilidad, encontrarle la vuelta, estrategia, deseo, guerra, conflicto…

—Usó el verbo convertir, sin embargo la traducción es casi por definición algo incompleto o irresuelto, ¿no? Algo que parece imperfecto.
—Sí, pero me parece que ese es el punto de partida. Por supuesto, hay un sueño que es el sueño imposible y es que sea el mismo texto en otra lengua. Pero de esa imposibilidad deriva todo lo contrario de una impotencia. Lo que deriva es la capacidad de hacer. Lo que uno valora como grandes traducciones son traducciones de textos que uno cree imposibles de traducir. La certeza de que es imposible, de que nunca algo escrito en una lengua se podrá volcar de manera satisfactoria en otra lengua es lo que pone en marcha la traducción. Y efectivamente todo se puede traducir. La historia demuestra que absolutamente todo se puede traducir. Lo más imposible también. Lo que me gusta mucho de la traducción es que produce efectos muy interesantes cuando es mala, cuando fracasa, cuando no es de calidad. Me parece que eso es algo muy interesante de pensar y que tiene que ver un poco con la función cultural de la traducción más que como experiencia de trasvasamiento de una lengua a otra. Muchos de los libros que uno quiere y valora y considera geniales en términos literarios están alimentados por malas traducciones.

—¿Por ejemplo?
Arlt, por ejemplo. Es muy sabida la relación que la escritura de Arlt tiene con cierta traducción muy de la época, muy hispana de los clásicos rusos. Son traducciones malísimas, versiones populares para ediciones populares. Son malísimas en el sentido del estándar de calidad que uno académicamente le exige a una traducción. Pero no tan malísimas en el sentido del modo en que hacen pasar las cosas de un lado a otro. Cosas que quizás de otro modo no pasarían. Y eso me parece que tiene que ver con una función vital de la traducción, que es que efectivamente los traductores son grandes contrabandistas. Muchas de esas interpretaciones demenciales que hacían los malos traductores de Dostoyevski son probablemente mucho más decisivas para Arlt que lo que hubiera sido una traducción elegante, de calidad.

—¿Lee las traducciones de sus trabajos?
—Parcialmente. Las traducciones a las lenguas que yo conozco, pero no todas y no totalmente. Me alcanza con leer algunos capítulos para saber si está bien, si me interesa. Pero no pido yo mirarlas, en general me ofrecen. Muchas veces hay traductores que quieren tener contacto con el autor, otros que no, otros que dejan las dudas para el final, cuando la traducción ya está hecha. Y ahí me puedo dar cuenta, por los problemas que me plantean, qué orientación tiene el traductor, dónde encuentra dificultades en el texto. Muchas veces me ofrecen chequear, pido un capítulo, lo miro y por ahí comento. Pero por lo general me entrego. No soy muy de control freak, me parece que hay que soltar. Salvo que vea cosas garrafales. Pero yo confío mucho en las editoriales que publican mis libros, me parece que si compran un libro mío no lo van a poner en manos de alguien incompetente.

—Por la complejidad que encierra la tarea de traducir, pensaría que es un trabajo poco valorado. Al menos mal pago. ¿Es así?
—Tenés que ser un traductor muy top para que te paguen bien. Los hay pero son pocos y en general el texto de los traductores es: "No me pagan lo que deberían". Y creo que es así porque la industria nunca paga lo que debería pagar y, además, porque es un trabajo que realmente no hay plata que lo pague. Es un trabajo de un nivel de precisión y de dedicación… ¿Cuánto tendrían que pagarte por traducir el Ulises de Joyce? ¿O En busca del tiempo perdido? Qué sé yo. También hay algo que cambió mucho en los últimos 50, 60 años. En los años 60 los grandes editores en el mundo eran gente que leía tres idiomas mínimo, eran capaces de armar un catálogo con escritores de por lo menos tres lenguas ellos solos. Y después usaban traductores, editores y lectores que manejaban otras lenguas para que los informaran sobre lo que pasaba en lenguas que ellos desconocían. Esos editores se están muriendo o se están retirando. Hoy los editores no saben idiomas y no quieren saberlos. No tienen esa cultura, no forman parte de ese paradigma. Entonces empiezan a depender de otros en los gustos, en las selecciones y ellos lo que se reservan para sí es, se supone, un cierto saber del mercado de la industria, de lo que pega y lo que no pega, la tendencia y el marketing. Los demás, editores y traductores, quedan con la tarea de buscar, descubrir dónde está la literatura ahora. Y ahí los traductores empiezan a ser más vitales que hace 40 años. Porque son ellos los encargados de convencer a un editor de que tiene que publicar a tal escritor rumano, boliviano o argentino. Por eso en este momento los traductores, que son una figura muy anacrónica, al mismo tiempo son muy vitales. Son curadores, filtros, scouters y creo que también tendrían que ser pagados por eso.

—Habla de la lectura como vicio, como algo incontrolable. ¿Cómo se lleva esto con la selectividad? ¿Sigue siendo desprejuiciado? ¿Lee muchos libros malos?
—En general es raro que lea un mal libro. Si leo un mal libro es porque quiero, o porque quiero escribir cosas horribles sobre el mal libro, o porque quiero entender algo de ese mal libro que todos dicen que es bueno. Muchas veces lo que yo llamo mal libro es un libro que a mí no me interesa para nada. Pero en general tiendo a leer lo que me doy cuenta un poco por anticipado que va a componer bien conmigo, que me va a inyectar algo que yo quiero, o necesito o con lo que fantaseo. Hay escritores que me interesan pero que no me gustan, como Houellebecq.

—¿Por qué no le gusta?
—No me termina de gustar como escritor, no sé si termino de verlo como un escritor. Por ahí lo veo más como una especie de satírico que en vez de hacer stand up lo hace por escrito. Pero es un escritor que siempre me interesa. En un momento me pareció que se ponía más en escritor con El mapa y el territorio, y después leí Sumisión y vi que volvió. Pero esa relación me gusta: me interesa pero no me termina de gustar. Después hay muchas novedades que no se qué son cuando las empiezo a leer. Sobre todo cosas argentinas, ahí hay mucha sorpresa. El libro de cuentos de Magalí Etchebarne, Los mejores días, me produjo mucha impresión y es un libro del que no sabía nada. No sé si soy desprejuiciado, pero me parece que conservo una cierta curiosidad. No soy un ávido, no soy Fogwill, pero me gusta no saber lo que voy a leer.

—Señala que cada vez se lee menos y lo atribuye en parte al avance de la tecnología, ¿por qué cree que es así?
—La gente me parece que hace otra cosa cuando lee. Porque uno lee mucho, por ahí más que antes. La gente está más ensimismada en textos que hace 20 años. Esos textos tienen una forma en particular: en vez de decir por, ponen la cruz; en vez de chau, el dedo. El emoticón forma parte del texto. Me parece que se hace otra cosa cuando se lee. No estoy seguro de lo que se hace con lo que se lee en ese caso, preferiría que el celular sirviera para otras cosas, pero la verdad no me importa. No es una batalla que voy a dar. Me parece más interesante y más útil dar la batalla por tratar de pensar que uno puede leer cuando hace muchas cosas que no son reconociblemente formas de leer. Uno cuando le mira la cara a otra persona la puede leer si quiere, cuando uno ve un cuadro también. O cuando uno está en una situación equis de la vida cotidiana. Se puede leer todo el tiempo, no hace falta leer libros.

—Entonces no fueron los teléfonos los que desplazaron a los libros.
—No, me parece que lo que sí contribuyeron los teléfonos y la computadora es que uno sabe que lo que lee va a ser reemplazado en cinco segundos por otra cosa. Cuando vos estás leyendo un libro y te empezás a aburrir pensás que si querés leer otra cosa tenés que ir a la biblioteca, buscar… Es como un trabajo. Eso es lo que está cambiando. Lo que está cambiando es el tiempo dedicado a la lectura, la intensidad, la paciencia, la duración, lo que le pedís a lo que estás leyendo. Todo eso está cambiando. Eso es algo que uno puede entrenar a sus hijos a hacer en cualquier situación. Se dice: "Los niños no leen". El problema es que a los niños se los obliga a leer libros, a los niños habría que estimularlos a que ejerzan la función lectura todo el tiempo en cualquier lado, con tu cara, con la ropa de la profesora, con la película que ve, con el noticiero de televisión… Leer quiere decir concentrarse, dedicarse, entender, apoderarse, conquistar, asociar, relacionar, durar, descifrar, descomponer y recomponer.

—Y todo eso entiende que se hace cada vez menos.
—Me parece que sí, está un poco out. Porque es lento, es denso, es pesado. Porque es más interesante lo que viene a continuación que lo que está pasando. Todo lo que está pasando es importante, pero es más importante lo que lo va a reemplazar. Eso es así en tecnología y en cualquier cosa, en las noticias también. Es importante lo que pasa hoy, pero es más importante lo que va a pasar mañana. Me parece que va todo en esa dirección: "Esto es un plomo…". Un poco como Macri. "¿Por qué hay que hablar? ¿Por qué hay que dar discursos? ¿Por qué tengo que dirigir el país?". Esa especie de fastidio que uno ve en los neo políticos.
—A propósito, lo leí preocupado por la crisis en un artículo que publicó en Revista Capital
—Sí, me preocupa mucho. Te diría que hace mucho que no estaba tan preocupado. Me preocupa por una razón muy sencilla. Cuando asumió este gobierno, yo en mis mejores pronósticos pensé bueno, esta gente va a tomar el poder y en cuatro años va a producir un país que va a profundizar la desigualdad, va a dejar afuera de la sociedad al 50 por ciento de la población, pero el resto va a flotar en una especie de relativa estabilidad, armonía a costa de exclusión, expulsión, ceguera, etcétera. Pero ni siquiera eso. Lo que más me preocupa, poniéndome en términos que ellos plantean, es que ni siquiera pueden asegurar una sociedad estable de derecha. Ni siquiera desde el punto de vista de la derecha este gobierno es un éxito. Esta es la pesadilla total. Me decepciona que Macri no entienda que sus aliados no le van a dar plata, me estremece de terror que el diagnóstico que el gobierno hizo con respecto al interés que el capital del mundo tenía en la Argentina haya sido equivocado. Me sorprende que los poderosos no tengan ningún interés en llegar a ningún tipo de acuerdo. Nadie tiene la más puta idea de qué hacer.

—Ya que hablábamos de cambios en las maneras de expresarnos, le quería preguntar qué opina sobre el lenguaje inclusivo.
—¿Todes, decís? ¿Eso?

—Sí…
Yo no lo soporto. Van a pasar sobre mi cadáver antes de que yo diga todes. Me parece que no es ahí donde la lucha va a producir resultados. Por supuesto adhiero totalmente a la causa, pero me parece que es un concepto un poco ingenuo de la lengua, o un concepto un poco ingenuo de cómo las relaciones de fuerza y de dominación se inscriben en la lengua. Además, digo, pensando en eso, no me gusta como solución tampoco la arroba. Yo pondría i, todis. No sé, alumnis, la i de unión. Ni siquiera está pensado, me parece. En todo caso, yo haría un gran congreso para discutir eso, para discutirlo bien a fondo, políticamente y lingüísticamente. Yo ni siquiera digo todos y todas cuando hablo. Digo todos y me parece que es obvio que es un genérico y que no son hombres a los que me dirijo. Por ahí lo doy por sentado porque sé que no soy machista y creo que lo que voy a decir a continuación después de haber dicho "hola a todos" va a quedar claro. Me parece como que si de repente todos saliéramos a la calle con remeras que dijera "I love feminism". Lo puedo hacer, pero creer que eso va a producir una transformación… Me parece que la lengua es mucho más compleja, más maleable. Si hay estructuras de disparidad o desigualdad están en otro lado, no en la marca gramatical de masculino o femenino.

—Le quería preguntar por la cuenta de Twitter que alguien creó con su nombre. ¿Cómo se enteró de su existencia?
—Me enteré porque gente que está en Twitter me empezó a decir: "Che, leí un comentario muy gracioso tuyo". Al principio no le di bola, vi el personaje que habían creado, esa especie de monstruo vanidoso ridículo. Siempre tengo la idea de que intervenir en eso es peor, pero en un momento los medios empezaron a contactarme…

—Bueno, cuando fue lo de su hija (NdR: en enero pasado Rita Pauls denunció que fue acosada por Tristán y el fake del escritor publicó un comentario que varios medios reprodujeron como auténtico).
—Eso fue el colmo y ahí decidí intervenir. Pero unos meses antes La Vanguardia, un diario serio de Barcelona, había hecho una nota larga sobre escritores y Twitter y yo aparecía: "Alan Pauls, reconocido por su actividad en Twitter…". Un delirio. Obviamente el pobre tonto de Twitter que estaba haciendo eso se divertía, no es el culpable, el culpable es La vanguardia,que levanta los tuits y los manda sin preguntarme ni chequear. Usan las redes sociales como si fueran agencias de noticias, y ahí también hay un problema de lectura muy contemporáneo.Cuando pasó lo de mi hija, hice dos cosas: una vez que me engancharon unos movileros lo aclaré y al día siguiente me metí para ver cómo era la pesadilla para dar de baja la cuenta. Y fue muy rápido. En cuatro mails logré que le suspendieran la cuenta. Y ahí conocí el delirio paradojal que son las redes con la identidad y el anonimato. Estuve una semana para probarles a ellos que yo era quien soy. Y para que alguien abriera una cuenta con mi nombre no le pedían nada.

—Viendo cómo reconfiguran las redes las relaciones humanas, ¿le interesan como tema para escribir ficción?
—Sí, me interesa. De hecho estoy escribiendo una novela que tiene que ver un poco con eso, Mercado Libre, call centers… Todas cosas que yo viví como viejo choto y me interesan mucho en términos de rediseño, nuevos guiones de vida que van apareciendo, nuevas formas de rozarse, tocarse, saber. Seguirse, la idea del seguidor. Me interesa. Pero lo veo como un patólogo ve una especie de torso con un tumor… De una manera cronenbergiana. No entiendo nada, pero me gusta no entender porque pesco ciertas deformidades que me interesan en términos narrativos.

Laura Fólica entrevista a Francisco Porrúa

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Laura Fólica, traductora argentina residente en Barcelona es doctora en Traducción y Ciencias del Lenguaje. Durante la investigación para su tesis, realizó una entrevista con Francisco Porrúa (foto), de la que aquí se publica una parte. Actualmente es investigadora posdoctoral en la Universitat Oberta de Catalunya. 

Francisco Porrúa, un traductor romántico 
para la ciencia ficción 

“Editor legendario”, “hacedor del boom”, “descubridor de Cortázar o García Márquez”, son algunos de los epítomes con los que la prensa cultural solía presentar a Francisco “Paco” Porrúa. Y no son descripciones falaces; Porrúa había sabido ganarse semejantes hipérboles. Este gallego afincado en la Patagonia, primero, y en Buenos Aires, después, fue una figura clave en el campo editorial argentino de la segunda mitad del siglo XX: en 1955 fundó Minotauro, sello con el que introdujo la ciencia ficción en el país, y en 1958 pasó enseguida de lector en las sombras a editor de Sudamericana, en cuya dirección estuvo hasta 1971, eligiendo los nombres que compondrían la literatura latinoamericana hoy convertida en best-seller. Regresó a España en 1977, donde aguzó su ojo para los éxitos publicando la obra de Tolkien en castellano, hasta que en 2001 decidió vender Minotauro a Planeta y retirarse de la primera plana editorial. Vivió en Barcelona hasta su muerte, el 18 de diciembre de 2014. Y si bien, por esos años, su cuerpo le jugaba malas pasadas y lo interrumpía con una tos inesperada, su voz, firme y lúcida, respondió al teléfono y aceptó conversar en persona sobre libros y traducciones. La cita fue en su casa del barrio de la Ciutadella, el 9 de julio de 2013, un día festivo de su otra patria, en la que fuimos entrando con los pies de las palabras.

—Pronto viajo a Buenos Aires, Paco. Si quiere algo, le traigo.
—Un frasco de dulce de leche. Hace mucho tiempo fui a la casa de unos amigos, que no conocía bien, y llevé un dulce de leche. La nena lo probó y, cuando me fui de la casa, ella quería venir conmigo, con el dueño del dulce de leche, no quería saber nada con los padres... Era el señor del dulce de leche.

—También fue el señor de los anillos...
—Sí, esa es una historia que se cuenta pero que no se toma muy en serio y que revela mecanismos interiores muy raros. Hasta el año 1970 nunca me había interesado mucho en El señor de los anillos porque no era suficientemente literario. Al contrario, yo publicaba a autores que desdeñaban El señor de los anillos, como J. C. Ballard, A. Carter, quienes tenían a El señor de los anillos como una obra secundaria. Pero en 1970, un día me acordé del libro y me sorprendió pensar que no se había editado nunca en castellano. El libro se había publicado en inglés en 1954, habían pasado dieciséis años y no había aparecido una editorial castellana. Le escribí a la editorial inglesa y a una amiga, que conocía la editorial inglesa y que se estaba ocupando conmigo de la edición de unos libros de Bertand Russell. En mi carta sobre Russell, añadí una frase al final: “¿Sabes algo de El señor de los anillos, que no apareció nunca en castellano?”. Pasó un tiempo, más de un mes, y ella me contestó sobre Russell y al final agregó: “Si quieres saber algo de Tolkien, llama a Nicolás Costa”, que era un agente literario en Buenos Aires que tenía una buena agencia, International Editors' Co. Lo llamé y le pregunté si sabía algo de El señor de los anillos. Y me dijo que en ese momento, hacía cinco minutos, había recuperado los derechos. “Si lo querés es ahora, porque hay muchos candidatos, pero vos sos el primero.” A mí no me interesaba mucho, había escrito la carta casi al azar, me habían contestado casi al azar. Y el día en que llegó la carta fue el momento preciso en que el libro se liberaba. Suficiente. Tuve que contratar el libro. Y tuve muchos episodios de ese tipo. Yo sentía que probaban que mi vocación era auténtica, no era equivocada, porque las circunstancias exteriores me ayudaban.

—Algo parecido fue su acercamiento a la ciencia ficción y a la creación de Minotauro. ¿Un azar atento?
—Bueno yo nunca pensé que estaba editando lo que se llama “science-fiction”, siempre para mí era literatura fantástica. Hay muchos libros de Minotauro que se clasificaban como “science-fiction” pero no lo eran; por ejemplo, las obras de Angela Carter o las obras de Bradbury. Crónicas marcianas no es un libro que tenga absolutamente nada de científico. Es un apósito que se le ha puesto a la “ficción”, pero en realidad está de más lo de “ciencia ficción”. Borges decía que está mal traducido, porque “ciencia” acá es un adjetivo, sería “ficción científica”; pero no me gusta nada lo de “ficción científica”.[1] Que la ficción puede ser científica no lo entiendo, simplemente hay una ficción, que es imaginaria y que tiene elementos de la ficción realista, pero que no es necesariamente science-fiction. En realidad, la science-fiction es lo que los americanos llaman “hard science-fiction”, ciencia ficción dura, que yo no publicaba.
La fundación de Minotauro ocurrió un poco de casualidad porque yo era muy aficionado a las literaturas fantásticas de Occidente y me enteré, por la revista de Jean-Paul Sartre, Temps Modernes, de que había un género nuevo en Estados Unidos. Fui a la librería, compré un Bradbury y, como me gustó lo suficiente, lo empecé a traducir. Cuando pienso en ese pasado y en los años que siguieron, veo que hice un trabajo más público o más conocido como editor pero que, en realidad, mi trabajo verdadero era traducir. Como editor, uno está sentado en una oficina esperando que llegue una carta milagrosa que aclare todos los problemas, nada más. En mi caso, como traductor, hay que estar en la máquina. Y en el momento en que dejás la máquina y mirás por la ventana estás perdiendo tiempo, eso es así. Yo traducía para mí mismo, traducía para Minotauro y entonces, de algún modo, era un poco más aceptable el trabajo, pero era un trabajo duro. Pero para mí era un trabajo muy satisfactorio, me gusta el problema del lenguaje, de cómo traducir un texto cualquiera a otro lenguaje. Y llegué a un cierto escepticismo, llegué a pensar que realmente la traducción pocas veces es útil, pocas veces puede compararse con el original. No se trata de que sea mejor o peor, se trata de que son lenguas diferentes y las lenguas diferentes encierran un problema de comprensión totalmente diferente. Leer un texto en japonés o en inglés no es lo mismo que leer el mismo texto en castellano. Siempre nos olvidamos y, sobre todo, los escritores realistas se olvidan más que nadie de que el lenguaje son signos. Como decía Mallarmé: cuando digo la rosa, no hay ninguna rosa. Estamos hablando de conceptos y de signos, no de objetos, cuando hablamos de literatura. Hay una referencia imaginaria que trae a los objetos a través del concepto... No hace mucho los escritores ingleses hablaban del engaño que es el Premio Nobel. Este premio difunde una cultura por todo el mundo, pero no es así, un escritor que escribe en chino o en escandinavo será entendido por gente que lee chino o escandinavo, los demás leen una aproximación al original pero no el original.

—Es una lectura puesta en papel…
—Exactamente, yo veo una especie de autoengaño; por ejemplo, aquí en España hay mucha traducción de poesía. Se acaba de editar un volumen con los poemas completos de Emily Dickinson en castellano pero, como decía Ezra Pound,[2] la poesía es lo que se pierde en la traducción, eso es la poesía: lo que se pierde en la traducción. La traducción de un poema, de un buen poema, nunca puede transmitir lo que transmite el original. Por ejemplo, un poema de Byron, dice algo así como… “so we go alone in the night”.[3] De la misa manera en que en toda la primera línea hay una sonoridad de “o”, en la segunda línea, hay una aliteración muy fuerte. Esto es imposible de reproducir en castellano con el mismo sonido. Tampoco podemos pensar que Byron ideó este juego de vocales, no, es una espontaneidad de la poesía, aparece así, pero es irreproducible en otra lengua, es decir, lo que es reproducible, lo que se intenta reproducir aparece como otro texto, un texto diferente.

—Hay que aceptar que será otra cosa.
— Están los defensores de la traducción interpretativa y los otros, defensores de la traducción literal. La traducción literal es interesante porque cuando estás leyendo una novela rusa y, de pronto, tenés una frase que dice “nieva todos los inviernos a orillas del Neva”, es una cosa muy peculiar, pero hay que dejarla porque lo peculiar es lo extraño del original para el lector de la traducción. Esas cosas evocan lo auténtico del lenguaje original, hecho de expresiones populares, manías del escritor, etc.

—Es interesante lo que usted dice porque, por un lado, tiene ese gesto de desconfianza respecto de la traducción como tarea imposible pero, por otro lado, reconoce que su trabajo, donde puso el cuerpo, fue la traducción.
—Sí, a mí me gustaba mucho traducir, la idea me atraía. De Crónicas marcianas, hice una primera versión, que miré meses más tarde y estaba muy mal en algunos párrafos. Rehíce todo, después la volví a ver y la volví a rehacer. La versión que más o menos quedó aceptable fue la cuarta. Y sin embargo, el otro día, miré la cuarta y dije: “hay algunas cosas que se podrían cambiar”. La traducción me recuerda lo que decía Valéry de la poesía, que no hay poesía acabada sino poesía abandonada. Eso diría de la traducción: hay traducción abandonada. Se la abandona en un momento determinado porque ya no se puede más, obtener el efecto literario adecuado es interminable. Además el texto al autor le ha venido espontáneamente o como inspiración o como deseo de escribir. El traductor hace un trabajo ulterior, pero no es el mismo, no es el del autor. Ahora bien, las traducciones a veces son útiles como comprensión del texto original, pero yo recomiendo leer siempre el original si se puede, a pesar de que he traducido muchísimos libros en mi vida. Pero creo que ninguno de ellos, para mí, está a la altura del original. No porque todos sean buenísimos sino simplemente porque hay imposibilidades, es decir, si se traduce bien, se crea una obra nueva, una obra diferente. Y eso no es lo que le conviene a una editorial.

—¿Por qué? ¿Porque rompe con el pacto de que se lee un original?
—La editorial no puede publicar una traducción experimental. Simplemente la traducción responde a ciertas normas, del castellano en este caso. Hay una diferencia bastante interesante entre las traducciones de Latinoamérica y las traducciones españolas. Hay una costumbre general en Latinoamérica, creo que hay una mayor afición a lo oral. Toda o casi toda la literatura latinoamericana –si hablamos de García Márquez, Cortázar o Borges– son fragmentos, textos que se pueden leer, son orales, son legibles para el oído como cuentos. En cambio, en la literatura española todavía persiste –o persistía porque no estoy tan enterado ahora– el barroco español. Es muy pesado. Del colegio, uno de mis hijos había traído un ejercicio: “Distinguir cuál párrafo pertenece a la literatura latinoamericana y cuál a la española”. Para la latinoamericana habían puesto el principio de Cien años de soledad de García Márquez; para el barroco: “Tus ojos color rubí, etc. etc.”. Y eso se nota también en las traducciones. Las traducciones que hacía Aurora Bernárdez, la mujer de Cortázar, son completamente orales; para mí, a veces son demasiado conversadas, el tono es de conversación más que literario. Pero es un tono que es de la literatura latinoamericana y argentina… Yo he oído leer a García Márquez su obra y parecía un texto escrito para ser proclamado en público, en una gran plaza con muchos manifestantes. Esa es la diferencia. El español es más retorcido, más enfático, y nosotros rechazamos el enfático español. Por ejemplo, tú le cuentas a un español de un personaje argentino, como me pasó a mí, un personaje argentino curioso, que había estado en la India varias veces, era de Buenos Aires, tenía mucha autoridad sobre todo. Yo hablé de él con un español; si el que me oía hubiera sido un argentino, habría dicho: “pero, che, qué tipo interesante”, pero este español me dijo “qué personajazo”, naturalmente es un sello de énfasis muy fuerte. E incluso los diminutivos, “pajarillo”, nos parecen a nosotros demasiada disminución. No es sencillo, lo sencillo es “pajarito”; “pajarillo” ya es una elaboración.

—Volviendo a la editorial Minotauro, ¿usted armaba los equipos de traductores por afinidad?
—No armaba ningún equipo porque todo el equipo era yo. Tenía múltiples seudónimos, todos de la familia. No lo hacía por modestia, es que yo era el editor, el jefe digamos, era el traductor, era el consultor, era el socio y cincuenta cosas más… Y me parecía que ser también el traductor era una especie de exceso, entonces, elegí seudónimos. Y con los seudónimos llegué a distinciones entre ellos. Unos seudónimos eran mejores traductores que otros. Alguien una vez llamó a Sudamericana para pedir a uno de esos traductores de Minotauro porque le gustaban sus traducciones y quería traducir con uno de esos traductores, que era yo.
La traducción de Artaud, El teatro y su doble, me costó muchísimo, fue tremenda. Un texto casi impenetrable, muy difícil de captar en su sentido profundo. Pero, en fin, fue una vida de traductor que yo recuerdo bien. Cuando noté, ya aquí en Barcelona, que algunos libros que había traducido no me gustaban, comprendí que había acabado mi carrera, ya no podía traducir como antes, no tenía ni la energía ni la lucidez de antes. Ahora me gusta leer y traducir alguna poesía, son intentos casuales.
Algunas traducciones sí que se hicieron con otras personas, por ejemplo, la del Ubú con Fassio. Marcelo Cohen y Marcial Souto son bastante buenos traduciendo a Ballard. Marcial era un gran admirador de Ballard y lo traducía bien. Marcelo era un gran admirador de Gene Wolfe. Es muy importante que admires o te guste el libro que estás traduciendo. Si no te gusta, mejor ni intentarlo, siempre saldrá mal.

—¿Y cómo cree que debe ser la lengua de la traducción?
—Hay un ejemplo de traducción bastante notable: un texto de Borges de Kafka. Y si lo comparas con el de Ruiz Guiñazú, o no sé bien si era él, pero era el mismo texto, el mismo contenido, las mismas ideas, en Borges tiene diez líneas y en Ruiz Guiñazú tiene treinta líneas. Y todas son palabras de más que sobran. Aunque de Borges dicen que traducía la mamá... Pero curiosamente en Las palmeras salvajes, que edita Sudamericana, Faulkner termina con una frase que dice algo así: “Women, shit”, o sea, “‘Mujeres, mierda’, dijo el penado alto”. Y Borges sacó el “mierda” y dejó: “‘Mujeres’, dijo el penado alto”. Esa frase se hizo tan famosa que, cuando en Buenos Aires hablaban de las mujeres, decían “‘Mujeres’, dijo el penado alto”. Hay una supresión del adjetivo o del sustantivo hiriente. Ese es un acierto de Borges de que lo que importa es el sustantivo. La borradura del insulto hizo la frase muy popular.

—Respecto del castellano, ¿usted estaba atento a qué castellano usar? Si el de España, el del Río de la Plata…
—Yo tenía problemas con el castellano. Hay algo que ha recordado hace poco Harss en una nota en El país, pero lo que él dice es falso. Dice que yo usaba el “vosotros”. Yo no usaba el “vosotros”, lo evitaba. Si un lector argentino o latinoamericano lee una frase que dice: “vosotros habéis venido ayer”, le suena muy raro. Yo lo evitaba, a veces eso me complicaba el trabajo; por ejemplo, en El señor de las moscas hay charlas entre niños, entonces no podía cambiar el “vosotros” por el “usted”, tenía que encontrar una fórmula que evitara el “vosotros” y el “usted”.

—¿Y en España circulaban esos libros?
—Sí, pero hay una diferencia. Los españoles usan localismos sin ninguna clase de prudencia, palabras que, fuera de la frontera de Madrid, ya nadie entiende y, sin embargo, las usan. Me acuerdo de que en una traducción que estaba por publicar Círculo de Lectores me dijeron que no se podía decir “una dosis alta de cocaína”, había que poner “un subidón de cocaína”. Yo les dije que eso era local, que lo entienden unas cuantas personas acá pero que en América Latina causa risa. Esta es una diferencia que tiene que ver mucho, creo yo, con los aires imperiales que hay todavía en España. Sobre la literatura latinoamericana, se publicó el año pasado un artículo largo cuyo título a dos páginas era “La literatura de la periferia”; es decir, los argentinos, chilenos, uruguayos, brasileños, mexicanos, todos son de la periferia, no son el centro, no son lo que importa, lo que vale. Tienen una manía. A mí me contó algo Carmen Martín Gaite que yo conté y cayó muy mal, pero ella tenía la manía de contar esa historia, sobre la llegada de los primeros libros del boom a España. Causaron una especie de shock eléctrico, aquí dejaron de escribir por dos años. Que los vasallos produjeran una cosa tan notable…

—¿Estamos obligados a una reflexión distinta sobre la lengua?
—Yo te voy a decir, y lo reconocen algunos españoles, el argentino normal como lector es muy superior al español. Recuerdo los años 1940-1950, te puedo asegurar –dentro de lo que yo conocía, por supuesto– que el argentino medio sabía más de literatura italiana que cualquier italiano. Todos los autores italianos estaban traducidos, todos discutían los autores italianos: Svevo, Moravia, Pasollini. En cambio, el español tiene… –y de esto lo han acusado a Borges también– tiene mucho la manía de acusar de extranjerizante a cualquier escritor que se interese por la literatura extranjera. Es un fenómeno raro España, yo no termino de entenderlo. Cuando pienso que el Quijote, por ejemplo, ha sido imitado en todas las literaturas menos en España, es muy raro. No hay ninguna obra derivada del Quijote en la literatura española, pero hay obras en inglés, en francés, en alemán, que siguen la tradición del Quijote, como Sterne, en inglés. Y aquí no. Cuando llegué, encontré algo raro: un artículo de La Vanguardia en el que hablaban de los movimientos intelectuales del siglo pasado y de ahora. Hablaban del Iluminismo, del Romanticismo, del Impresionismo, el Expresionismo, no solo en pintura sino también en literatura. Y el cronista de La Vanguardia terminaba diciendo: “Qué suerte de lo que nos hemos librado, no hemos conocido nada de esto”. Es muy raro... Recuerdo la Alianza Francesa de Buenos Aires, durante un momento todo el mundo estudiaba en la Alianza Francesa, en los años cuarenta y anteriores. Era la lengua de moda, después fue el inglés. Se estudiaba la lengua extranjera con un entusiasmo que yo no he encontrado aquí. España interesó muy poco –y eso explica muchas cosas– en América Latina; en la época del franquismo no ocurría nada.

—Y en esos años cincuenta y sesenta, ¿cómo era su vida social en Buenos Aires? ¿Estaba vinculado con las revistas literarias de la época?
—Tenía vinculación con algunos escritores. Conocí a Pellegrini, que era un buen juez de traducciones, pero no había una relación muy extraordinaria ni íntima. Durante esta época, precisamente por ser traductor, viví una vida bastante solitaria en Buenos Aires y en Mar del Plata. Tenía algunos amigos, como el poeta Girri, no sé por qué éramos amigos, porque, por ejemplo, yo era amigo de Julio Cortázar y él era lo opuesto, completamente diferente. Pero los dos habían tenido relación con Aurora Bernández y yo me entendía con los dos y con Aurora, a pesar de que ellos no se entendían entre sí. Otro que murió, que no era muy amigo pero que yo estimaba mucho, era Mario Trejo. Era un poeta, un crítico literario extraordinario. Él había leído a un poeta español, Miguel de Lis, y me dijo: “Te pruebo inmediatamente que Miguel de Lis no es buen escritor”. Y me dice: “Escribe esto: ‘Sobre la mesa había un papel secante, un vaso de agua, una lapicera, un sello de correos y una copa, había todo eso…’”. Con eso quedaba anulado, fuera de la literatura para siempre. Había inteligencias muy curiosas en Buenos Aires, gente que tenía un ojo extraordinario para la literatura.

—A partir de lo que cuenta sobre las afinidades entre amigos y el azar, ¿qué tipo de editor era? ¿Armaba el catálogo de sus editoriales más intuitivamente o también estaba atento al éxito?
—Bueno, yo tenía una relación muy rara y cuando pienso en eso desde la perspectiva de hoy me sorprende. Yo era lector en Sudamericana, el único lector, trabajaba con el editor literario Julián Urugoiti, de origen vasco. Este señor se fue y yo entré en Sudamericana porque el hijo del dueño, Antoni López Llausàs, un catalán, Jorge, se hizo muy amigo mientras yo era lector. Entonces, en el año 1962, cuando Urugoiti se jubiló, quiso que yo entrara como editor literario y empecé a trabajar. Pero a los pocos meses, mi amigo Jorge murió de un ataque al corazón por un exceso de efedrina, era asmático y murió de eso. Entonces, el viejo López Llausàs se encontró que era la segunda vez, era el segundo hijo que perdía estando él vivo. Lo operaban con un marcapasos y él pensaba –según me dijo después– a ver si me muero y un hijo mío todavía vive… Pero el hijo se murió a los dos días de la operación del padre. Entonces, el viejo se encontró conmigo, con quien nunca había tenido mayor intimidad y confianza, pero que había sido el amigo del hijo muerto, y decidió confiar enteramente en mí. Se jugó una carta brava. Y llegó al extremo... recuerdo que yo publicaba libros en Sudamericana que no debía haber publicado, lo que pasa es que yo iba a la oficina de López Llausàs y le decía: “Vamos a publicar tal cosa”. Y él siempre me decía: “Sí, sí”. Nunca preguntaba qué, ni por qué, ni para qué. Todo lo que yo le decía estaba bien. En este caso, yo había editado un libro de una generala maoísta que no tenía nada que ver, porque el cerebro central de Sudamericana era bastante avejentado, reaccionario. Me acuerdo cuando editaron Rayuela, yo estaba en mi oficina y el grupo de directores, que incluía también a directores de banco que apoyaban la editorial, me mandaron un mensajero a mi oficina con una pregunta sobre Rayuela que decía: “¿Qué quiere decir ‘lúdico y erótico’?”. Y les dije: “Juego y amor”. “Ah, sí”, y el tipo se fue. Como podés comprender, unas relaciones muy raras, donde no nos entendíamos para nada. Y sin embargo, el viejo insistía y todo lo que yo hacía estaba bien. Fue muy raro. Conocí a otros editores literarios que son acosados por el contable o que piden más ventas… A mí jamás nadie me dijo: “Esto no debías haberlo editado”. Solamente una vez que edité el libro de una viuda, la viuda de Wernicke, que era un escritor bastante interesante. Y el viejo se enteró y por primera vez me hizo un comentario: “¿Pero usted cree que esto se va a vender?”. Al día siguiente, las chicas de Sudamericana estaban leyendo el libro y llorando al mismo tiempo. Entonces él se convenció de que yo tenía una visión extra que aseguraba el éxito. Él continuaba atendiendo a los viejos escritores de Sudamericana, argentinos como Mallea o Silvina Bullrich o españoles como Sánchez Albornoz o Salvador de Madariaga. Esa vieja generación de Sudamericana continuaba siendo el patio de él. Todos los nuevos los trataba yo.

—¿Y usted llegaba a ellos por amistad?
Leyendo, hablando, etc. Siempre que quise editar algo lo hice. A veces me equivoqué, como te digo sobre esta maoísta, pero en fin, pasó bien. El contable me vino a ver a Edhasa, cuando vino de Argentina, y estaba muy contento. Es una de las más raras felicidades la de un contable que felicita al editor, cuando el contable felicita al editor ya hemos llegado al apogeo. Es decir, la literatura y el dinero al mismo tiempo. Yo no pensaba en el dinero; el contable pensaba en el dinero, pero el asunto salía bien. En realidad, traía problemas, era una editorial pequeña, pero las argentinas nunca fueron estos monstruos que hay aquí en España.

—¿A qué editorial se refiere?
— A Sudamericana y a todas, Emecé… Cien años de soledad produjo muchos beneficios, pero también muchos beneficios para el autor. Y había que pagarle sumas millonarias a García Márquez. Y López Llausàs, el catalán, decía: “los best-sellers nos arruinan”, porque tenía que pagar mucho derecho de autor.
El asunto de García Márquez comenzó cuando Luis Harss había editado un libro, Los Nuestros. Él llegó a Sudamericana con el libro, por recomendación de Cortázar, que le había dicho que viniera a verme a mí a Sudamericana. Y vi que en el libro Los nuestros había un escritor que nunca había leído, del que no conocía ni el nombre: García Márquez. Y entonces le pedí a Harss los libros La hojarascaEl funeral de la Mamá Grande y El coronel no tiene quien le escribaEl coronel me gustó muchísimo. Le escribí a García Márquez y le dije que quería publicar sus libros en Argentina. Y eso fue todo… Él me dijo más tarde que recibió mi carta como si fuera un mandato celestial que le decía que tenía que editar en Sudamericana y así lo hizo.

—¿Usted siente que el boom se fue dando de forma más natural?
—Se dijo lo contrario, pero te puedo decir que las editoriales no tuvimos nada que ver con el boom. Nosotros no hicimos absolutamente nada por el éxito de Rayuela ni de Cien años de soledad. Salió en unas revistas, la gente los recibía en la calle como los nuevos mensajeros de la felicidad.

—Tal vez se haya dado una confluencia entre los medios y la disponibilidad de los lectores.
—Yo se lo he comentado a García Márquez y él me dio la razón. Yo creo que su libro se editó en Buenos Aires en condiciones extraordinarias. Buenos Aires en ese momento tenía a Onganía, pero nadie le hacía caso al gobierno de Onganía. El Instituto Di Tella fue la mejor época de pintura. Y García Márquez fue recibido en Buenos Aires de un modo… a ver, él entraba en un teatro y toda la gente se ponía de pie. Era una cosa un poco rara. Las mujeres que iban al mercado entre las verduras llevaban un ejemplar de Cien años.

—¿Cree que Buenos Aires era el lugar de consagración del escritor latinoamericano?
—Como te dije antes, era lo que funcionaba espontáneamente y yo no tenía que hacer grandes esfuerzos. Los esfuerzos los hacía para traducir, ese sí era un trabajo serio, pero el trabajo editorial se basaba en los libros que venían, llegaban solos, venían y podían ser editados al día siguiente, no había ningún problema. Eso es lo que se llama “la vocación”, o sea, cuando haces lo que te toca. Y lo que te toca es lo que te gusta.

—¿Y ahora qué hace relacionado con la edición?
Hay gente que quiere que escriba algo autobiográfico, pero no tengo ganas. Yo escribiría una autobiografía de la vida que me hubiera gustado tener y que no tuve.

—Así son las autobiografías, ¿no?
—Lo único que lamento es que no estoy en condiciones, las mejores. Es una lata la vejez. Estoy muy cansado a veces… Tengo noventa años. Tengo problemas para caminar, me duele mucho la espalda, tengo un catarro interminable, pero no me preocupo, lo único que yo necesito son unos minutos de lucidez y tranquilidad en el día, con eso es suficiente.

La conversación se acaba y nos queda claro que Porrúa toma partido por la figura de un traductor “invisible”, aunque él –lejos de teorías traductológicas– hubiera preferido que lo describieran como un traductor modesto y un editor vocacional, alguien que confiaba en el azar y en las relaciones de amistad para traducir o editar los libros que él mismo quería leer. Y así lo entendía también Cortázar en cartas en las que le auguraba un futuro de baudelairiana consagración: “Vos serás el primer editor maldito de la Argentina, porque creo que los otros terminan sobre magníficos colchones Dunlopillo o como se llame por allá la ‘espuma de goma’” (Cortázar 2012: 570).

Como traductor, Porrúa elige presentarse en la entrevista como un ser que puso el cuerpo para hacer trabajo de fina ocultación tras las palabras de un autor al que trataba infructuosamente de emular. Un “traductor romántico”, sentenciaría el Borges de “Las dos maneras de traducir”, aquel que, a diferencia del “traductor clásico”, alaba el genio del autor y cultiva la literalidad en traducciones que resultan extrañas criaturas en la lengua de llegada; un traductor nostálgico de la pérdida que entraña toda traducción y que sueña con el ideal platónico de la obra original. No hay duda de que Porrúa fue un traductor hospitalario de los autores extranjeros y supo, para fortuna de los lectores de ciencia ficción de Minotauro, abandonar sus traducciones al mundo.


[1] Porrúa está aludiendo al prólogo escrito por Borges para la primera edición de Crónicas Marcianas de Minotauro. En él, Borges lee en el Somnium Astronomicum de Kepler un ejemplo predecesor de este género nuevo: “Por su carácter de anticipación de un porvenir posible o probable, el Somnium Astronomicum prefigura, si no me equivoco, el nuevo género narrativo que los americanos del Norte denominan science-fiction o scientifiction* y del que son admirable ejemplo estas Crónicas. [*Scientifiction es un monstruo verbal en que se amalgaman el adjetivo scientific y el nombre sustantivo fiction. Jocosamente el idioma español suele recurrir a formaciones análogas, Marcelo del Mazo habló de las orquestas de gríngaros (gringos + zíngaros) y Paul Groussac de las japonecedades que obstruían el museo de los Goncourt]”. (Borges, en Bradbury1969: 8).

[2] Porrúa confunde la atribución de la cita, no fue Ezra Pound sino Robert Frost quien declaró: “Poetry is what gets lost in translation”.

[3] Porrúa parece hacer referencia al poema de Lord Byron: “So We’ll Go No More a Roving”, cuya primera estrofa es la siguiente: “So we’ll go no more a-roving / So late into the night, / Though the heart still be as loving, / And the moon still be as bright”.







¿El dinero para Cultura? No está, se fue,

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Tal vez los lectores recuerden cuando el caradura del ex ministro de cultura Pablo Avelluto dijo que el pasaje de Ministerio a Secretaría no alteraba nada.  O eran las declaraciones de un mentiroso serial o las de un inepto –aunque no estaría mal considerar las dos posibilidades–, porque, con una crisis como la que el actual gobierno está sumergiendo a la Argentina, resultaba imposible creer esas declaraciones cosméticas. En los últimos días, los principales diarios nacionales señalan la disminución del presupuesto para 2019. Reproducimos a continuación la nota firmada por Patricia Kolesnicov en el diario Clarín del 1 de octubre pasado.

Fuerte baja en el presupuesto nacional
de Cultura para 2019

Ajuste será la palabra de 2019. Y la Cultura lo sentirá con ganas. 

Aunque se pretendió minimizar el impacto que tendría el descenso del ministerio a secretaría, a la hora de los números –la única verdad es el presupuesto– el achique es explícito. La Secretaría de Cultura tendrá en 2019 4.923.722.299, casi cinco mil millones de pesos. En 2018 fueron 4.480.607.310. Un poco más que es un poco menos, claro: las estimaciones más o menos optimistas calculan que la inflación de 2018 rondará el 40 por ciento.

En los pasillos de la Secretaría admiten que habrá que hacer recortes. Y aseguran que no se tocarán los gasto en personal, Teatro Cervantes, Fondo Nacional de las Artes, Biblioteca Nacional, subsidios ni becas. Por lo menos no más de lo que se ha reducido hasta ahora: no hace falta ser muy memorioso para recordar que el ex director de la Biblioteca decía en abril de este año que no tenía “ni para café”. En los próximos días el secretario Pablo Avelluto deberá proponer por donde pasa la tijera.

En estos días, en la línea del ajuste, se decidió cobrarles entrada al Museo Nacional de Bellas Artes a los turistas. Y que los argentinos pagaran para ver la muestra temporaria del inglés William Turner. En este contexto, trabajadores de la Secretaría, hicieron “performances” vestidos de negro, con la consigna “La cultura está de luto”, como la que habían hecho para repudiar la degradación del Ministerio a Secretaría.

"La tradición, y no Alighieri, seguramente hicieron de la palabra fabbro una metáfora general del creador"

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Jorge Aulicino, que próximamente publicará su traducción corregida de la Divina Comedia en la editorial chilena LOM, sigue leyendo y releyendo esa obra, buscando afinar cada vez más su versión. Aquí se detiene en una mención que, inspirado en Dante, volvió a utilizar T.S. Eliot para homenajear a su amigo Ezra Pound.

La famosa cuestión de il miglior fabbro

El elogio al poeta provenzal Arnaut Daniel que Dante pone en boca de su maestro Guido Guinizelli en el canto XXVI del Purgatorio fue citado por T.S. Eliot en homenaje a Ezra Pound, lector y admirador a su vez de Arnaut y de Dante. Desde entonces, se hizo famoso. En general se lo traduce como “el mejor artesano”, dulcificación o figura más propia de los traductores que de Dante. Pues artesano en el italiano actual suele decirse artigiano, mientras que fabbrosignifica más concretamente herrero. Se reserva su significado de artífice para el lenguaje literario: il fabbro dell’universo. Es dudoso, para mí, que Dante haya fundado esa acepción. Escribía en una lengua sin antecedentes literarios y debía saber que la primera lectura que harían sus contemporáneos sería literal. Esto es, que leerían, de arranque, herrero y no artífice o artesano, para percibir luego su valor metafórico (de esto se trata la imagen en poesía, tan bien percibida por Dante: la proyección de la idea abstracta –o de la complejidad de un pensamiento– en lo concreto). La profesión de herrero era altamente valorada en la Edad Media, sobre todo porque el herrero era quien forjaba las armas y las herramientas, y no solo el que fundía las herraduras de los caballos. Dante debió pensar sin duda en un herrero y no en cualquier artesano para destacar el valor del trabajo de Arnaut. De modo que la tradición, y no Alighieri, seguramente hicieron de la palabra fabbro una metáfora general del creador. Las traducciones suelen seguir ese rumbo. Me parece, con todo, más acorde con el espíritu popular y material de Dante traducir herrero.

La Real Academia de la Lengua Española admite hasta hoy “fabro”, en castellano, como artífice, y ese fue el término, en desuso según la RAE, que eligió a su vez Battistessa para su traducción, con lo que encontró el modo de darle a la palabra un valor figurado superior y abstracto, manteniendo el sonido.

Para que se entendiera la contundencia de la figura, Dante –creo yo– pensó en un herrero, y en que sus contemporáneos verían en él la mejor figura concreta y cotidiana que podía representar el arte de Arnaut. Por otro lado, el contexto es este:

(...)

“¡Feliz tú, que de nuestras comarcas”,
recomenzó el que primero preguntara,
“para morir mejor, ganas sapiencia!

“La gente que no va con nosotros ofendía
con lo que ya al César, triunfando,
‘reina’ le costó que le gritaran; **

“por eso se van ‘Sodoma’ clamando,
reprobándose, como lo has oído,
y ayudan al ardor avergonzándose.

“Fue nuestro pecado hermafrodítico,
y puesto que no honramos ley humana,
como bestias siguiendo el apetito,

“en nuestro oprobio al partir decimos,
como se lee, el nombre de aquella
que embruteció entre brutos leños.

“Ahora sabes de nuestros actos y pecados:
si saber quieres los nombres que tenemos,
no los sabría, ni es tiempo de decirlos.

“Saber el mío te haré quererlo menos:
soy Guido Guinizelli, y  aquí me purgo ***
por haberme dolido ante el extremo”.

Cual en la tristeza de Licurgo
corrieron los hijos a ver la madre,
tal hice yo, pero con menos ansia,

cuando lo oí nombrarse al padre
mío y de otros que mejor usaron
rimas de amor dulces y gallardas;

y sin oír ni decir, anduve pensativo
un largo trecho, contemplándolo,
separado de él por aquel fuego.

Luego que me complací en mirarlo,
me ofrecí enteramente a su servicio,
con la firmeza de seguro juramento.

Y él me dijo: “Dejas tal vestigio,
por lo que oigo, en mí, y tan claro,
que el Leteo no podrá quitármelo.

“Pero si tus palabras de verdad juraron,
dime por qué razón tanto demuestras,
en el mirar y el decir, que te soy caro”.

Y yo: “Por los dulces dichos tuyos,
que, cuanto dure el decir moderno,
harán queridos todos tus escritos”.

“Oh hermano”, dijo, “este que te muestro
con el dedo”, y señaló un espíritu delante,
“fue el mejor herrero del hablar materno.

“Versos de amor y prosas de romances
las hizo todas; y deja hablar a los estúpidos
que aquel de Lemosín creen que lo vence.

“A voces, más que a verdad, alzan el rostro,
y se afirman así en sus opiniones,
sin escuchar bien arte o comentarios.

“Así lo mismo hicieron con Guittone,
de grito en grito por él alzando el precio,
hasta que la verdad de muchos los venciese.

“Ahora, si tienes tan amplio privilegio,
que es lícito para ti llegar al Claustro
en el que es Cristo abad de aquel colegio,

“reza por mí, ante él, un Padrenuestro,
que tanto hace falta en este mundo,
donde el poder de pecar ya no tenemos”.

Luego, tal vez por dar sitio a un segundo
que había llegado, se perdió en el fuego,
como el pez en agua se va al fondo.

Me adelanté un poco al señalado
y dije que mi deseo a su nombre
preparaba gracioso acogimiento.

El comenzó diciendo libremente:
“Tan m’abellis vostre cortes deman, ****
qu’ieu no me puesc ni voill a vos cobrire.

“Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan;
consiros vei la passada folor,
e vei jausen lo joi qu’esper, denan.

“Ara vos prec, per aquella valor
que vos guida al som de l’escalina,
sovenha vos a temps de ma dolor!”.

Y se ocultó en el fuego que refina.


Dante Alighieri, Purg. 26
Versión Jorge Aulicino


** Suetonio refiere que, triunfador en las Galias, César oyó que algunos soldados lo llamaban “reina” por supuestas relaciones carnales con el rey de Bitinia, en su juventud.

*** Guinizelli, padre adoptado del dolce stil nuovo, nació en Boloña hacia 1230 y murió en 1276, en Padua. Participó, como Dante, de la vida política, aunque del lado de los gibelinos. Los florentinos consideraron su canción Al cor gentil rempaira sempre amore, en la que proclama la asociación del amor con la virtud del alma, el manifiesto de la “moderna” escuela. En los versos siguientes, Guinizelli descalifica a Gerardo de Bornell, poeta de Limoge, y a Guittone d’Arezzo, después de señalar al miglior fabbro del parlar materno, el poeta provenzal Arnaut Daniel, muerto un siglo antes. Donde se entiende que aquel “parlar materno” es, en general, la lengua vulgar en la que escribieron los trovadores y los poetas del siglo XIII en Italia.

**** En provenzal en el original. La versión de los comentaristas en italiano permite esbozar esta: Tanto me place vuestra cortés demanda / que no puedo ni quiero a vos celarme. / Yo soy Arnaut, que lloro y voy cantando; / miro afligido la locura pasada / y la dicha que espero veo ya, delante. / Te ruego ahora por aquel valor / que te guía al sumo de la escala, / recuerdes atemperar a su tiempo mi dolor.

La sufriente gobernadora María Eugenia Vidal es muy solidaria y por eso manguea libros con cara de carnero degollado

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La bajada del artículo publicado el 3 de octubre en Página 12 por Silvia Friera dice: El gobierno de la provincia de Buenos Aires convocó a las editoriales para que donen libros para la población vulnerable. ‘Es cínico que pidan esas donaciones al sector editorial ante la ausencia total de políticas de apoyo”, dicen los Trabajadorxs de la Palabra’”.

La caridad mal entendida

El colectivo de Trabajadorxs de la Palabra (TLP), integrado por escritores, editores, libreros y periodistas, denuncia que el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, a través del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, ha convocado al sector editorial para que contribuya con la donación de libros para el Programa Mediadores del Conocimiento, que lleva adelante ese Ministerio, y que pretende donarlos a población en condiciones de vulnerabilidad. “Es, como mínimo, cínico que pidan la donación de libros al sector editorial, ante la ausencia total de políticas de apoyo de los gobiernos, provincial y nacional, para atender la crisis que atraviesa y que, entre otros problemas, tiene que enfrentar un dólar cada vez más caro con la consecuente suba del costo del papel y una caída en las ventas de casi el 40 por ciento. Da la impresión de que el Gobierno de (María Eugenia) Vidal desconoce por completo la problemática que sufre el sector editorial”, afirma este colectivo en el que participan los escritores Selva Almada, María Inés Krimer, Débora Mundani, Jorge Consiglio, Hernán Ronsino, Ricardo Romero, Julián López, Carla Maliandi, Juan Carrá, Pía Bouzas, Juan Mattio, Clara Anich, Tatiana Goransky y Juan Rapacioli, entre otros.

El colectivo TLP advierte sobre la desaparición del ministerio de Cultura, devenido Secretaría, y la drástica reducción del presupuesto destinado a Cultura y Educación para el próximo año. “La provincia diseña programas para atender a los más vulnerables en donde el Estado pretende hacer donaciones, deslindándose de la responsabilidad de adquirir con los fondos correspondientes el trabajo intelectual de editorxs, escritorxs, traductorxs, correctorxs, diseñadorxs y toda la cadena de trabajadorxs que participan de la producción de un libro. Además, vale recordar, que el Estado asiste o administra por el bien común, no dona”, explican en un comunicado que está circulando por las redes sociales de editoriales como Eterna Cadencia, Caja Negra, Notanpuán, Godot, Dedalus, Interzona, Aquilina y Gárgola, entre otros sellos que están convencidos de que “el pedido de donación es un mamarracho”, como lo define el escritor y editor Ricardo Romero. “Las editoriales que pertenecen al TLP suelen donar libros a organizaciones no gubernamentales y ofrecen generosos descuentos a bibliotecas y sistemas de bibliotecas públicas, pero no a un Estado que no las contempla en su presupuesto, que  ha quitado programas y subsidios y que claramente entiende a la cultura y la educación como válvulas de ajuste en sus  objetivos económicos. Por lo que rechazamos en forma taxativa la convocatoria”, concluyen desde el colectivo de escritores, editores, libreros y periodistas.

“Primero el ministerio de Cultura pasó a ser Secretaría –plantea Juan Mattio a Página 12–. Después nos enteramos de que el presupuesto para el 2019 crecerá sólo un 10 por ciento y quedará atrasado más de 30 puntos en relación a la inflación. Se ven afectados, entre otros, el Fondo Nacional de las Artes y la Biblioteca Nacional. A este ajuste brutal se suma la caída de las ventas de libros –la Fundación El Libro calculó una caída de 30 por ciento entre 2016 y 2017, y se espera que sea peor este año–, el encarecimiento de los insumos para la impresión (casi todos ellos importados) y la dolarización del precio del papel. Por su parte, el Estado desactivó las compras de libros para el Plan Federal de Lectura, que significaba un respaldo para pequeñas y medianas editoriales y sus autores. Las librerías también cierran; una histórica, como lo es Del Mármol, anunció que baja la persiana en diciembre, y también cierran los centros culturales que no pueden afrontar los aumentos en las tarifas”. El colectivo de Trabajadorxs de la Palabra hizo su primera aparición pública el 21 de julio pasado con una suelta de libros y feria de editoriales en apoyo a los 357 trabajadores despedidos de la agencia de noticias Télam. Entonces, el escritor Julián López leyó el comunicado con el que se presentaron en sociedad. “Los despidos en Télam, en Radio del Plata, la crisis de la industria editorial, el cierre de centros de formación docente, el ataque a las bibliotecas populares y centros culturales, el vaciamiento del Conicet y la criminalización de lxs artistas callejerxs dan cuenta de una estrategia destinada a silenciar voces disidentes con el propósito de imponer una mirada única sobre la realidad nacional –alertaron desde el TLP–. Como trabajadorxs de la palabra hacemos público nuestro rechazo al avasallamiento que impone este gobierno, restringiendo el derecho a la información y acceso a los bienes culturales, acorralándonos en la precarización de nuestras prácticas profesionales”.

Mattio (Buenos Aires, 1983), autor de la novela Tres veces luz, completa el cuadro de situación de un panorama lúgubre. “Las grandes multinacionales, como Random House y Planeta, achican sus planes editoriales y algunas editoriales pequeñas y medianas, ya anunciaron que no podrán seguir en 2019. Los medios de comunicación, por su parte, se cierran o se achican de tal manera que los periodistas culturales salen a competir con multitud de colegas para conseguir una colaboración mal paga en alguno de los medios sobrevivientes. Este es el panorama que enfrentamos los y las trabajadorxs del universo del libro. Las estrategias de supervivencia se agotan y el horizonte es cada vez más negro”.

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